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Los desafíos del papado

Ricardo Arias Trujillo, profesor del departamento de historia de la Universidad de los Andes, analiza las circunstancias que rodearán al papado de Benedicto XVI.

24 de abril de 2005

Los seis pontificados que _se sucedieron a lo largo del siglo XX, que desde una perspectiva histórica comienza con la Primera Guerra Mundial, tuvieron que hacer frente a los desafíos planteados por las conquistas de las sociedades modernas: justicia social, democracia, derechos humanos, promoción de la mujer, desarrollo científico, valores todos ellos que buscan dignificar la vida del hombre.

A lo largo del siglo que acaba de culminar, se aprecia una clara evolución en la actitud de los máximos jerarcas del catolicismo. Desde Benito XV (1914-22) hasta Pío XII (1939-58), la posición de Roma, en términos generales, fue ambigua, conservadora y en ocasiones reaccionaria frente a esos valores, aunque también se presentaron algunas evoluciones muy significativas. Bajo el impulso de Juan XXIII (1958-63) y luego de Pablo VI (1963-78), el concilio Vaticano II (1962-65) le permitió a la Iglesia hacer suyos muchos de los postulados que ya habían alcanzado las sociedades modernas. En ese sentido, el concilio constituye sin ninguna duda uno de los hitos más importantes en la historia reciente del catolicismo, pues por primera vez, desde la perspectiva de las directivas católicas, la "modernidad" y el "orden divino" no aparecen como antagónicos, dejan de ser incompatibles y, por lo tanto, enemigos. Sin embargo el papado de Juan Pablo II (1978-2005) dio inicio a un tercer capítulo en las relaciones entre la sociedad y el catolicismo, caracterizado nuevamente por el recelo y la desconfianza hacia el mundo moderno. Habrá que esperar para ver si el nuevo papado de Benedicto XVI confirma esta última tendencia, o si, por el contrario, reanuda con los vientos renovadores de Vaticano II. Veamos esta evolución entre la Santa Sede y la sociedad a través de algunos ejemplos.

El papado antes del concilio Vaticano II

Después de varios siglos de enfrentamiento (condena de Galileo), las relaciones entre ciencia y fe empezaron a conocer una significativa mejoría desde comienzos del siglo XX. A partir de Benito XV, Roma acepta la autonomía de los diferentes saberes e incluso reconoce la utilidad de las disciplinas humanísticas para su propia actividad _pastoral. El Index no condena ninguna obra científica en el siglo XX. Más aún, el interés y la importancia que adquiere la ciencia ante la Iglesia se manifiesta en la creación de la Academia pontifical de las ciencias, una institución que celebra los aniversarios de destacados científicos, como Newton. Sin embargo, antes del concilio el acercamiento era todavía muy limitado: la sociología, la sicología y el sicoanálisis continuaban suscitando profundas sospechas en la Iglesia.(...) Sin embargo, más allá de ciertos avances, la actitud de la Iglesia frente a la ciencia y a la comunidad científicas deja al descubierto profundas aprehensiones: si los jerarcas dan muestra de un mayor respeto por la ciencia, por otro lado exigen a los científicos prudencia, docilidad y discreción. Aún hoy en día los temores siguen bien presentes: el recelo con que el clero guarda sus archivos, vedándolos al trabajo del investigador, es un obstáculo que frena el conocimiento de las ciencias de la religión.

Frente al problema social, es cierto que la Iglesia intentó darles una respuesta a las crecientes demandas de los sectores populares apoyando los sindicatos católicos, exhortando a los patrones a ser más justos con sus empleados, insistiendo en el carácter social de la propiedad y abogando por el establecimiento de las prestaciones sociales. (...) Sin embargo esas posiciones no eran del todo claras, pues al mismo tiempo que se mostraba preocupada por la suerte de los "oprimidos", la Iglesia defendía abiertamente el statu quo; y, sobre todo, su discurso era muy moderado teniendo en cuenta la magnitud del problema: más que reformas de fondo, los llamados de Roma apuntaban al desarrollo de la caridad cristiana. En el fondo, es válido pensar que, hasta la víspera del concilio, el creciente activismo del papado frente a la "cuestión social" estaba determinado no tanto por el deseo de trasformar realmente las estructuras que originaban las injusticias, como por el temor de que los sectores populares se alejaran de la Iglesia y se fueran a buscar apoyo en los partidos y movimientos de izquierda.

