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David Petraeus era el modelo de una casta de soldados intelectuales, formados en las mejores universidades y en los campos de entrenamientos más duros. Un lío de faldas acabó con una carrera de 37 años. | Foto: AP

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David Petraeus: el general melocotón

Amor, uniformes, poder y lujuria. Así cayó el director de la CIA David Petraeus, uno de los militares más admirados de su generación.

17 de noviembre de 2012

David Petraeus llevaba meses esperando el 7 de noviembre. Al fin y al cabo, no se cumplen 60 años todos los días. Pero los planes no salieron como esperaba y no hubo ponqué, ni regalos, ni brindis con la familia. Esa noche el director de la CIA no estaba para celebrar. Escribía una carta para ofrecerle su renuncia al presidente Barack Obama por su “comportamiento inaceptable tanto como esposo, como líder de una organización”. Un lío de faldas había logrado cumplir el sueño de Al-Qaeda, Irán y Corea del Norte: tumbar al primer espía del país.

Petraeus no solía ser el tipo de persona que comete errores. Intelectual y guerrero, se graduó de la academia de West Point, es doctor en Relaciones Internacionales de la Universidad de Princenton, hizo cursos de paracaidista y de Ranger, la élite del Ejército. En 1974 se casó con Holly, bisnieta, nieta e hija de oficiales. Tuvieron un hijo que nació con el fusil al hombro y que sirvió en Afganistán.

En 2006 Petraeus le dio un vuelco a su carrera al reescribir el Manual de Contrainsurgencia del Ejército. Su táctica era proteger a los civiles, acercarse a las tropas y aumentar el pie de fuerza. El presidente George W. Bush le hizo caso y así volteó en Irak una situación prometida al desastre y preparó el retiro definitivo. En 2008 lo recompensaron con el mando del Comando Central y en 2010 fue llamado a rescatar Afganistán.

Nada parecía amenazar su fama, cultivada gracias a sus excelentes relaciones con periodistas y congresistas. En 2011 Petraeus se despidió del Ejército como un héroe, un general que salvó dos guerras perdidas, un ícono de liderazgo. Pasó a encabezar la CIA y los medios no dudaron en calificarlo como el militar más trascendental de su generación.

De puertas abiertas

Aunque él no lo sabía, la sombra de la lujuria se cernía sobre la estrella de Petraeus. En la primavera de 2006 fue a la Universidad de Harvard a hablar de su experiencia en Irak. En el público lo escuchaba con fervor Paula Broadwell, una mujer brillante, graduada también de West Point, con doctorados en Harvard y el King’s College de Londres, deportista, oficial de la reserva del Ejército, casada y madre de dos hijos.

Sin temor, Paula Broadwell abordó al general Petraeus al final de la conferencia. Le dijo que escribía una tesis sobre liderazgo y quería entrevistarlo. Le dio en el clavo. Hasta los generales blindados de medallas tienen un punto débil. Y Petraeus adoraba que hablaran de él. En 2010 el militar se llevó a Broadwell a Afganistán y se volvió su mentor. Por cerca de un año se vieron casi todos los días. Salían a trotar en las mañanas ocho kilómetros, conversaban largas horas y no había quien los separara. Como ella misma escribió, “aproveché al máximo su política de puertas abiertas”. Tal vez demasiado.

Todos concuerdan con que Broadwell estaba loca por Petraeus. Lo apodaba “Dave el peligroso” y “Melocotón”. Su investigación se volvió la biografía All In: the education of general Petraeus, una verdadera mina de información con cientos de entrevistas pero que recibió un aguacero de críticas por endiosar al militar. Para Jon Stewart, el periodista satírico del Daily Show, el libro se resumía a definir si Petraeus “es asombroso o increíblemente asombroso”. Broadwell aclaró que “no se trata de una hagiografía, no estoy enamorada de él, pero es un modelo increíble para la juventud, para los ejecutivos, para los hombres y las mujeres”.

En mayo de este año la brillante doctora Broadwell cayó por su flanco más humano: los celos. Le mandó desde cuatro cuentas electrónicas distintas mensajes anónimos a Jill Kelley, una voluptuosa ama de casa de 37 años, con dos hijos y casada con un distinguido cirujano. En los correo la acusaba de acariciar a Petraeus por debajo de la mesa, la llamó “seductora” y le advirtió: “¿Quién te crees? Desfilas cerca de las bases, tómate un respiro”.

Mi querida Jill

Kelley es una relacionista profesional. Vive desde hace unos años en Tampa, Florida, y no había reunión, cóctel o fiesta de alta sociedad a la que ella no asistiera. En la ciudad también quedan el Comando Central y el Comando de Operaciones Especiales. Los generales ahí son semidioses, celebridades poderosas y aduladas. Los esposos Kelley con frecuencia los invitaban a homenajes, veladas de caridad y comilonas con caviar, champaña y habanos.

A pesar de tener varias demandas por deudas, para Jill Kelley no había límites para complacer a los uniformados. Así se volvió el puente entre la comunidad y los militares. “Ella le decía a las mujeres de los generales dónde cortarse el pelo, dónde comprar un buen postre. Siempre buscaba los de más alto grado. Mientras más arriba estés en la cadena alimentaria, más favores la gente te quiere dar”, recordó Aaron Fodiman del Tampa Bay Magazine.

