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CRÓNICA: EL SALÓN MÁLAGA

Nostalgia copisolera

En 1957 abrió sus puertas el Salón Málaga, un tradicional cafetín que al son de tangos, boleros y música vieja sobrevive al crecimiento de “la ciudad más innovadora del mundo”.

Ana Cristina Restrepo Jiménez* Medellín
21 de agosto de 2015

Se siente un estruendo familiar, rutinario. Es esa especie de bramido de dragón que anuncia la llegada del metro a la estación San Antonio. Hacia el oriente, desde las ventanillas de los vagones, se divisa una fachada con tubos de neón que dibujan la figura de un terrier frente a una vitrola. La célebre imagen que ha recorrido el mundo con la compañía RCA Victor, es la misma que identifica al Salón Málaga.

En la tarima del cafetín, un balcón de estilo colonial con chambrana de madera, el disc-jockey organiza una caja de vinilos de 78 revoluciones por minuto. No luce gafas oscuras ni una gorra con la visera hacia atrás. Sus brazos no conocen gimnasio ni el pulso de un tatuador. No excita con gritos a la audiencia. Sin embargo, nadie aparta la mirada de él: la solemnidad es la esencia de su ritual. Ensarta un disco de Valente y Cáceres, y otro de Los Cuyos. Giran los platos de los dos tornamesas Bogen, para discos de 78, 45, 33 y 16 rpm. Desciende la primera aguja.

Ha comenzado otra tarde de nostalgia en el Málaga.

Gustavo Arteaga Ríos, disc-jockey y propietario del lugar, es celoso con su música. Entre un ojal y el bolsillo trasero de su pantalón, cuelga una leontina con las ocho llaves de los gabinetes donde atesora su colección de discos de vinilo.

El tiempo se ha detenido en el Salón Málaga, asediado por los pasajes comerciales y vendedores callejeros del sector de Guayaquil. La entrada principal, ubicada sobre la carrera Bolívar (51), entre las calles Amador (45) y Maturín (46), está coronada por las imágenes publicitarias del negocio vecino –Marilyn Monroe, Gabriel García Márquez y Steve Jobs con aires hip-hop–, que contrastan con los retratos en blanco y negro del ‘Morocho del Abasto’ y Margarita Cueto, adentro del bar.

Como el Patio del tango o La Esquina Homero Manzi, el Málaga es uno de los cafetines que nutren la pasión tanguera de una ciudad marcada por la belleza de un ritmo y el sino trágico de un artista de culto.

El tango no llegó a Medellín en su estado original, como un baile. Tampoco vino escondido en el baúl de Carlos Gardel. Contrario a Buenos Aires, la capital antioqueña conoció primero las letras que los pasos del tango, sus canciones cruzaron las montañas en las voces de artistas de compañías teatrales y en discos de 78 rpm.

Así es el Málaga malagoso/ donde habla el sabroso/ destilado de las aguas terciarias de Escocia/ o del trapiche de Fredonia, del poema escrito por el cronista y experto en tango Jaime Jaramillo Panesso.

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Mario Luna, cantor de tango, viste traje negro, camisa blanca de puños, y corbatín y faja de satén rojo. Sus zapatos negros de atadura destellan un brillo intenso que envidiaría el charol.

Antes de comenzar el show, se acerca al maestro Carlos Castagnaro y le entrega una peinilla de plástico que sacó de su bolsillo. El bandoneonista le da un último retoque a sus canas de seda… ¡ya nadie recuerda la Glostora de Gardel!

Era, para mí, la vida entera,/ como un sol de primavera,/ mi esperanza y mi pasión. Sabía…, canta Luna. Mientras pasea entre las mesas, calca los gestos gardelianos, mira a las señoronas directo a los ojos y las hace sonrojar. Las compañeras de convite le lanzan besos y aplauden de pie.

Irrumpe en los corredores la intérprete María Elena Montoya, ganadora del Festival Mono Núñez. El Málaga está a reventar, no hay una sola mesa disponible.

El maestro Castagnaro se prepara para el descanso de los cantantes. Deja al lado izquierdo el estuche de cuero de su bandoneón, y abre la partitura. Sobre su pierna izquierda, extiende un paño verde con flores rojas y tejido de hilos dorados. Abraza la caja negra de su bandoneón AA (Alfred Arnold), decorado con flores y hojas de nácar. Lo acompañan Sergio Dobán, en la guitarra, y Eduardo Osorio, en el piano.

