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La última escala

A un año del secuestro del avión de Avianca el capitán Uriel Velasco, recién liberado, narró su odisea a SEMANA.

24 de abril de 2000

Nueve minutos despues de haber despegado del aeropuerto de Palonegro el comandante del Fokker 50 de Avianca que cubría la ruta Bucaramanga-Bogotá retiró el aviso de mantener abrochado el cinturón de seguridad. A los pocos segundos sintió que abrían la puerta de la cabina y escuchó una voz que le decía que se trataba de un secuestro. El capitán Francisco López alcanzó a sonreír pues pensó que no era más que una broma de su colega Uriel Velasco, que ese día viajaba como pasajero. Pero muy pronto se dio cuenta de que el asunto era en serio. Un hombre con pasamontañas, que le apuntaba con un arma corta, le dio las primeras instrucciones para que se desviara de la ruta original.

Eran las 10:32 de la mañana del 12 abril de 1999. Casi un año después Velasco todavía tiene frescas en la memoria las escenas de ese día y se las relata una y otra vez a sus familiares, con voz lenta y con la mirada un poco caída, desde la silla de ruedas en la que debe movilizarse desde cuando fue liberado, el pasado 20 de marzo, debido a sus problemas de salud.

A pesar de que tiene inmovilizadas las extremidades del lado izquierdo Velasco considera que su estado de salud es satisfactorio. Sobre todo si tiene en cuenta que durante la última semana de cautiverio muchos pensaron que esa podía ser también la última semana de su vida.

Después de seis meses de soportar un estado de decaimiento al que lograba hacerle el quite con medicinas que él mismo se recetaba, una mañana de comienzos de marzo se desplomó de repente mientras contaba sus pasos en el campamento en el que se hallaba cautivo. Sus compañeros lo condujeron al cambuche de uno de los guerrilleros encargado de vigilarlos y el auxiliar de vuelo Fernando Buitrago se encargó de practicar con él las técnicas de reanimación que había aprendido para aplicar en una eventual emergencia a bordo. Al cabo de una hora volvió en sí pero era evidente su estado de gravedad, incluso para quienes poco y nada entendían de medicina.

El campamento estaba alejado no sólo de la civilización sino también de los otros ranchos de la zona en los que la guerrilla tenía algún punto de operaciones. A diferencia de los cuatro campamentos en los que había estado antes, éste no tenía un aparato de radio para que los guerrilleros se comunicaran entre sí. De manera que a la mañana siguiente un hombre de bajo rango en las filas fue encargado de ir hasta el puesto más cercano, en un recorrido por caminos improvisados que le tomó ocho horas. Allí se comunicaron con los mandos del ELN y tomaron la decisión de devolver al mensajero en compañía de otro uniformado que debía verificar el estado de salud de Velasco. El nuevo emisario examinó al rehén y con las primeras luces del día siguiente se devolvió para dar parte de un pronóstico que mantuvo en secreto.

En vista de que la situación del piloto empeoraba —ya ni siquiera era capaz de probar bocado— y de que la visita del guerrillero no produjo ningún efecto práctico, sus siete compañeros de cautiverio se levantaron en protesta por primera vez en 11 meses. Si antes los únicos reclamos no habían sido más que solicitudes casi respetuosas para pedir una comida mejor dispuesta, esta vez los secuestrados prácticamente exigieron que se le prestara atención urgente al enfermo. El hombre que tenía bajo su mando el campamento comprendió que la muerte de Velasco podía poner en aprietos al grupo armado y envió un nuevo mensajero en busca de una solución definitiva.

La solución llegó 16 horas más tarde: ocho de ida y ocho de vuelta. Con un guando —una hamaca amarrada a dos palos— y una mula ensillada se dispuso el traslado del piloto a un lugar donde pudiera ser atendido. Un grupo de 11 guerrilleros recorrió esa noche con el enfermo los laberintos de la selva durante más de 10 horas. A pesar de su debilidad Velasco era consciente de las dificultades del camino. En los tramos medianamente transitables lo encaramaban en la mula con un guerrillero que debía abrazarlo todo el tiempo para que no se fuera al piso. En los pasos más complicados lo acostaban en la hamaca y dos uniformados lo cargaban con el cuidado de quien transporta a un moribundo. En ocasiones, al cruzar un lodazal o al superar una quebrada, los hombres se enterraban y preferían lastimarse con tal de proteger al rehén. De vez en cuando un hombre cortaba el silencio para suplicarle a Velasco que resistiera.