A nivel político se registran avances importantes en el papado, que le permitieron a la Iglesia ver en la democracia una de las bases de la dignidad humana. Sin duda alguna, la Segunda Guerra Mundial, con las amenazas de los regímenes totalitarios, de derecha como de izquierda, llevó a los principales dirigentes del catolicismo a deshacerse de sus prejuicios en torno a la democracia. Pío XII (1939-58), consciente de que los Estados omnipotentes ahogan las libertades "más sagradas" del individuo y desprecian "la dignidad de la persona humana", promueve el Estado de derecho, respetuoso de las personas. (...)

El concilio Vaticano II (1962-65)

Juan XXIII (1958-1963) y Pablo VI (1963-78) introducen un giro fundamental en las relaciones entre el catolicismo y los valores de la modernidad. El primero de ellos, impactado durante su carrera eclesiástica por "constatar hasta qué punto la Iglesia parecía lejana a los ojos de vastos sectores del mundo contemporáneo", quiso que la Iglesia Católica diera un paso fundamental hacia una mejor comprensión del mundo moderno, política que sería retomada por su sucesor, que fue el encargado de continuar con la obra del concilio.

La adaptación al mundo moderno exige, antes que nada, un reconocimiento pleno de la pluralidad, que es una de las características de esa modernidad de la que se quiere hacer parte. Existe una gran diversidad cultural, que se refleja en la historia particular de los innumerables pueblos, en los saberes, en las corrientes políticas, en las aspiraciones sociales, e incluso en las creencias religiosas. Esa diversidad cultural no sólo va a ser objeto de un reconocimiento sino de una valoración inédita por parte de la Iglesia Católica. El pluralismo cultural deja de ser visto como una amenaza para la "sociedad cristiana" y aparece ahora como una manifestación de la riqueza de la humanidad (Lumen Gentium y Gaudium et spes, 1965). La declaración Dignitates Humanae (1965) constituye un documento fundamental, pues la libertad religiosa se convierte en un pilar imprescindible de la dignidad humana, un derecho humano que no puede ser violado bajo ninguna excusa. En realidad, Vaticano II promueve toda una serie de derechos humanos (culturales, religiosos, sociales, políticos, etc.), sin los cuales el individuo y las sociedades no pueden realizarse plenamente. (...)

Juan Pablo II y los desafíos para la Iglesia Católica en el siglo XXI

Muchos comentaristas han insistido en que el papado de Juan Pablo II se caracterizó por tener una doble faceta: en materia social y política habría sido un Papa de "avanzada", como se aprecia en su papel a favor de las libertades políticas y religiosas, así como en sus declaraciones en contra de las guerras y de los excesos del capitalismo; pero en otros los aspectos, particularmente delicados, como lo son la moral sexual y las cuestiones de familia, Wojtyla fue un fiel representante de los sectores más intransigentes y ultraconservadores de la Iglesia. Sería un error compararlo con las papas anteriores a Vaticano II, pues a pesar de compartir muchos de sus postulados en estos temas, los contextos han cambiado notoriamente y era de esperar que la actitud del Papa tuviera en cuenta no sólo las evoluciones históricas sino el ejemplo de Vaticano II.

