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Lucia Berlin nació en Alaska, en 1936, y murió en Los Ángeles, en 2004. Aquí, en Albuquerque, Nuevo Mexico, en 1962.

UN TARDÍO PERO AFORTUNADO DESCUBRIMIENTO LITERARIO

En el último trago: el redescubrimiento de Lucia Berlin

Dueña de una vida tan intensa y accidentada como su literatura, en la que fraguó una especie de extensión de sus vivencias, Berlin (1936-2004) jamás conoció la fama. Ahora, una década después de su muerte, redescubierta y aclamada, llega al país una antología de sus mejores cuentos. ¿Quién era esta mujer dueña de una voz potente como pocas?

Martín Franco Vélez* Bogotá
29 de septiembre de 2016

"En la profunda noche oscura del alma las licoreras y los bares están cerrados”. La frase, que aparece en la portada del libro Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin, es también la entrada a “Inmanejable”, uno de los 43 cuentos que conforman esta antología.

En la historia, una madre alcohólica despierta una mañana solo para darse cuenta de que su última botella de vodka está vacía. Ansiosa por cuenta de la abstinencia, sale de su casa a buscar un lugar donde le vendan trago. Sus dos hijos aún no se levantan, así que calcula que podrá caminar hasta la única licorera abierta, al otro lado de la ciudad, antes de que despierten para ir al colegio. Y eso hace. Cuando regresa, al fin, se da cuenta de que ellos ya se alistan para irse. Trata de disimular. “¿Dónde demonios has conseguido licor?”, le pregunta Joel, de 13 años. Ella se justifica; él le pide que busque ayuda. Luego se van al colegio y entonces viene el remate de la historia: “Ella se quedó en la ventana y los vio bajar la calle hacia la parada de autobús. Esperó hasta que el bus los recogió y desapareció por Telegraph Avenue. Entonces salió, fue directamente a la licorera de la esquina. Ya habían abierto”.

Ese es, por lo general, el tono de los relatos que conforman este libro de Lucia Berlin, uno de los más afortunados descubrimientos tardíos de la literatura estadounidense: duros, directos, sin concesiones. Y, sin embargo, dotados de esa gran belleza que suele agazaparse detrás de las vidas difíciles. Porque la suya lo fue, y de paso resultó la mejor materia prima de sus historias. Como preámbulo, pues, cabe una pregunta: ¿quién fue la mujer detrás de un libro que tan solo el año pasado estuvo en la lista de más vendidos de The New York Times y ganó premios como el California Book Award for Fiction y el XVII Premi Llibreter, del gremio de libreros de Cataluña?

Pese a que comenzó a publicar por allá a mediados de los años sesenta en la revista del escritor Saul Bellow, The Noble Savage, solo hasta ahora, más de un década después de su muerte, Berlin empieza a obtener el reconocimiento que le resultó esquivo. Las razones pueden ser varias, pero ya sabemos que la literatura suele ser más ingrata que justa: ni siquiera el American Book Award que ganó Homesick, su primera recopilación de cuentos que publicó en 1991, le mereció los halagos que hoy recibe. Sea como sea, lo importante es que este volumen, publicado y traducido este año por Alfaguara, reúne la mayor parte de una obra dispersa que publicó en revistas como The Atlantic Monthly, The New Strand y un sinnúmero de publicaciones pequeñas.

Nacida en Alaska, en 1936, Berlin pasó su infancia y juventud moviéndose entre Idaho, Kentucky y Montana, gracias a su padre, un ingeniero de minas que, por cuenta de su trabajo, se veía obligado a andar de aquí para allá. Durante la Segunda Guerra Mundial, el padre se enroló en el ejército, por lo que Berlin y su madre se trasladaron a El Paso, Texas, y luego a Chile, donde vivía su prominente abuelo, y pudo darse una vida de lujos: estudió en un colegio católico, asistió a clubes privados, aprendió a fumar. Fue allí donde su madre empezó a beber, una afición peligrosa que luego Berlin heredaría (y con creces).

De ahí en adelante arrancó un periplo que la llevaría por distintos lugares —México, Arizona, Nuevo México, Nueva York—, y que, cuando se hizo adulta, la obligó a realizar los trabajos más disímiles para sobrevivir: empleada de la limpieza (de ahí el título del libro que es, también, el de otro relato de la antología), enfermera en urgencias, recepcionista, telefonista en distintos hospitales y profesora, entre muchos otros.

En el intermedio se casó tres veces: primero, en México, con un escultor que la abandonó pocos años después; luego, con un pianista de jazz, con quien se mudó a Nueva York y al que esta vez ella dejó por su tercer marido, Buddy Berlin, un adicto confeso a las drogas con el que regresó a México y del que acabaría divorciándose con el tiempo. De esas relaciones le quedaron cuatro hijos.

