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Un mundo peligroso

La inminente guerra de Bush contra Irak inauguraría la ley del más fuerte en el planeta. Análisis de SEMANA.

1 de marzo de 2003

El discurso del Estado de la Unión es el momento culminante del año para el presidente de Estados Unidos, y el de este no fue la excepción. Casi siempre es la ocasión natural para examinar el desempeño del gobierno en asuntos clave de la agenda del país, como el crecimiento de la economía, las tendencias del desempleo y los recortes de impuestos.

Pero el tema principal del discurso de George W. Bush no tuvo tanto que ver con la chequera de sus conciudadanos sino más bien con algo más dramático. Se trataba de intentar convencer a un auditorio nacional y mundial no sólo de la conveniencia sino de la necesidad y, más aún, la urgencia de lanzar a sus huestes guerreras en una operación al otro lado del mundo. El martes en la noche fue la oportunidad de Bush para sacarse de encima a tantos críticos que consideran que no es capaz de juntar dos palabras en un discurso coherente. Por eso desplegó sus capacidades oratorias, cuidadosamente ensayadas, para producir el mayor efecto entre su propia bancada republicana, que aprovechaba cada pausa histriónica para ovacionar de pie a su máximo líder.

Bush utilizó el Estado de la Unión para dar rienda suelta a su descontento ante la demora que han sufrido sus planes de atacar a Irak para librar al mundo de la amenaza que representan el régimen de Saddam Hussein y sus armas de destrucción masiva. El presidente texano, consciente de que en su país crece el escepticismo ante la necesidad de la guerra, habló de que se acercaban "días decisivos" si Saddam no aceptaba los mandatos del Consejo de Seguridad de la ONU para cooperar con sus inspectores y desarmarse. En un mensaje directo a los renuentes aliados europeos, como Francia y Alemania, dijo que Saddam había mostrado su "absoluto desprecio por las Naciones Unidas y la opinión del mundo" y que Estados Unidos se estaba preparado para actuar solo y por su propia cuenta. "Nuestra fe está segura, nuestra resolución es firme y nuestra unión es fuerte", dijo antes de aceptar una ovación cerrada. "Si se nos obliga a ir a la guerra, lucharemos con toda la fuerza y el poder de las fuerzas armadas de Estados Unidos, y prevaleceremos".

Aunque no ofreció nuevas pruebas Bush dijo que fuentes de inteligencia y declaraciones de prisioneros revelaban que "Saddam Hussein ayuda y protege a los terroristas, incluso a miembros de Al Qaeda", la organización del olvidado Osama Ben Laden (ver recuadro). El presidente sazonó su intervención con la descripción de un escenario de terroristas armados con cientos de toneladas de armas químicas y biológicas que Saddam se niega a declarar.

Y Bush asumió también su papel providencial como líder de la única superpotencia militar y económica del planeta. Primero, cuando se dirigió a los iraquíes para ofrecerles un particular apoyo: "Su enemigo no los está rodeando. Su enemigo los está gobernando". Una afirmación que concluyó anunciando que "el día que él sea removido del poder será el día de la liberación".

En resumidas cuentas, el presidente Bush convirtió ese discurso, dirigido a amigos y enemigos, en un manifiesto de la voluntad política inequívoca de un poder hegemónico mundial que está dispuesto a cualquier cosa con tal de luchar contra el terrorismo y los Estados que lo protejan.

La controversia

El discurso de Bush sirvió para confirmar, si es que ello era necesario aún, que el gobierno de Estados Unidos tiene tomada la decisión de atacar a Irak así se oponga hasta el gato. Pero en el mundo entero la controversia no hace más que crecer. Mientras la opinión pública europea se opone, en mayor o menor grado, los gobiernos de España, Italia, Dinamarca, Polonia, Portugal, República Checa y Hungría firmaron una carta conjunta en su apoyo. Por el contrario, los influyentes gobiernos de Alemania y Francia, con el apoyo no despreciable de China y Rusia, siguen oponiéndose en forma consistente.

Según la argumentación de Bush, Saddam Hussein no ha hecho más que burlarse de los intentos de controlar sus armas de destrucción masiva desde el 3 de abril de 1991, cuando fue dictada la primera resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, la número 687. Desde entonces han sido expedidas más de 16 y Saddam no ha dejado de jugar a las escondidas con los inspectores de la ONU. Para el presidente norteamericano el dictador iraquí ha demostrado hasta la saciedad, no sólo que sigue teniendo grandes cantidades de material bélico químico y biológico sino que es capaz de usarlas en cualquier momento. De ahí que insista en una estrategia de "guerra preventiva", que consistiría en desarmar a su enemigo antes de que a éste se le ocurra atacarlo.

Pero el debate no se centra en Saddam. Casi todo el mundo está de acuerdo en que el líder iraquí es un déspota. Su régimen en Bagdad es personalista y se mantiene en el poder por medio de la represión más brutal a la disidencia. Cuando libró una larguísima guerra contra Irán, en los años 80, no tuvo inconveniente en gasear a sus propias poblaciones kurdas. Ni siquiera en el mundo árabe tiene verdaderos amigos.

