Los atardeceres que caen sobre el río Sinú, una postal inolvidable de Montería. | Foto: David Amado

CULTURA

Soad Louis: la escritora cordobesa que relata la vida en el río Sinú

En el cuento ‘El río es una fiesta inconclusa’, la escritora Louis, describe los rostros, los paisajes y los sonidos de una manera que lo harán querer tocar el agua del apacible río Sinú.

Soad Louis Lakah*
9 de mayo de 2018

Estoy sentada aquí frente al Sinú, con los pies dentro del agua. Aquí estoy esperando a Tirso Villeras. Me dijo que lo esperara a la hora de las golondrinas frente al planchón. Hace rato que lo estoy esperando.

He visto ir y venir el planchón, va suavecito, como con gracia, acariciando el río. Dos muchachos lo conducen. Uno es fuerte, el que tira la cabuya para amarrarlo en un tronco a la otra orilla, tiene cara de ‘avispao’, se la pasa chiflando y guiñándole el ojo a las mujeres; el otro es un flacuchento con cara de ‘asustao’, el que cobra la plata a las muchachas que van y vienen con sus uniformes llenos de pliegues en la falda y sus pelos largos que les llegan hasta el rabo del ñango.

Caprichosamente el sol está colgado en el cielo azul, más azul que blanco, parece una mandarina grande, grande... Al ladito de donde estoy sentada, está una canoa llena de gajos de plátanos verdes, unas matas de yuca, una guindareja de bocachicos y moncholos. Trae unos pedazos de madera, un cerdo amarrado por las patas, tres pavos y cinco gallinas.

Un hombre hecho de ébano capotea la canoa, le da la mano a una anciana vestida de color carmelita, que viene acompañada de un niño, de más o menos 9 años, que parece su nietecito. La ayuda a bajarse. Ella, en una mano tiene unas calillas de tabaco y una jaula con un loro que no dice otra cosa sino la misma frase: “Anselmo es cacorro, Anselmo es cacorro”.

Miré los alambres de la luz. A esa hora comenzaron a llenarse de golondrinas. Estaban llenitos, llenitos de golondrinas, ordenaditas, una seguida de la otra, y si una volaba regresaba al mismo sitio. Por aquí, por este mismo río pasaron los inmigrantes franceses transportando instrumentos musicales, bombos, clarinetes, traídos de su país, que intercambiaban por madera y frutos tropicales que ellos enviaban a sus tierras. También los árabes, con su comercio de telas, botones, toldos, espejos que negociaban por raicilla y manteca de cerdo que mandaban a Alemania y Estados Unidos.

Alcanzo a escuchar un radio que hay en una casita frente al río, oigo traída por los vientos, la voz del locutor emocionado, transmitiendo el Festival de Pelayo. En San Pelayo, para esta época se dan cita todas las bandas de la región. Ahora mismo están tocando La Lorenza, que es un porro palitiao, como decía el Goyo Valencia. Me acuerdo de la Plaza 6 de Enero de San José de Ciénaga de Oro, de la fiesta en corralejas; los fandangos allá quedaban buenísimos. Lo mismo en la Plaza Montería Moderno, ¿cómo sería María Varilla en esos fandangos?, ¿se le secaron las patas ahí, de tanto bailar? María Varilla, esa mismita que le decía al maestro Pablito Flórez, que cuando ella se muriera le pusieran su piel al bombo pa’ no dejá de fiestá.

No me atrevo a moverme de aquí, a pesar de que tengo la boca reseca y unas ganas de tomarme una Kola Román con rosquitas de la tienda de los Giraldo. ¡Carajo! ¡Cómo es la vida! Aquí sigo esperando a Tirso Villeras. Me prometió que vendría. Tengo fastidio. Ha comenzado la hora del mosquito, ya está poniéndose oscuro. Uno de los muchachos que vienen en una canoa me saluda. Los otros dos duermen arriba de una loma de arena.