Estaba en las últimas

A la mañana siguiente, sin que hasta entonces se hubieran permitido más descanso que el de turnarse al enfermo, llegaron a la orilla de un río donde los esperaba un médico graduado que confirmó lo que todos temían: Uriel Velasco estaba en las últimas. No lo dijo pero fue evidente en la angustia de su rostro y en el afán con que determinó que había que llevarlo a un lugar más próspero. Lo embarcaron en una chalupa y navegaron río abajo por más de dos horas, hasta cuando llegó la contraorden: había que regresar hasta un quiosco cercano —si es que cabe la palabra cercanía cuando se habla de la selva— y allí pasaron otra noche en vilo, en espera de lo peor.

Pero fue la última noche de cautiverio del piloto que el lunes 12 de abril de 1999 viajaba entre Bucaramanga y Bogotá, luego de unos días de descanso con su familia, para reincorporarse a la compañía y pilotear al jueves siguiente un Boeing 767 rumbo a Frankfurt. Debió esperar casi un año para volver a subir a una aeronave y en esta oportunidad, el 20 de marzo pasado, lo hizo como pasajero de un helicóptero de la Cruz Roja.

Ese día, muy temprano, lo volvieron a acomodar en una chalupa, volvieron a navegar río abajo durante un par de horas y volvieron a detenerse en un claro de la selva. Lo acostaron boca arriba y con los últimos esfuerzos que le quedaban, Velasco tuvo fuerzas para deducir que lo iban a liberar. Unos minutos después escuchó el motor de un helicóptero, y a medida que el ruido era más intenso, más fuerte le palpitaba un corazón que había estado a punto de mandarlo al otro mundo sin que se le cumpliera el deseo de volver a ver a sus cuatro hijos y a su esposa. A medida que el aparato descendía, la enorme cruz pintada de rojo se hacía más evidente y las últimas dudas se borraban por completo. Muchas veces tuvo el temor de escuchar este mismo ruido, producido por helicópteros de las Fuerzas Armadas, y siempre pensó que en un enfrentamiento entre la guerrilla y el Ejército el desenlace sería fatal.

Unas horas más tarde se abrazaría con su familia y sería trasladado a la Clínica Carlos Ardila Lülle, de Bucaramanga, donde fue sometido a toda suerte de pruebas hasta que los médicos descartaron daño cerebral, complicaciones cardiovasculares y problemas de gravedad en el sistema nervioso. Por eso, a pesar de tener que recurrir temporalmente a una silla de ruedas para moverse, está convencido de que su salud es satisfactoria. Lo peor quedó atrás.

Pero también quedaron atrás, en una selva inhóspita, 14 de las 41 personas que fueron retenidas por el ELN cuando viajaban a bordo de un Fokker 50 de Avianca rumbo a Bogotá. Catorce personas que le impiden a Uriel Velasco asumir su libertad con entera alegría. Piensa en ellos, llora por ellos y está dispuesto a trabajar por su liberación. No se cansa de decirle al ELN que ya no hay razón para que los mantenga secuestrados. Que si lo que pretendían era un golpe publicitario, para fijar una posición política, ya lo lograron y ningún beneficio adicional pueden esperar con su retención. “Ni siquiera económico, porque en ese sentido —asegura Velasco— les fue mal con nosotros. No somos más que un grupo de trabajadores”. Y no se cansa de decirle al gobierno que deje su actitud arrogante y no dilate más un diálogo con el ELN, que parece ser la única salida. Siente que los olvidaron y piensa que “si tal vez alguno de nosotros hubiera tenido un apellido rimbombante la actitud del Estado habría sido otra”. Está, en cambio, agradecido con Avianca y sobre todo con las familias de los rehenes, “que promovieron el acto de solidaridad más grande que ha visto el país en su historia, cuando 15 millones de colombianos salieron a la calle para pedir la liberación de los secuestrados”.



La familia de la selva

Sufre por ellos. Al fin y al cabo se convirtieron en parte de su familia. Y en especial los siete con los que integró ‘el grupo de los pilotos’ y con los que estuvo 24 horas al día durante más de 10 meses, desde cuando fueron divididos.

