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Desde finales de noviembre migrantes de la caravana intentan trepar o derribar la frontera entre México y Estados Unidos en el cruce de El Chaparral, en Tijuana. Lo hacen para evitar quedarse en México mientras procesan sus solicitudes de asilo. | Foto: Afp

TRAGEDIA

¿De qué flagelos huyen los migrantes que van a Estados Unidos?

Detrás de los miles de migrantes que atravesaron Centroamérica a pie para pedir asilo en Estados Unidos, hay una historia de violencia y hambre. ¿Qué sucede en sus países de origen para que se arriesguen a todo para salir de allí?

7 de diciembre de 2018

En su ensayo Los niños perdidos, la escritora mexicana Valeria Luiselli recuerda un artículo de 2014 en el que el diario The New York Times planteaba una serie de preguntas y respuestas inquietantes. ¿De dónde llegan los niños migrantes?, se preguntaba el diario, y a renglón seguido contestaba: “Más de tres cuartas partes de los niños vienen de pueblos en su mayoría pobres y violentos de tres países: El Salvador, Guatemala y Honduras”. Cuatro años después esa realidad no cambia, de hecho, se agudiza con las llamadas ‘caravanas’ migratorias que buscan llegar a Estados Unidos.

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A diferencia de grandes migraciones previas organizadas en México, la última de ellas surgió a mediados de octubre en Honduras con unas 160 personas que salieron de la ciudad de San Pedro Sula. Hombres y mujeres jóvenes, algunos con niños en sus brazos, iniciaron el periplo para escapar a la violencia, la pobreza y la corrupción que afecta gravemente a Centroamérica. En el camino se sumaron otros migrantes en su mayoría guatemaltecos y salvadoreños. Cuando la caravana llegó a México, las autoridades de ese país cifraban en cerca de 7.000 las personas que buscaban llegar a Tijuana.

Cientos de familias centroamericanas huyen de la violencia, la falta de oportunidades económicas y hasta de los efectos del cambio climático. Los habitantes de Honduras, Guatemala y El Salvador sufren directamente las consecuencias.

Quienes se encuentran ahora en esa ciudad caminaron más de 4.000 kilómetros, lo mismo que ir desde París hasta Siria o Israel, o que cruzar Estados Unidos de costa a costa de Nueva York a San Francisco. En Tijuana el grupo se dispersó y las autoridades mexicanas desconocen el paradero de la mitad de las más de 6.000 personas que llegaron en las últimas semanas. Solo 400 personas aceptaron retornar a sus países bajo el amparo de un operativo de la ONU. Sin embargo, la mayoría no entiende esa decisión teniendo en cuenta que los migrantes dicen escapar de las amenazas y las extorsiones provenientes de bandas criminales. De hecho, muchos viajan con sus hijos porque no quieren ver cómo las pandillas los reclutan.

La tierra es de todos. Muchos ya murieron”, dice un mensaje en una escuela de San Pedro Sula en Honduras, uno de tantos barrios donde delincuentes de pandillas como la Mara Salvatrucha (MS-13) y la Barrio 18 pelean a diario por controlar el territorio. Honduras tiene una población de 9 millones de habitantes y cerca del 1 por ciento, es decir, 9 personas de cada 100, están relacionadas con los problemas sociales más enquistados: violencia de pandillas, narcotráfico y corrupción.

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De acuerdo con Small Arms Survey, un proyecto de investigación independiente del Instituto de Estudios Internacionales de Ginebra, Honduras y El Salvador están entre los cinco lugares más violentos del mundo que no son zonas de guerra, junto con Venezuela, Siria y Afganistán. Además, esa clasificación incluye a Guatemala entre los 20 más peligrosos. En esos tres países, que conforman la región del Triángulo Norte, la corrupción política y el abuso de las fuerzas de seguridad del gobierno impiden cambiar el rumbo.

El flagelo de las pandillas conocidas como las maras influye más que cualquier otro sobre las personas que deciden migrar. Estas estructuras surgieron a partir de los años ochenta, cuando regresaron desde Estados Unidos los hijos de los refugiados llegados a ese país para huir de las guerras civiles. Los jóvenes se habían criminalizado en el país del norte.