–¿Cuántas horas llevan en el río?

Me hizo una mueca.

–¡Uuuuffff, seño! Nos levantamos todos los días bien tempranito, con la oscurana encima.

Tenía un pantalón ripiao y una camiseta que le había regalado algún político. Temblaba de frío, estaba moradito, moradito, moradito. Los dedos de las manos y de los pies arrugados.

–Con el Ñeque, y la plata que me prestó mi compadre Adalberto, compramos esta canoa. Yo andaba varao, no tenía trabajo. La verdá fue que nos la dejaron barata. Somos un pocotón de familias que vivimos de este oficio. Estamos divididos en tres zonas del río: los que sacamos la arena, la chinita, esa, la piedrecita, y la arena más gruesa. Mirándome a los ojos, me dijo:

–Esto es pa’ machos, doña. El agua del río está helada. Siempre que hacemos este trabajo nos da miedo. Miedo de quedar enterrados entre la arena y la maleza. Miedo de quedar sin aire y sin aliento. ¿Usted sabe lo que es zambullirse en lo más profundo de este río, sin respirar, con esta lata grande donde viene el aceite, llenarla de arena y así lata por lata, cientos de latas, hasta que la canoa quede borderita? Nos da mucha fatiga, hay que tener buenos brazos, buenas piernas, buen pulso, buenos pulmones, o de no, se jodió Pindanga. Nos turnamos para esto, primero yo y después el Ñeque, y el otro, el más pelangón pa’ que cuide la canoa, pa’ que no se la lleve la corriente y se vaya río abajo. Luego de llenar esta canoa hasta arriba como la ve, la descargamos aquí, a punta de pala. Hacemos una pila grande. Cada dueño respeta sus pilas de arena.

Luego vienen los volqueteros. Esos tipos vienen a comprarnos la arena. No nos quieren dar nada por ella. Y otra vez a palazos, tenemos que echarla al camión. No nos quieren pagar lo que uno cobra sino lo que les da la gana. Cada uno de nosotros tenemos, mínimo, cinco bocas en la casa que alimentar. Siento el golpe de la pala en mi corazón, estoy sudando, se me retuercen las tripas, no me llega el aire. Esta historia se me juntó con la rabia que tengo. La espera de Tirso Villeras.

Un guapirreo duro, casi en la punta del oído me saca de casillas: “¡Juipipi! ¡Juipipi! ¡Que viva el porro, no joda!”.

Volteé la cabeza, y, por el camino que conduce al río y los campanos, vi a un hombre viejo, igualitico al Mañe Causil, que llevaba en la mano una botella de Ron Blanco. Venía con un pantalón caqui arremangao hasta los tobillos, a pie descalzo. La camisa, no sé de qué color era, porque la cubrió la sombra de las hojas de los árboles de abeto. Pegaba un brinco y otro guapirreo. Quedaba paradito, con las manos arriba, sin soltar la botella de ron. Su sombrero alón no le dejaba ver la cara. Gritaba: “¡Maldición sea el mundo y quien lo emboló! ¡Ayyy, mamita mía, por qué me pariste macho!”.

Se encogía. Cruzaba los brazos en el pecho. Besaba la botella y el sombrero. Se ladiaba de un lado pa’ otro, se ponía el sombrero, se lo quitaba, se tapaba la cara, bailaba serenito, se echaba pa’ atrás, pa’ adelante como para que la pareja no lo quemara con las velas. Seguía tirando besos y se reía. Se sacaba el pañuelo del bolsillo de atrás, se secaba y otra vez se lo eñuñía. Otra vez el guapirreo. “¡Esto es Córdoba, esto es el Sinú, no joda!”. Movía los pies, uno seguidito del otro. Miré el cielo, no había estrellas. Otra vez su sonrisa, solamente el diente de oro me pudo alumbrar el camino de regreso. Ya es tarde. Dentro de mí tengo un río revuelto que se me sale por el cruce de la garganta.

*Escritora.