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Jonathan Levi nació en 1955 en Nueva York. Cortesía Rey Naranjo.

Adelanto

'Septimania', una novela de Jonathan Levi

Hoy, 1 de febrero, se lanza en Santo & Seña, librería de Rey Naranjo en Bogotá, la primera obra de Levi traducida al español. 'Septimania' es una historia de amor y ciencia alrededor del destino de un reino otorgado a los judíos por Carlomagno.

Revistaarcadia.com
1 de febrero de 2018

Parte I

Confortadme con manzanas, porque estoy enferma de amor.

-Cantar de los Cantares

1/0

3 de septiembre de 1666

Un jardín. Un árbol. Dos espaldas contra el tronco, dos nalgas sobre el césped, dos bocas compartiendo una pipa después de la cena.

Arde Londres. La peste cabalga sobre las llamas y el humo y el sol de comienzos de septiembre irradia muerte hacia el norte, hacia Cambridge. Desde su rigidez de piedra, Enrique VIII monta guardia sobre el silencioso Patio Principal de Trinity College, las clases suspendidas hasta nueva orden. Más al norte, en el jardín de la señora Hannah Newton Smith, uno de aquellos estudiantes en asueto forzado, su hijo, un peculiar y erudito joven, está allí sentado con un amigo. Ese amigo soy yo, un extranjero —algunos rasgos no pueden soslayarse—. Pero un extranjero a quien no se le ocurre una mejor manera de sobrellevar el cierre de la universidad que compartiendo una pipa y un árbol con el amigo Isaac.

—Fui un hijo póstumo —dice Isaac soltando una bocanada, dejando que el humo se mezcle como té oriental con los gránulos de la luz solar, y me extiende la pipa—. No tuve el gusto de conocer a mi padre, ni él tuvo el gusto de conocerme a mí. Nací la mañana de Navidad, tan pequeño, me dijeron, que cabría en un vaso de cerveza, y tan debilucho que cuando dos mujeres fueron enviadas a casa de Lady Pakenham en North Witham a traer fortalecedores herbales para mi agónico espíritu, se sentaron a descansar en unos escalones por el camino, seguras de que no tenía caso apurarse pues yo estaría muerto antes de que regresaran.

—Eso explicaría tu apetito insaciable —mientras le retiro la pipa.

—Y sin embargo —Isaac se queda mirando el humo que asciende hacia lo alto del árbol entre frisados y florituras—, estoy persuadido de que, a pesar de la acrimonia de mi madre, tuve que tener, en un momento dado, un padre.

—¿Y un Espíritu Santo?

—A la mierda con la Trinidad —Isaac me retira la pipa y le da una calada.

—¿La de Trinity College? —le pregunto— ¿o el concepto?

—Padre, Hijo, Espíritu Santo… para un huérfano como yo, no existe más que un solo Padre, un Dios, y todo lo que sabemos, todo lo que somos, irradia a partir de esa Unidad igual que los rayos del Sol. Supongo que de corazón —sonríe con una sonrisa que a esta hora del atardecer me infunde valor—, debo ser judío.

—No es el corazón lo que interesa a este judío — devuelvo su sonrisa, mirando de reojo su entrepierna.

—Un verdadero cristiano, como un verdadero judío, cree en el Dios único.

—¿El Dios de Abraham?

—E Isaac.

—Ahí ya tenemos dos dioses —digo entre risas—. Olvídate de tus Trinitarios. Te Sorprendería saber cuántos de mis hermanos circuncidados son Cuatenarios.

—¿Cuaternarios?

—Gente que cree, abiertamente, en cuatro deidades. ¡Algunos estudiosos de la Cábala incluso tienen la hipótesis de que existen siete dioses!

—¡Herejía!

—Septimaniacos —le digo—. Septimaniacos, con un dios para cada uno de los siete cielos, para cada día de la semana, para cada dirección del espacio, cada planeta, cada pléyade, cada color, cada virtud...

—Y cada pecado capital —agrega Isaac. Una manzana se desprende del árbol y aterriza entre mis piernas.

—Dale un mordisco —se la ofrezco sin moverme.

—Primero tú —replica Isaac—. Son muchas las manzanas.

—Precisamente —le digo—. Bienvenido a Septimania.

1/1

Un rayo de luz.

Louiza.

La cabeza dorada de Louiza doblando la esquina del salón de té Orchard Tea Garden, el mentón pálido de Louiza alzándose en dirección del viento, decidiendo una dirección, advirtiendo el aire sorprendentemente apacible de mediados de marzo de 1978. Louiza cruzando Cambridge Road, los codos pegados al cuerpo, su espalda ofreciendo un cauce marmóreo para los tirantes descoloridos de su vestido floreado. Louiza, con sus dedos mordisqueados levantando el pestillo de la puerta del camposanto, las pantorrillas de Louiza, de tono frambuesa, perdiéndose de vista.