Cuando Jill recibió las amenazas contactó a Frederick Humphries, un viejo amigo del FBI. El agente le entregó la denuncia al departamento de crímenes electrónicos, a los que no les pareció gran cosa. Pero Humphries presionó para que se investigara a fondo. Sin dificultad los detectives remontaron hasta Paula Broadwell. Descubrieron que desde sus cuentas no solo intimidaba a Kelley, sino que también tenía información precisa sobre los movimientos de Petraeus. Pero no estaba espiándolo, le seguía la pista al general porque eran amantes y cuadraban sus citas por internet.

Ambos compartían sus correos electrónicos y guardaban sus mensajes ardientes en la carpeta borrador, en un intento por no dejar rastros. Aunque el FBI llegó a pensar que alguien había pirateado la cuenta del director de la CIA, las dudas se despejaron después de que lo interrogaran a él y a su enamorada. Ambos aceptaron el affaire. No habían violado ninguna ley y la cosa se hubiera quedado ahí sino fuera por la obsesión del agente Humphries. Aunque insiste que Jill y él son solo amigos, le mandó fotos de sus pectorales y abdominales.

Por eso lo apartaron de la investigación, pero se enteró de los detalles y pensó que iban a enterrar el escándalo por razones políticas. Le filtró los resultados a varios congresistas republicanos, que en vez de publicarlos en medio de la campaña presidencial, contactaron al director del FBI Robert Mueller. Este le contó todo a James Clapper, el director nacional de Inteligencia, quien supervisa las 16 agencias secretas del país. Clapper llamó a Petraeus y le dijo que tenía que renunciar, pues lo podían chantajear y la seguridad nacional estaba en riesgo.

La suerte de Petraeus estaba echada. Pero en su caída salpicó al general John Allen, quién lo reemplazó en Afganistán. El FBI descubrió que había intercambiado miles de mensajes con Jill Kelley, el ama de casa de Tampa. Los investigadores, en su lenguaje puritano y timorato, describieron que encontraron un comportamiento “potencialmente inapropiado”. El general le decía a Jill “querida”, “cariño” y “encanto”. No era una relación profesional. Allen estaba a pocos días de ser nombrado comandante de la Otan y jefe del ejército estadounidense en Europa. Todo un honor.

El problema ahora es que el lío de faldas les puede costar a los dos oficiales más que sus carreras. En el ejército el adulterio es cosa seria y puede llevar a una corte marcial y a una destitución fulminante. Pero aún peor, si encuentran material clasificado en manos de Kelley y Broadwell, los dos donjuanes podrían ser investigados.

Pero en este pentágono amoroso, aún hay muchas preguntas sin respuestas, que hacen las delicias de los teóricos del complot. ¿Cómo explicar que el FBI investigó al director de la CIA y que el presidente Barack Obama fuera el último en enterarse? ¿Porqué el escándalo se hizo público un día después de las elecciones si la investigación empezó en mayo? ¿Obama usó el affaire para deshacerse de Petraeus?

Después de servir en Afganistán le pidió al presidente que lo nombrara comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Obama le dijo que no y llegaron a un acuerdo para que dirigiera la CIA. Una manera de atajar sus ambiciones presidenciales y su cercanía con el partido republicano. En las últimas semanas, después de que extremistas islamistas mataron el 11 de septiembre pasado en Libia al embajador Chris Stevens, la CIA y la Casa Blanca se lanzaban el agua sucia. Y se supone que en unos días Petraeus se iba a presentar frente a una comisión del Senado para justificar porqué no protegió al diplomático. Pero eso tal vez ya no le importe. Le va a costar más explicarle a su familia cómo pasó de ser un héroe moderno a la cara de uno de los escándalos más vergonzosos de los últimos tiempos.

“Soy general, hago lo que quiero”
 

Allen y Petraeus no son los únicos que están en aprietos. En las últimas semanas varios altos oficiales han sido destituidos por incompetencia, fraude y abusos sexuales.

 

El brigadier general Jeffrey Sinclair, excomandante de una división aerotransportada en Afganistán se enfrenta a un posible juicio por adulterio, conducta sexual inapropiada y sodomía forzada con cinco mujeres distintas. Según la acusación, Sinclair dijo que “soy general, hago lo que quiero”.


En junio el coronel James Johnson, excomandante de división, fue excluido del Ejército, degradado y multado después de que lo encontraran culpable de bigamia y fraude por una “relación impropia” con una mujer iraquí. Tiene que reembolsar 300.000 dólares o enfrentar cinco años de cárcel.


El martes pasado el general William ‘Kip’ Ward, comandante del ejército en África, fue condenado a reembolsar miles de dólares que usó en viajes lujosos con su mujer. Le quitaron una estrella, se va a jubilar con una pensión menor y le debe al Pentágono (foto) 82.000 dólares.


Desde hace varios meses el teniente general Patrick O’Reilly, jefe de la Agencia Balística de Defensa, está investigado por maltratar a sus subalternos. Según testimonios, mandaba con la delicadeza de un lanzallamas, los llamaba “malditos idiotas” y los amenazaba con ahorcarlos con sus propias manos.