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Nunca quiso ser abogado. Su plan A, ser rockero; su plan B, escribir sobre música. Este último camino lo fue llevando al lugar que hoy ocupa. Foto: Marco Bergamaschi

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Soñaba con ser estrella de rock, le basta con ser un fenómeno literario

Su saga sobre los Médici ha vendido más de 60.000 copias en Colombia, donde ahora presenta ‘Casanova. La sonata de los corazones rotos’. ARCADIA recupera una conversación con Matteo Strukul, una figura de la novela histórica, y suma un aparte de este nuevo trabajo.

Alejandro Pérez
13 de marzo de 2020

Esta entrevista se realizó en el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBo), 2019. 

Su camino a la literatura tiene sus particularidades, cuéntenos cómo llegó al punto en el que está hoy...

Cuando era un niño, soñaba con ser una estrella de rock (inspirado por los Stones, Led Zeppelin, Humble Pie y otros). Entre mis 20 y mis 23, tuve una banda; tocábamos rock, yo cantaba y tocaba el arpa, y mi hermano hacía las guitarras. En medio de esto, estudiaba Derecho, y me gradué, y fui por un doctorado. Logré mucho como abogado, pero no me gustaba la idea de tomar ese camino.

Ahora, mi ‘plan B‘, si la carrera de estrella de rock no funcionaba, que fue el caso, era ser novelista, o, al menos, un escritor de tiempo completo. Este, claro, no fue un camino simple. Comencé haciendo reseñas de discos, de bandas de rock, y con estas y unas entrevistas me hice popular. Y desde ese punto comencé a proyectarme más allá. Escribí dos libros de no ficción sobre cantautores italianos, Massimo Priviero y Massimo Bubola. Este último escribió muchos éxitos de Fabrizio De André (muy popular en Europa).

Luego de esto, trabajé como un agente de prensa para una casa editorial independiente y chica. Y fue trabajo duro. Trabajas para gente que, a veces, es maravillosa, y a veces no lo es tanto. Es como trabajar con bebés, especialmente si son escritores extranjeros, y te necesitan pues no conocen el país. Ahora es gracioso pensarlo, desde el otro lado.

Gracias a ese trabajo entablé relaciones y amistades con autores de ficción y crimen muy buenos, estadounidenses, como Joe R. Lansdale y Don Winslow. Por ellos empecé a escribir mi primera novela, ‘The Ballad of Mila‘. Se trataba de algo muy estilo ‘Pulp Fiction‘. Random House la tradujo y distribuyó en inglés. Le fue bien; el personaje era muy interesante, una mujer asesina, muy en línea con ‘Kill Bill‘, o La Femme Nikita de Besson, o de la película Colombiana, protagonizada por Zoe Saldana. Una asesina con dreadlocks que va impartiendo justicia a quien la merece. Y, como le fue bien, me pidieron otros dos libros. Terminó siendo una trilogía.

También hicimos una mini serie de cómics escrita por mí e ilustrada por Alessandro Ricci, conocido por sus colaboraciones con Marvel. Así, paso a paso, fui ganando reconocimiento y mi casa editorial también mi reputación creció. En ese punto, una casa editorial alemana (sí, curiosamente) se interesó mucho en Los Médici, y le dio alas a ese proyecto.

Y con ese proyecto, llega el boom que lo da a conocer mundialmente...

En 2016, con los Medici, fue todo un evento. Se planeó como trilogía, y su éxito llevó a que me pidieran un cuarto libro. Después de ese punto, dije "suficiente, estoy exhausto". Fue genial igual, se tradujo en algo así como 17 idiomas...

¿Es puramente histórica?

Lo es, pero la historia es una bestia extraña. Tiene tantos matices pulp, oscuros. Hay secuencias enteras, muy oscuras y sangrientas, llenas de acción. Hay duelos, retos de varios, tipos, sexo, de todo. Es parte de por qué escribí sobre ellos. Una casa editorial italiana, Newton Compton, hizo un gran trabajo en mover el trabajo, y vendió 100.000 copias en tres semanas. Trabajaron un montón en promoción. Además, corrimos con la suerte de que, al tiempo, se transmitía la serie de televisión Los Médici. Luego, mi agente, en este proyecto, se movió por el resto del mundo. Vinieron Turquía, España, el mundo...

¿Qué tanto le cambió la vida?

Muchísimo. Por ejemplo, llegué a Bogotá de noche, a la 1 de la mañana estaba en la cama. Luego, la organización y mi agente de prensa me dicen que a las 8:45 de la mañana hay compromisos de prensa y debo estar listo. Y si bien es genial, es también agotador. Y aquí estamos ahora, hablando. Y pensar que por mis libros me han invitado a Colombia, me parece maravilloso. Si alguien me lo hubiera dicho en el pasado, le hubiera dicho "deja de joder". 

También sucede que quisieras tener un rato para ti, para luchar contra el ‘jetlag‘ de 7 horas y todo esto. Y a veces, por eso, no soy la mejor persona, la más amable, pero es genial vivir esto de todas formas.