Malory.

Malory el del atuendo de pana. Malory el de bota de campana. Malory con cabello a lo Beatle.

Malory en lo alto del campanario de la iglesia de Saint George, en la abadía Whistler. El dubitativo Malory con su metro sesenta y siete de estatura encaramado en la punta de sus botas sobre una pila de himnarios abandonados, con su Manual de Órganos en una mano y su aliento en la otra.

Mirando.

Malory buscando el demonio que estaba estrangulando el órgano de la iglesia, dejándolo desafinado y a él sin almuerzo. Malory subiendo por el campanario, mirando a través de los listones a una joven que nunca había visto, de cuya existencia no había sospechado.

Louiza buscando el retrete, pero atraída hasta el otro lado de la calle, hacia una iglesia y una escalera.

—¡Hola allá arriba! —Louiza.

—¿Sí? —la voz de Malory con el registro agudo de un cromorno.

—¿Puedo subir?

Louiza y Malory.

Encontraron refugio a su azoramiento en la visión de aquel fuego jaspeado a través de las ventanas del salón de té Orchard. Luego, del otro lado del campanario, el espectro del agostado árbol de tejo —plantado cuatro mil años atrás, aseguraba el vicario, dos veces más antiguo que Nuestro Señor— en cuyo tronco hueco Malory había enseñado a los mocosos más jóvenes de la parroquia himnos elementales. Malory le indicó a Louiza el extremo norte de la abadía Whistler y, en la distancia, los caseríos de Rankwater y Silt, recuperados de la ciénaga, que ahora comenzaba a descongelarse con el sol de principios de primavera. Malory se esforzaba denodadamente para no ser pillado mientras examinaba la corona de luz solar alrededor del mentón de Louiza, la nevisca de pelillos dorados que suavizaba los bordes de sus orejas, la manera en que su nariz, al seguir la dirección del dedo de Malory hacia alguna lejana iglesia normanda, apuntaba hacia un delgado labio superior y un mentón que se proyectaba un poco más de lo que los cánones de belleza clásica habrían recomendado. Malory forcejeaba con la atracción magnética del seno izquierdo de Louiza, su silueta refractada por el prisma de su vestido de algodón, su parábola firme con la rebeldía de la juventud, negándose a aceptar la fuerza de la gravedad y elevando el pezón hacia un asombroso y esperanzador cenit. Pero por encima de todo, Malory pugnó por proyectar inteligencia, consciente de que mientras más le hablaba a esta joven sobre la historia de Cambridgeshire y el drenaje de los pantanos, más desafinada se escuchaba su propia voz.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —Louiza desvió la mirada del paisaje y se concentró plenamente en el rostro de Malory. Durante un momento, sus ojos trajeron a la torre el azul de la tarde con una fuerza que Malory nunca creyó posible, al menos no dentro del universo de la física newtoniana, el cual era, después de todo, su universo. El poder de los ojos de Louiza, la unidad de su atención, tan desprovista de color y tan llena de esperanza, convencieron a Malory de lo que ya había decidido. Louiza era la chica más hermosa que había visto en la vida, o al menos, la más hermosa que alguna vez había visto de tan cerca. Y ese descubrimiento lo volvió incapaz de decir otra cosa que...

—¿Sí?

—¿Qué estás haciendo aquí arriba?

Malory le contó a Louiza cómo había venido en bicicleta desde Cambridge y cómo había llegado a la iglesia de Saint George justo después de las ocho de la mañana, con la intención de afinar el órgano y regresar al salón de té de la biblioteca de la universidad, a tiempo para probar los primeros bizcochos del día. Era el organista asistente de Trinity, masculló, sin entrar en muchos detalles acerca de los fríos maitines y las inconvenientes vísperas en las que tenía que tocar, ni los acrobáticos ensayos cada vez que el Coro de Trinity decidía estrenar alguna optimista composición de su director.

Afinar el órgano del siglo XIX de la iglesia de Saint George era un acuerdo privado, un trabajo que normalmente le tomaba apenas una hora. Pero esa mañana después de quince minutos intentando afinar el órgano, Malory encontró que había una avería en el re sostenido en los tubos. Deslizó la lengüeta un cuarto de pulgada y logró afinar el tubo, pero descubrió enseguida que el problema había migrado al sol sostenido. Afinar el sol sostenido solo logró extender la anomalía a otros dos tubos. A veces se trataba de una alteración en el tono, y otras veces el sonido quedaba totalmente estrangulado. Llevaba toda la mañana buscando el bloqueo, desde los tubos hasta las perillas, desde los fuelles hasta el tablero. Los tubos estaban a solo cuatro metros y medio de las piedras que formaban el suelo de la nave y se podían examinar fácilmente utilizando una escalera de tijera que el sacristán guardaba junto con el trapero y el balde detrás del arca en la Capilla de Nuestra Señora. Pero mientras los bizcochos perdían terreno frente al almuerzo, Malory seguía sin salir de la iglesia, pues el demonio del órgano seguía eludiéndolo.