Cuando al son de La cumparsita se abre el fuelle de cartón del instrumento, destellan visos de color vinotinto. El maestro argentino no levanta la mirada, aprieta la mandíbula y sigue el ritmo con los pies.

Las fotos en la galería de la fama y las firmas del libro de visitantes ilustres del Salón Málaga, incluyen personajes como Pepe Sánchez, Belisario Betancur, Martín Emilio “Cochise” Rodríguez, Víctor Gaviria, Ligia Mayo y el maestro José Barros. “El Málaga está más dedicado a una especie de museo apergaminado, un asunto de turistas y nostálgicos, con un criterio de mercadeo de lo viejo, de aquello que es álbum y que puede servir de punto de partida a investigadores de ciudad. Es un café-emisora-iconográfico, pero, no sé, veo en ese lugar cierta impostura [… ] La atención de los Arteaga es muy agradable y cordial”, dice el escritor Reinaldo Spitaletta.

El Salón Málaga recibió la Medalla Porfirio Barba Jacob de la Alcaldía de Medellín, y celebra sus aniversarios con una banda sinfónica en el legendario Teatro Lido. Así mismo, cuenta con el compromiso de la academia: alumnos de universidades como la Nacional y eafit, acuden al cafetín para estudiar su historia y narrar su cotidianidad. “El gran homenaje que recibimos a diario es cada copa que se toma en este bar”, comenta César Arteaga, hijo del propietario y administrador del café.

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La historia de este albergue de la “nostalgia de las cosas que han pasado,  arena que la vida se llevó,  pesadumbre de barrios que han cambiado”, se remonta a los años previos a La Violencia.

Juan Bautista Arteaga y Cruzana Ríos llegaron a la ciudad desde Caramanta, suroeste de Antioquia, desplazados por los primeros asomos de la furia partidista. Con sus doce hijos, se instalaron en el barrio La Toma, donde abrieron una tienda de abarrotes. Años después, Gustavo inauguró su propio granero, El Lepanto. Con el anhelo de organizar encuentros en torno a los discos de vinilo, dedicó su vida a los cafetines: el Café Cisneros (frente a la estación central del Ferrocarril de Antioquia) y luego El Dorado.

En 1957, cuando Medellín era un pueblo de calles estrechas y polvorientas, Arteaga compró un bar con paredes de tapia y bahareque, en la calle Maturín con Abejorral, sector popular por sus cafés y mujeres de vida alegre. Pagó 700 pesos por el Salón Málaga. Nunca cambió su nombre original.

En los años cuarenta y cincuenta, los bares y cafetines no se movían solo al ritmo del consumo del licor. La conversación era su espíritu. También eran los baños públicos de la ciudad y constituían una plataforma importante de generación de empleo para las mujeres.

Los trabajadores del ferrocarril, oficinistas de los bancos y universitarios frecuentaban el Málaga, cuyo traganíquel Seeburg 100 tenía fama de sonar como si alojara una orquesta en sus entrañas. Arteaga viajó por todo el país comprando música vieja para alimentar su discoteca.

En los años setenta, con las renovaciones del Parque de San Antonio, el café se trasladó para su actual sede en la carrera Bolívar.

Desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche, en el Málaga se oye música colombiana, instrumental y vocal, lírica y tangos. Cuando no está a cargo don Gustavo, suena alguna de las siete rocolas Wurlitzer (dos canciones por una moneda de 200 pesos) o la lista Musicmatch de Jukebox, programada en un computador con Briceño y Héctor de Lara, Carlos Acuña y Carlos Gardel, entre otros.

Destino de jubilados, intelectuales, magistrados, médicos, músicos, albañiles y emboladores; en las mañanas, es un café de caballeros que conservan cierta etiqueta en el vestir –por ejemplo, el uso de pantalón largo–. Al café negro se le llama “tinto” y con un poco de leche es “perico”, todavía no se sienten los ecos del “expreso”, el “americano” o el “latte”. “El Málaga tiene una clientela veterana, algunos no ha vuelto por enfermedad. Siempre buscamos nuevos públicos para que no se acabe el legado”, explica César Arteaga, quien ya se prepara para recibir a los pasajeros del nuevo tranvía que pasará por la esquina.