Las pandillas nacieron en Los Ángeles (Estados Unidos) en los años ochenta. La violencia que generan han disparado las olas migratorias desde hace décadas.

Al respecto, SEMANA consultó a Carlos Martínez, reportero salvadoreño perteneciente al proyecto El Faro, que lleva nueve años trabajando el tema de las pandillas en su país. Para él es difícil ver cómo los gobiernos de esas naciones han salido indemnes frente al control avasallante que estas organizaciones criminales acumularon con el tiempo. “La vida cotidiana, sobre todo la de los más pobres, está totalmente trazada por las acciones de las pandillas. Está el caso de una salvadoreña al que la MS-13 le dio 12 horas para salir de su casa o si no, la mataban”.

Como ese, Martínez ha rastreado casos que lo han llevado a concluir que esas organizaciones criminales cuentan con un acceso limitado al poder. Viven de la extorsión y el narcomenudeo con tentáculos que llegan a México, y en Estados Unidos a California, Washington y Maryland. Además, ha descubierto síntomas de connivencia entre las pandillas y las municipalidades de pequeños pueblos remotos en El Salvador. De hecho, la corrupción también afecta a los potenciales migrantes. La clase política, en ocasiones, permanece en connivencia con grupos delictivos que lideran operaciones y contribuyen a la violencia en zonas rurales. En la región la impunidad impera en delitos como la extorsión, la violación y el homicidio, lo que deja a muchos migrantes sin más remedio que huir sin esperar protección de las autoridades judiciales.

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Aunque en menor medida, el cambio climático también pone en jaque a algunas familias. Las sequías, las inundaciones y otros fenómenos devastan la economía agrícola y terminan por incrementar los indicadores de hambre y desigualdad. Este año, intensas lluvias en Honduras y Guatemala causaron inundaciones y deslizamientos de tierra que obligaron a familias ubicadas en zonas rurales a salir de sus casas.

Por último, hay un factor igualmente relevante a la violencia: la falta de oportunidades económicas. Migrar por estas razones supone un problema en el momento de llegar a la frontera porque en Estados Unidos ese motivo no califica para conseguir asilo. Eso es paradójico, ya que muchos empleadores gringos, especialmente en el sector agrícola, dependen en gran medida de la mano de obra migratoria, y esas oportunidades de empleo escasean en los países de origen de los migrantes. Los jóvenes tienen solo dos opciones, incluso antes de terminar el colegio: ingresar a las pandillas o salir del país.

El grado de cercanía de los jóvenes con el crimen varía, pero todos han sido tocados, de una forma u otra, por la mano negra de las pandillas. Como le dijo a SEMANA Juan Carlos Hidalgo, analista costarricense del Cato Institute de Washington, “el fenómeno de las maras constituye uno de los problemas sociales más complejos en el hemisferio occidental. Los gobiernos centroamericanos han intentado distintas estrategias –desde políticas de mano dura hasta negociar treguas con las pandillas– sin mayores resultados. Las pobres perspectivas de desarrollo de estos países se deben en gran medida a los altos niveles de violencia que padecen, y las maras son responsables de gran parte de esa violencia”.

Por esas razones no es descabellado decir que el fenómeno de las caravanas migratorias seguirá vivo mientras los problemas sociales y económicos de los países centroamericanos estén vigentes. Ese éxodo, que se inicia en San Pedro Sula y termina en Tijuana, queda siempre a una frontera de distancia de convertirse en sueño. Los que no renuncian a ese ideal deciden pasar por precarios túneles cavados bajo la valla, en una zona que para enero de 2019 custodiarán más de 5.000 militares estadounidenses, de acuerdo con las medidas anunciadas por el presidente Donald Trump.

Los migrantes pierden la esperanza por cuenta de personajes como el alcalde de Tijuana, Juan Manuel Gastélum, quien ha aparecido en público con un sombrero en el que se puede leer: “Haz que Tijuana sea grande otra vez”, en clara alusión a la consigna de campaña de Donald Trump. Gastélum dijo en una entrevista que no todos los que llegaban eran inmigrantes, para sugerir que algunos miembros de la caravana eran criminales. “Hay algunas personas buenas en la caravana, pero muchas son muy malas para la ciudad”. O sea que los que decidan quedarse en México tampoco la tendrán fácil.