Basta leer un poco sobre Berlin para entender que varios escenarios de su vida se pueden rastrear en estos relatos que guardan una sólida simetría entre las situaciones y los personajes: una madre alcohólica y distante que nunca le perdonó a su hija menor el haberse casado con un mexicano y que acabó suicidándose; una hermana que se está muriendo de cáncer (entre 1991 y 1992, Berlin vivió en México, acompañándola a morir); una mujer con hijos que bebe mucho, demasiado (su propia madre, ella misma); una niña que entabla una relación con una profesora comunista en un país de Suramérica o un abuelo que se arranca los pocos dientes que le quedan para hacerse una caja nueva con la ayuda de su aterrada nieta.

“Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco”, reveló uno de sus hijos después de su muerte, en 2004. Y así es: pese a que muchas de las historias son inventadas —como ella misma lo explicó varias veces—, en el fondo cada una exhala un fuerte olor a verdad, teñida por la propia experiencia. A eso hay que sumarle la narrativa de Berlin, con esa manera natural y descarnada en la que hasta los hechos más dolorosos logran transmitir belleza. “¿Cómo lo hace? —se pregunta la escritora norteamericana Lydia Davis en un ensayo para la revista The New Yorker—. Quizá porque nunca sabemos bien qué es lo que viene a continuación. Nada es previsible. Y aun así a la vez todo es sumamente natural, verosímil, fiel a nuestras expectativas psicológicas y emocionales”.

Ahora bien, ¿le da cierta ventaja a la hora de escribir el hecho de haber tenido una vida tan prolífica? ¿Es cierto que una vida intensa le proporciona mejores historias a un escritor? “Es tan relativo —dice el editor y crítico literario Camilo Jiménez Estrada—. Hay escritores que vivieron muchas aventuras y escribieron muy bien (Bukowski, Palahniuk y, más atrás, Conrad, Stevenson, Cervantes...) y otros que apenas salieron de sus cuartos o de los libros y también escribieron muy bien (Verne, James, Borges y, para hablar de uno de nuestro ámbito local, Juan Gabriel Vásquez...). Lo que habría que ver es cómo “digieren” los escritores las cosas que les pasan, cómo las traducen en literatura relevante”.

El caso de Berlin es claro: su propia vida está metida en los relatos. Y aunque Lydia Davis se apresura a aclarar que “varias de sus historias eran inventadas de principio a fin”, y que “uno no podía pensar que la conocía solo por haber leído sus relatos”, contrastar su historia con los cuentos de este libro arroja una serie de casualidades que no se pueden pasar por alto. Tal vez una de las mayores pistas para comprender esa intromisión de la vida en la ficción la da ella misma en “Silencio”, cuando escribe: “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero, de hecho, nunca miento”.

Escribir la vida

Ni siquiera el alcoholismo hizo mella en su prolífica producción literaria: al final logró publicar 76 relatos a lo largo de su vida, recopilados en tres antologías llamadas Homesick (1991), So Long (1993) y Where I Live Now (1999).

Berlin comenzó a escribir a medidados de los años cincuenta cuando vivía en México, gracias, entre otros, a la influencia que ejerció en ella el novelista Ramón J. Sender y el poeta Edward Dorn. Para mediados de los noventa, cuando ya había logrado superar su afición a la bebida, pasó seis años en la universidad de Colorado como escritora residente y profesora adjunta, donde se ganó el respeto y cariño de sus estudiantes. Pasaría un par de años más antes de que se mudara a Los Ángeles, buscando estar cerca de sus hijos, hasta que finalmente murió en 2004, justo el día en que cumplía 68 años.

De su obra se ha dicho mucho, sobre todo desde que se publicó el Manual para mujeres de la limpieza. “Lucia Berlin es libertad y es intensidad: una mezcla emocionante. Su escritura parece saltar de una cosa a otra, como quien mira una habitación llena de trastos y mira sin orden, pero sabiendo perfectamente de qué habitación se trata. En realidad, el momento mágico de su escritura llega cuando el orden se revela y uno comprende que todo tiene su lugar por desconcertante, emotivo o cruel que parezca, y que la vida, como la escritura, consiste en ser receptivo y no dejarse vencer por la apariencia de los demonios”, escribe José María Guelbenzu en Babelia, el suplemento literario de El País.

Ahora, ¿por qué su nombre vuelve a sonar ahora con tanta fuerza? La respuesta sigue siendo un misterio, pero no importa: los lectores agradecemos esta nueva irrupción en el panorama literario. Tal y como dice Brigit Katz, en The New York Times, en el comentario de contraportada (aunque estos elogios fortuitos no sean siempre muy confiables, pero qué más da): “Tras una vida de oscuridad, ahora se la reverencia como un genio literario”.

*Editor internacional de SoHo.