Lo que se puede observar es que mientras Juan XXIII renunció a ver en el mundo moderno una fuente de amenazas para el cristianismo, Juan Pablo II pareció dar marcha atrás, pues una vez más el discurso oficial de la Iglesia considera en la actualidad que ese mundo moderno resulta, en muchos aspectos, incompatible con el cristianismo. Las repetidas denuncias y condenas de la secularización y de la "mentalidad moderna", recurrentes en los discursos de Wojtyla y de sus más cercanos allegados, como Ratzinger, son un claro ejemplo de esa actitud reaccionaria y defensiva. Todo ello explica la exclusión de la mujer en materia sacerdotal (Mulieris dignitatem), las condenas de los sectores católicos más "progresistas" en materia social (Teología de la liberación) y teológica (Cungar, Kung, Chenu). Las tendencias centralizadoras de la Iglesia también se explican a partir de los temores de Roma frente a la secularización y a los avances del mundo moderno: contrariando a Vaticano II, la autoridad romana ha aumentado su poder en todos los frentes, lo que le ha permitido mermar la autoridad de los episcopados nacionales, disminuir la importancia de la sínodos locales y nombrar obispos fieles a los intransigencia romana. De ahí también la importancia creciente de los representantes más intolerantes del catolicismo, como el Opus Dei, que goza de privilegios jurídicos y cuyos miembros han accedido a puestos de capital importancia en el aparato eclesiástico.

En esta encrucijada, lo que está en juego en estos días en el Vaticano tendrá profundas consecuencias en el devenir del catolicismo. La pregunta es si Benedicto XVI persistirá en la defensa a ultranza de la doctrina, iniciada por Juan Pablo II, tal y como lo pregonan los sectores más conservadores, o si, por el contrario, sensible a las evoluciones del mundo, sabrá reconocer que la sociedad moderna también puede contribuir al desarrollo de la dignidad humana y que, por lo tanto, los aportes de ésta resultan valiosos para el catolicismo.

Dentro de los numerosos desafíos que tendrán que ser abordados por el sucesor de Wojtyla, se pueden destacar los siguientes. Quizás el más conocido y sin duda uno de los más delicados es el de la moral sexual y familiar: las condenas radicales de Roma al aborto, a las uniones de homosexuales, a los métodos anticonceptivos, a la procreación in vitro no sólo han agrandado el divorcio entre la sociedad y la Iglesia, sino que han suscitado reacciones aireadas de la comunidad científica frente a los despropósitos de Roma en materia médica. Este punto de la moral remite directamente al desarrollo de la secularización, otro de los asuntos problemáticos para el nuevo Papa. Además de la moral, Roma condena el individualismo y la indiferencia de la población frente a lo religioso, que se traduce, según la Iglesia, en un peligroso "relativismo". Ante estos retos, cabe preguntarse si los máximos representantes de la Iglesia están dispuestos a reconocer que los valores católicos constituyen apenas una alternativa, que hay otros sistemas de valores, otras éticas igualmente válidas. ¿Está la Iglesia en capacidad de responder a la demanda de amplios sectores de la sociedad a través de mecanismos que no privilegie únicamente las prohibiciones y las condenas?

Otro reto proviene del acceso de los laicos a la clerecía. Este último apunta, entre otras cosas, a resolver problemas prácticos: ante la crisis vocacional en casi todo el mundo católico, son muchos los que consideran que los laicos -hombres y mujeres- podrían ser ordenados como curas o diáconos, pues de si el clero disminuye numéricamente es todo el problema de la evangelización el que se ve debilitado. Esta cuestión, que no toca ningún aspecto dogmático, debió haber sido superada hace mucho tiempo, como lo fue en el mundo ortodoxo y protestante. (...)

También están los desafíos planteados por el papel de la mujer en la Iglesia, el diálogo intrarreligioso, la búsqueda de la unidad con protestantes y ortodoxos. En fin, son muchos los temas tratar en las próximas décadas. Pero sin duda, la consolidación del catolicismo depende en buena medida del reconocimiento, por parte de sus directivas, de que el mundo moderno no es sólo una amenaza y una fuente de pecado. De lo contrario, el aislamiento de la Iglesia seguramente se agudizará.