Lo que motiva la renuencia, tanto de los gobiernos como de la opinión pública de muchos países, es que Bush no los ha convencido ni de la transparencia de sus motivaciones, ni de la conveniencia de remover de forma tan violenta el avispero del Oriente Medio, ni de la visión que tiene para el futuro de una región tan crucial para la paz mundial. Y, sobre todo, a muy pocos les ha gustado imaginarse el mundo que podría quedar después de que, con la doctrina de la guerra preventiva, desapareciera el orden legal internacional nacido de la Segunda Guerra Mundial y se entronizara la ley del más fuerte.

Por si y ante si

Para empezar por el aspecto más importante, los opositores a la solución propuesta por Bush consideran que su insistencia de atacar a Irak, aun sin autorización del Consejo de Seguridad, deja sin valor su exigencia de que ese país obedezca las órdenes de este. La resolución 1441, expedida en noviembre, acuerda que Irak sufrirá "graves consecuencias" si incumple sus términos. Como los comisionados de la ONU, Hans Blix y Mohammed Elbaradei, han presentado un informe insatisfactorio de la actitud de Bagdad ante las inspecciones, el gobierno norteamericano sostiene que no requiere más autorizaciones para ir a una guerra, que es "una grave consecuencia".

Pero para los gobiernos de Francia y Alemania, y para la mayoría de los europeos, la aprobación expresa del Consejo de Seguridad es indispensable para que todo el proceso tenga una legalidad impecable. Y el contraste de actitud con Estados Unidos es notable. Como dijo a SEMANA William Rivers Pitt, profesor de la Universidad de Boston y autor del libro Guerra contra Irak: "La administración Bush quiere hacer la guerra. Sacar a Saddam estaba en su plataforma electoral en 2000, aun antes de que Bush ganara la candidatura. Ellos reclaman el derecho a decidir si Irak incurrió en incumplimiento ante la ONU sin que les importe mucho lo que la comunidad internacional o los inspectores tengan que decir".

El orden jurídico internacional, creado por la ONU a partir de 1948, es para los europeos la mayor conquista después de la sangría de la Segunda Guerra Mundial. Pero Bush ha demostrado desde el comienzo de su gobierno que la ONU y los organismos multilaterales son una piedra en su zapato. Para la prueba, Washington se ha negado a cooperar y ha torpedeado acuerdos muy valiosos para la comunidad internacional, como el Protocolo de Kioto sobre el medio ambiente, el tratado sobre armas de corto alcance y la Corte Penal Internacional, para mencionar sólo tres. Por eso la postura de pasar por encima de las órdenes del máximo organismo de seguridad mundial muestra una peligrosa arrogancia que no auguraría nada bueno para un mundo futuro. Con ese precedente cualquier país podría sentirse en el derecho de lanzarse, por sí y ante sí, a una guerra preventiva contra su enemigo regional.

Muchos señalan también que la inexistencia de una política coherente de Estados Unidos subraya la necesidad de un orden multilateral de control. Para el efecto mencionan la hipocresía subyacente en el contraste entre la posición norteamericana ante Irak y Corea del Norte, un país estalinista que tiene bombas atómicas y una situación no resuelta de guerra con su vecino capitalista. Washington demostró ese doble rasero la semana pasada cuando dejó en claro que el tema de Corea del Norte, que se niega a renunciar a las armas atómicas, debería ser resuelto por mecanismos multilaterales y en el seno de la ONU. Lo cual es precisamente lo contrario de lo que predica en relación con Irak.

Los intereses

Muchos críticos de la política internacional de Bush sostienen que la verdadera motivación de la ofensiva contra Irak es el petróleo. No se trataría necesariamente de hacer negocio ahora con el precio, que seguramente tendría una marcada tendencia al alza, ni de que las compañías norteamericanas tengan nuevos contratos, sino asegurar para Washington el suministro de los países del Golfo Pérsico, que poseen, con el 65 por ciento, las mayores reservas de hidrocarburos del mundo.

Para nadie es un secreto que Estados Unidos sólo produce una pequeña parte de sus requerimientos de petróleo y, por lo tanto, que su dependencia de las importaciones no hará más que crecer en los próximos 50 años. Con un ingrediente adicional. En un planeta que ve descender paulatinamente sus reservas del oro negro, a las que se les estima una vida de 56 a 62 años antes de entrar en crisis, cada barril de petróleo exportado hacia Estados Unidos es un barril que no podrá alimentar a otra economía. De ahí que, como dice José F. Cornejo en La Insignia, de Bélgica, "las tensiones y los conflictos internacionales por el control de esa forma vital de energía serán inevitables".