Las seis mesas de billar del bar están cubiertas, fuera de servicio: no hay “chico” sin humo. Pagaron el precio de cumplir con la norma y no con los fumadores. Al lado de la barra está uno de los rincones más frecuentados del salón… para cambiar el agua de las aceitunas (“orinar”, en lunfardo). Cuesta 500 pesos.

Cada día tiene un plan: lunes del tango, martes de tertulia, miércoles de artistas en vivo (tertulia desde hace 19 años), jueves del bolero, viernes de todo tipo de música, sábados con show de tango a las 5:00 p.m. y 10:00 p.m. viejoteca bailable. La tarde de los domingos también es de viejoteca.

Dos de las características esenciales que han perfilado al Salón Málaga son sus meseras, bachilleres y de extracción popular y la iluminación constante. “La luz te da respeto y tranquilidad”, asegura el administrador.

Dos agentes de policía toman tinto al lado de una silueta de tamaño natural del Zorzal Criollo, echan un vistazo desde las escalas que conducen a la planta baja.

Además de un salón de baile, destinado a clases de técnica vocal y guitarra, en el sótano hay un altar en honor a Carlos Gardel, entre las banderas de Colombia y Argentina. Los muros están decorados con decenas de fotos en blanco y negro de orquestas como la Ángel D’Agostino, Rodolfo Biagi, Juan de Dios Filiberto, Miguel Cal y Enrique Rodríguez.

El Málaga guarda más de 7.000 elepés. Discos de la RCA, Victoria, Phillips, Zafiro... música desde el Gato Barbieri y Silvana Di Lorenzo, pasando por “El último tango en París” y la “Marcha nupcial”, de Mendelssohn. (La colección de discos de 78 rpm es la más ecléctica: una buena milonga comparte caja con los 14 Cañonazos bailables y Marcelo Cezán).

“Málaga es la supervivencia de un lugar que cumple varias funciones. Una es modelo del antiguo café con tintos matinales y licor en la vespertina –opina Jaramillo Panesso–. Otras son la presencia servicial de las meseras, la música desde el ático programada por el dueño o la compañía de las viejas rocolas. Es un café símbolo de la vieja guardia bohemia”.

Desde hace años, Néstor León Escobar permanece en la puerta del Málaga. “El Gordo”, como se le conoce en el círculo de tangueros, vende discos de vinilo y compactos para revivir la nostalgia del Málaga.

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–Usted como baila de bueno con todo el mundo y a mí no me saca –le susurró una señora a don Jairo Antonio Toro, en los corredores del Salón Málaga.

–Dejate y verés que se acabe ese disco que está sonando y te saco –respondió el albañil, que en ese entonces (2008) tenía 72 años.

A don Jairo le dicen “el Pibe”. Viaja a diario desde la Comuna 13 para acudir a su cita matutina con las tertulias del Málaga; desde hace 50 años frecuenta el cafetín para conversar en las mañanas y bailar en las tardes. Tango, pasodoble, foxtrot “paseado o sencillo” y bolero. “Las mejores bailarinas tienen que ser jechonas, las muchachas de hoy en día no saben bailar”, lamenta.

Al final de la canción, se dirigió hacia aquella mujer desconocida para cumplir con su promesa de baile. De repente, vio cómo el cuerpo de ella se inclinó lentamente hacia un costado de la silla hasta desplomarse.

Es la única muerte registrada en los 58 años del Salón Málaga: infarto fulminante.

“El Pibe” se acerca a un lienzo de dimensión mural que intenta recrear las figuras de los visitantes habituales del bar: “Mire –señala con su índice derecho–, esta es otra señora que se murió hace años, era la esposa de un abogado. Habemos unos pocos de ese cuadro que no hemos fallecido”.

El Málaga es sede permanente de encuentros con los seres amados. Vivos y muertos. “Vivir, con el alma aferrada a un dulce recuerdo, que lloro otra vez”, tararea una copisolera de 19 años. Su padre, asiduo del café durante décadas, falleció recientemente. Solo allí recupera su presencia.

La camiseta ajustada y los tenis Converse de las meseras, y el rugido cotidiano de los vagones del metro, son los escasos indicios que le recuerdan al visitante del Salón Málaga que no está en la Medellín de los años cincuenta… sino en “La ciudad más innovadora del mundo”, según el concurso del Wall Street Journal.

“Yo quisiera morir en este café, así como la señora con la que nunca bailé”, dice. “El Pibe” sorbe el último asiento de tinto, ya frío en el fondo del pocillo.