Ya eran más de las tres de la tarde cuando Malory se trepó desde el presbiterio, empleando una escalinata que estaba detrás de los tubos y luego una escalera vertical —cincuenta y dos travesaños, según le dijo a Louiza, mientras ella se enrollaba un mechón de cabello alrededor de una oreja del color del trigo—, hasta alcanzar el campanario. No estaba seguro de lo que encontraría allá arriba entre las telarañas y el guano. No existía una conexión clara con el órgano seis metros más abajo. Ciertamente los fuelles tomaban el aire de allá arriba a través de los cuatro conjuntos de tablillas recortadas que formaban el techo inclinado de la torre, aunque uno podría decir que tomaba el aire de todas partes. Necesitaba un cambio de escenario, pero no estaba preparado para irse de Saint George sin haber matado al dragón. Tal vez si no tocaba el órgano, el demonio no aparecería.

—Es como el gato de Schrödinger —dijo Malory.

—No conozco ese señor. —Louiza bajó la cabeza, dejando caer un mechón dorado sobre sus ojos, en un gesto de turbación que Malory lamentó de inmediato.

—No, no. Schrödinger era un físico, alemán, por allá en los veintes, que trató de describir por qué era, bueno, pues, tan difícil investigar cosas. De qué manera al mirar se alteraba lo que uno estaba buscando. —Malory estaba tan nervioso tratando de dar una explicación que apenas podía mirar a Louiza—. Schrödinger planteó un problema: un gato está en una caja, junto con una botella de gas venenoso y un pequeño trozo de uranio. El uranio emite partículas radioactivas al azar, como una máquina de palomitas de maíz en el Festival de Strawberry Fair. Nunca podemos saber en qué momento saldrá volando una partícula, o qué dirección tomará. Pero cuando haya recibido el impacto de suficientes partículas de uranio, la botella de gas venenoso explotará.

—¿Y qué pasará entonces? —preguntó Louiza.

—El gato morirá —dijo Malory—. Sin dolor —agregó, aunque se alegró de ver que Louiza estaba más interesada en el problema intelectual que en la sensibilidad felina—. Así que hacemos nuestro experimento: ponemos el gato en la caja, con el gas y el uranio, y la sellamos bien y dejamos correr el tiempo. Después de un minuto o un poco más, preguntamos: ¿el gato está muerto o vivo?

—Sí —dijo Louiza.

—¡Sí! —celebró Malory—. Esa es la respuesta de la física antigua. Sí, la física antigua habría dicho que el gato estaba o muerto o vivo.

—Mmmm —dijo Louiza.

¿Mmmm? ¿Acaso Louiza se estaba burlando de él, o ya conocía el chiste, o simplemente estaba aburrida y él la estaba perdiendo?

—La nueva física —siguió diciendo Malory—, la mecánica cuántica, dice que, hasta el momento en que abrimos la caja, el gato posiblemente está muerto y posiblemente está vivo.

—¿O mordisqueando una palomita de maíz en Strawberry Fair? —Louiza sonrió y Malory sintió que los tubos de su pecho se elevaban medio tono.

—Cualquier cosa es posible —murmuró Malory— hasta que miremos.

—¿Y después? —preguntó Louiza.

—¿Qué quieres decir? —Malory no había contado con que le hicieran preguntas, solo esperaba despertar un poco de simpatía por un afinador de órganos que se había quedado sin bizcochos por buscar un gato muerto.

—Después de que se abre la caja —dijo Louiza, con la simplicidad de Pandora—, cuando miramos dentro, ¿todavía es posible cualquier cosa?

—Bueno —dijo Malory—, algunos físicos creen que hay dos mundos que existen al tiempo después de abrir la caja. En un mundo está el gato que vemos, en el otro, el gato que no vemos. En un mundo, el gato es pasto de los gusanos. En el otro, está ávido de cazar ratones. El único problema es que ninguno de los dos mundos sabe acerca del otro. El Félix vivo no sabe que el Félix muerto existe. Pero los dos existen.

—¡Ah! —dijo Louiza y aplaudió—. Esa era mi esperanza.

—¿De veras? —preguntó Malory complacido, aunque turbado por su capacidad de provocar tanta dicha en este ángel.

—¡Sí! —dijo Louiza, saltando hacia la viga más alta del campanario—. Verás, de ahí es de donde yo vengo, de un mundo de gatos muertos a medias.

*La novela fue traducida por Juan Fernando Merino.

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