Con ellos aprendió a quitarle énfasis a esa ansiedad por recuperar la libertad que permanece mientras están despiertos. Conversaban de lo que fuera. Y varias veces reconstruyeron las escenas del primer día. Velasco les contó, por ejemplo, que mientras abordaban el avión que los llevaría al cautiverio le llamó la atención un hombre con sudadera que portaba un maletín de tenista. “Me pareció que le incomodaba la raqueta y que su manera de andar no era la de un deportista: en efecto, era uno de los guerrilleros que, cuando quitaron el aviso del cinturón, se puso un pasamontañas, sacó un arma y nos obligó a mantener los brazos estirados hacia la silla delantera y la cabeza agachada”. Era el mismo hombre que les dijo que se trataba de una acción de las autodefensas porque en ese avión viajaba un líder guerrillero.

Velasco también les comentó a sus compañeros que desde la ventanilla del Fokker sólo veía una selva tupida y cuando sintió que iban a aterrizar tuvo el temor de que el suelo no resistiera y el avión se parara de cabeza. “Pero fue uno de los aterrizajes más espectaculares que he visto. Fue mantequillero, como decimos los pilotos. Es decir, perfecto”. Perfecto, a pesar de que la maniobra le correspondió al copiloto, al que ese día supervisaban con miras a un ascenso. “Apenas aterrizamos salieron guerrilleros como hormigas, de cualquier rincón, y en la ansiedad del descenso a uno de ellos se le escapó un tiro”.

Recordaban la angustia de la abuela que cargaba en sus brazos al nieto de tres meses, las caminatas interminables de las primeras jornadas, los cuatro días que soportaron con la misma ropa y con el fastidio de sus propios olores multiplicados por el calor y la angustia, el televisor en el que recibieron la noticia de su propio secuestro.



Leían a Marx y a Gabo

Con los pilotos Francisco López, Juan de Jesús González, Laureano Caviedes y Laszlo Kelli; con la hija de este último, Leslie Kelli, y con los auxiliares Fernando Buitrago y Diego González, se inventaba fórmulas siempre incompletas para que no se los devorara la tristeza. Jugaban fútbol y volibol —en equipos en los que se mezclaban rehenes y secuestradores—, e incluso en el último campamento hacían pruebas de natación en una piscina natural que había formado un río que nunca supo cómo se llamaba. Compartían libros y los comentaban: leyeron lo que tenían a mano los guerrilleros —Marx, Engells y Lenin— y pidieron literatura de la otra. Les llevaron a Germán Castro Caycedo, a Cortázar y a Onetti y algo de García Márquez, aunque nunca lograron que les consiguieran un ejemplar de Cien años de soledad.

Veían en compañía noticieros y telenovelas, sintonizaban la misa de los domingos, le hicieron barra a Colombia en la Copa América y pudieron vivir en directo algunas de las carreras de Juan Pablo Montoya, aunque el aparato, improvisado en un cambuche de palos y plástico, se negó a funcionar el día en que ganó la Fórmula Cart. Escuchaban radio y había un ritual cuatro días a la semana, cuando la emisora UIS estéreo dedicaba un espacio para transmitir los mensajes que les enviaban sus familiares.

Celebraban los cumpleaños con lo que pudiera traerles la guerrilla y a veces hubo tortas del mundo civilizado, como cuando él cumplió 47 años. La Navidad fue a otro precio, pues a comienzos de diciembre escasearon los alimentos. El cerco del Ejército, que controlaba el movimiento de provisiones en la zona, los dejó varios días con unas raciones casi miserables. El arroz, el atún y las salchichas, que constituían el fuerte de la alimentación, fueron desapareciendo del cambuche destinado al rancho. Fueron semanas de hambruna, apenas soportables por la esperanza y los falsos rumores de que serían liberados el 24. Pero ese no fue el regalo de Navidad: tuvieron que conformarse con el regreso de los víveres y unas pocas botellas de brandy para destapar en Nochebuena.

Uriel Velasco recogió todas las vivencias de este año triste y eterno en cuadernos que escribió a manera de diario. Pensaba convertir sus apuntes en un libro que relatara sus desafortunadas aventuras en cautiverio pero los tres tomos que alcanzó a completar le fueron decomisados poco antes de la liberación. El piloto confía en que la guerrilla cumpla su palabra de devolvérselos después de que los revisen y confirmen que en ellos no hay mensajes cifrados sino ´pura lírica´. Lírica como la que empleaba para describir esas noches fantásticas de luna llena, que jamás pudo disfrutar a plenitud sencillamente porque estaba allí contra su voluntad... aunque estuviera en uno de los lugares más hermosos que ha visto en su vida.