Cuando tiene tiempo para usted, ¿a qué recurre?

En mis libros estoy yo también. Mi pasión es mi trabajo. En 2016 me consideré por primera vez un escritor de tiempo completo, y es increíble.

¿Qué viene ahora?

He escrito una novela sobre Giacomo Casanova, que se desarrolla en Venecia, en los 1700. Es una historia asombrosa. También he escrito sobre Miguel Ángel (Michelangelo Buonarroti), sobre la Capilla sixtina y muchos detalles más. También sé que Ediciones B compró ambas y llegarán aquí…

*

En efecto, ya está disponible en Colombia ‘Casanova. La sonata de los corazones rotos’, novela de la que ARCADIA comparte el vibrante fragmento inicial.

*

PRIMERA PARTE

EL AMOR (junio-julio de 1755)

1

El juego del ahorcado

El león alado en un extremo. San Teodoro en el otro. 

La muchedumbre gritó furibunda. Una marea creciente y exacerbada de rabia, compuesta de rostros sucios y miserables, caras deformadas por las muecas y las risas de burla, ojos perfilados y narices empolvadas. Comerciantes, caldereros, posaderos y perfumistas, sirvientes y camareros, putas, ricos señores y damas de rostro candoroso, por no mencionar a mendigos, carniceros e incluso niños: todos iguales, por una vez; todos preparados para no perderse ni un instante del tétrico e irresistible espectáculo. 

El condenado se hallaba ante ellos, de pie en la tarima. Alguno levantó los puños hacia el cielo; algún otro clamó su propio disgusto. 

Blancas bandadas de gaviotas gritaban sus intrincadas letanías por encima de la horca. Anticipaban ya el sabor de la comida, el absoluto gozo de aquello en lo que se convertiría ese hombre: basura y mierda.

El condenado tenía los ojos muy abiertos: las lágrimas le recorrían las mejillas y le impregnaban la cara mugrienta de mocos y barro. A su espalda, las góndolas ejecutaban una danza macabra en la laguna de San Marcos; a su derecha, más allá del gentío vociferante, se alzaban las arcadas blancas del Palacio Ducal. 

El sol de primavera se meció distraídamente, virando a naranja, para luego sumergirse en el lago, incendiándolo como ámbar líquido. El condenado desvió la vista a un lado. En una mesa baja vio el recipiente de hierro que contenía las tenazas marrones, goteando sangre. En un charco rojo afloraban unos dientes. 

Los suyos. 

Habría querido escupir, pero la boca permanecía sellada en una suave esfera de carne mientras la lengua recorría, desesperada, los huecos que habían dejado las piezas arrancadas. 

El miedo le devoraba el alma. Deseaba gritar, pero hacía rato que le faltaba el aire. En su lugar, una piedra oscura le cortaba la respiración. El muñón palpitaba rabioso. El dolor irradiaba en oleadas que le desgarraban la carne como arpones: desde la muñeca hasta el hombro, y después al resto del cuerpo. 

Cuando le cercenaron la mano, un barbero junto con unos policías le habían taponado lo que le quedaba de brazo con una vaina hecha de cerdo para impedir que muriera desangrado. 

No de inmediato, por lo menos. 

La soga ya le tiraba sobre la nuca, impaciente, y parecía recordarle lo que vendría a continuación. Vio a los inquisidores generales observarlo en silencio desde el palco recubierto de negro: los labios sellados, los ojos como hendiduras similares a heridas de cuchillo. 

Lo miraban con reprobación, como pájaros de mal agüero. 

Antorchas, braseros y cabos de velas lamían con lenguas escarlata el aire que iba oscureciéndose bajo el cobre del atardecer. 

El inquisidor rojo bajó la cabeza en señal de asentimiento. Alzó la mano. 

El verdugo procedió a empujar la barra de madera. La muchedumbre bramó de júbilo. 

El condenado oyó el siniestro chirrido de los dientes del engranaje, marcando los momentos de su muerte. 

La cuerda se tensó. El condenado perdió el soporte. 

El nudo le cortó el aliento. Las piernas patalearon en el vacío. Mientras ante sus ojos el mundo se deformaba en un carnaval de muerte, se llevó la única mano a la cuerda.

Emitió un grito sordo. Vio el muñón en la funda de cerdo agitarse en el aire, ajeno a él. 

Elevándose, izado por la soga, todo su cuerpo se agitaba desesperadamente intentando volver a poner los pies en el suelo. 

Las puntas de sus botas danzaron en el aire. Los últimos espasmos lo hicieron temblar. 

Notó el olor podrido de la laguna, que le subía por última vez por la garganta, pero ya era demasiado tarde. Venecia acababa de arrancarle la vida y ahora estaba allí, como la puta que era, viéndolo agonizar, succionándole los últimos suspiros de vida. 

Hasta que quedó tieso, inmóvil, con los ojos ya vítreos. Ahorcado. 

En la plazuela de San Marcos. 

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