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Arte de locura

Las inquietantes pinturas de los pacientes del hospital siquiátrico María Gugging, en Austria, causan sensación. Sus obras, catalogadas en la escuela del 'Art brut', son apreciadas por los coleccionistas del mundo

1 de diciembre de 2002

El pabellon 11 del hospital siquiátrico María Gugging no es blanco y silencioso. Tampoco es gris, verde o de cualquier otra tonalidad pastel que intente calmar el estado de ánimo de sus pacientes. El pabellón 11 del hospital siquiátrico María Gugging, ubicado a 25 kilómetros de Viena, es una colorida obra de arte llena de trazos, manchas, siluetas, figuras y muchos, pero muchos garabatos. Ni siquiera las paredes, ventanas y puertas del centro asistencial se han salvado de los implacables pinceles de Johann Fischer, Arnold Schmidt, Johann Hauser, Franz Kamlander, Johann Garber Franz Kernbeis, Johann Korec, Heinrich Reisenbauer, Philipp Schopke, Oswald Tschirtner y August Walla, un grupo de enfermos mentales que encontraron en el arte algo más que una terapia.

Ellos pertenecen a la corriente que el pintor francés Jean Dubuffet denominó Art Brut, o arte libre de influencia (ver recuadro) y desde su primera exposición en los años 70 en Viena no han dejado de sorprender a curadores de Europa, Estados Unidos y Japón por la calidad y creatividad de sus obras.

La Casa de los Artistas, nombre con el que se conoce al pabellón siquiátrico, es la prueba tangible de que el talento no conoce de parámetros sociales y que el arte no se deja encasillar en los límites convencionales que distinguen lo bueno y lo malo, lo real y lo ficticio, lo enfermo y lo sano, lo cuerdo y lo lúcido.

Los pintores del Gugging son artistas más allá de su enfermedad mental. Sus obras son originales, pues no copian a nadie, no siguen tendencias, no son herederos de ninguna escuela ni intentan cambiar al mundo con su mensaje. Están libres de cualquier influencia ya que en su mundo las retóricas no tienen mayor importancia y aún así sus cuadros encajan en las definiciones de arte contemporáneo.

No son conscientes de ser artistas, no reparan en su evolución temática y técnica, carecen del deseo de avanzar en una corriente específica y ni siquiera suspiran por el éxito, el dinero y el reconocimiento social.

La pintura es un deseo latente en ellos. Una pulsión. La necesitan pero, irónicamente, no son conscientes de ello.

Los orígenes de la Casa de los Artistas se remontan a la década de los 50 cuando el siquiatra Leo Navratil, formado en la Escuela de Viena, les propuso a sus pacientes que comenzaran a dibujar como herramienta para exteriorizar sus traumas antes de intentar un tratamiento. El azote de la Segunda Guerra Mundial había llevado a cientos de personas deprimidas y trastornadas hasta su consultorio y entre los miles de garabatos que quedaron sobre su escritorio hubo varios que lo conmovieron por su calidad. Convencido de que tenía algo importante entre manos Navratil se puso en contacto con Dubuffet y le enseñó los dibujos. El pintor reconoció en los trazos las características del Art Brut y se puso en camino al hospital siquiátrico María Gugging para conocer de cerca al grupo.

La inesperada noticia de que algunos de sus pacientes podían ser artistas en potencia motivó a Navratil a trasladar a los más talentosos al pabellón número 11. August Walla, el residente más famoso, fallecido el año pasado, empezó a pintar antes de ingresar al hospital y su obra ha cautivado a la crítica gracias a la fuerza de su lenguaje simbólico. Los otros pacientes/pintores también tienen lo suyo. Arnold Schmidt, el más joven del grupo, trabaja solamente durante períodos cortos y bajo presión; Oswald Tschirtner, con su trazo fino y elegante, se interesa por las siluetas gigantescas que siempre miran hacia la izquierda como si recordaran el pasado; a Heinrich Reisenbauer le gustan las repeticiones monocromáticas de objetos simples mientras que Johann Korec se inclina más por las acuarelas de contenido erótico. El sordomudo Franz Kamlander le apuesta a los universos imaginarios habitados por extraños animales y a Philipp Schopke le llaman la atención las figuras humanas un tanto espectrales.

Las obras de este colectivo se exponen en Nueva York, Londres, París, Berlín, Rio de Janeiro, Viena y Tokio y alcanzan precios de locura. Un Alfred Walla se cotiza en más de 35.000 dólares y un dibujo de Tschirtner alcanza los 10.000 dólares. Desde 1990 una empresa administra los intereses de la Casa de los Artistas, otorgándole el 70 por ciento de las ganancias a los pintores y el 30 restante se queda en la compañía. Algunas personas han acusado al actual director, Johann Feilacher, de malinterpretar las enseñanzas del doctor Navratil y convertir el instituto en un centro artístico, relegando a un segundo plano el papel terapéutico.

Los pintores, entre tanto, se mantienen ajenos al barullo que gira a su alrededor y es entonces cuando las palabras de Dubuffet, en su documento Honor a los valores salvajes, tienen más vigencia que nunca: "Los mecanismos sicológicos de los que surge la creación artística tienen tal naturaleza que, o bien deberían incluirse en el terreno de la patología, y considerar a todos los artistas como sicópatas, o bien habría que extender los límites de la normalidad para que abarquen la locura".

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