Como si eso fuera poco, en nada contribuye para la transparencia del proceso la dudosa legalidad de la elección del propio Bush, o que éste tenga intereses petroleros, o que varios de sus colaboradores más cercanos sean miembros de la vieja guardia de su padre. Y tampoco ayuda a la nueva política de Washington que todos los servicios colaterales requeridos por la operación de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos son prestados por contratistas del sector privado. Como es lógico esas compañías, capaces de prestar esos servicios logísticos, acceden por cuenta de la nueva política a contratos multimillonarios. Desde construir una base militar hasta proveer la limpieza de los mismos, pasando por los suministros, transportes y demás, son el objeto de esos megacontratos. Y, de nuevo, allí está la mano del grupo que maneja el poder de Washington. Para la muestra, el vicepresidente Dick Cheney fue, hasta poco antes de incorporarse a la campaña de Bush, presidente de Halliburton Corporation, matriz petrolera de Brown & Roots, contratista multimillonaria del ejército. Está documentado que Cheney recibió, al retirarse de la empresa, un bono por 30 millones de dólares.

¿Y despues?

Esos cargos, que son vox populi entre los analistas pero nunca han sido objeto de un verdadero debate, no hacen más que aumentar los temores. Porque abren la posibilidad de que las decisiones más cruciales para el futuro de la humanidad se estén tomando en petit comité por personajes con intereses poco altruistas y sin medir las consecuencias para la humanidad. Muchos señalan, por ejemplo, que el gobierno de Washington no tiene claro qué va a pasar después de que derrote a las fuerzas de Saddam.

El primer problema que ven es el de qué pasaría con Irak. Algunos analistas internacionales, como los de Le Monde Diplomatique, señalan que el Departamento de Estado, con Colin Powell a la cabeza, y la CIA propenden por un cambio limitado a sacar a Hussein. Por otro lado, el Pentágono de Donald Rumsfeld, el Consejo Nacional de Seguridad de Condoleezza Rice y círculos conservadores del Congreso quieren un cambio radical que convierta a Irak en un oasis liberal y pronorteamericano en la región.

En cualquier caso el problema es que no hay una dirigencia iraquí para ninguna de las dos opciones. Los grupos patrocinados por Estados Unidos y Gran Bretaña desde el exilio carecen de legitimidad en el país. El cambio limitado implicaría dejar intacta la mayor parte de la actual estructura, lo que convertiría a los cómplices de Saddam en defensores de la democracia. Y un cambio radical ofrecería el riesgo de que el país se desintegre en medio de luchas intestinas entre intereses tribales, religiosos y étnicos.

Como dijo a SEMANA el profesor Sayef Samhat, autor de varios libros sobre Oriente Medio, "son muchas las tareas y los peligros en la Irak posSaddam. No sólo habría que crear un gobierno provisional para remover los vestigios del baathismo, sino una federación que satisfaga a las tribus, a las aspiraciones nacionalistas de los kurdos, a los intereses independentistas de los shiítas, entre muchos aspectos. Eso podría requerir una presencia extendida de las tropas en Irak, con todos los riesgos que ello implica". De ahí que, para muchos, la afirmación de Bush de que la caída de Saddam sería la "liberación" de los iraquíes pueda ser, a la larga, una frase hueca. Y la salida de Saddam, con lo que ello finalmente signifique para la organización de ese país, tampoco garantiza la paz en la región. No sólo Irak quedaría infestado de guerrillas, conformadas por unidades derrotadas del ejército pero sin papel en el nuevo país, sino que todo Oriente Medio podría verse desestabilizado.

Hoy por hoy es prácticamente imposible convencer a las poblaciones de que la guerra es contra Hussein y no contra el pueblo árabe. Los gobiernos amigos del mundo musulmán se verán en la posición precaria de mantener sus vínculos con Estados Unidos a costa de las protestas de sus propias poblaciones. Y, para complicar las cosas, Washington no ha dado muestras de ayudar a resolver el problema de Israel y los palestinos, que es la mayor causa de animadversión antinorteamericana en la región.

Nada garantiza, por otra parte, que la guerra contra Irak haga que el mundo sea más seguro para Estados Unidos ni sus aliados occidentales. El olvidado grupo Al Qaeda podría tomar las hostilidades como el pretexto perfecto para reanudar su ofensiva terrorista contra los países participantes. La falsa sensación de seguridad podría hacer, además, que los controles se relajaran para beneficio de los violentos.

Por todas esas razones en el mundo cunde la preocupación por la velocidad con la que Bush quiere embarcarse en una guerra de consecuencias imprevisibles en la geopolítica y la economía (ver recuadro). Esta semana el secretario de Estado, Colin Powell, hará un nuevo intento por probar en el Consejo de Seguridad las acusaciones contra Irak. Pero poco importa el resultado de su gestión. Bush ha dicho que ya no faltan "meses, sino semanas". La suerte, para todos los efectos, parece estar echada.

Tal vez sólo un éxito militar muy rápido podría dar pie para que el desenlace se parezca a lo que esperan los estrategas de Washington. Pero nada garantiza que ello sea así. Bush probablemente tenga razón cuando dijo que su país "prevalecerá". Lo que no se sabe es cuál va ser el costo del unilateralismo de Estados Unidos para el nuevo orden mundial. Ni cuál va a ser el costo para la estabilidad del planeta. El conteo regresivo sigue