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Votos sin valor

La situación de Argelia refleja el avance de los integristas, y la nueva ambigüedad de la democracia.

17 de febrero de 1992

POCOS PROCESOS TAN SINtomáticos del momento como el de Argelia. La crisis de su democratización ilustra: el avance del fundamentalismo islámico y la pérdida de valor de las elecciones como criterio para la respetabilidad de un gobierno.
El presidente Chadli Benjedid renunció a su puesto el 10 de enero, cuatro días antes de las elecciones en que el Frente de Salvación Islámica hubiera ratificado su victoria del 26 de diciembre. La decisión de Benjedid -arrancada por la presión del ejército- dio paso al objetivo que era evitar la implantación de un régimen fundamentalista, que se hubiera convertido en el primero del Magreb y en el más cercano a Europa.
Benjedid fue el impulsador del multipartidismo y de la apertura en este país que hasta 1958 fue colonia francesa. Participó en la independencia con el Frente de Liberación Nacional y fue escogido en 1978 para suceder al primer presidente Houari Boumedienne. El nuevo mandatario moderó la política económica del régimen socialista y a partir de los disturbios de 1988, preparó la democratización.
Desde las primeras elecciones libres de junio de 1990 se hizo evidente el resentimiento contra 32 años de socialismo. El recientemente legalizado Frente de Salvación Islámica ganó el 55 por ciento de los votos en los comicios provinciales y municipales. A pesar de su derrota, Benjedid convocó elecciones generales, y tras un aplazamiento, la primera ronda se efectuó el 26 de diciembre. Confirmando todos los pronósticos, el FIS barrió con 188 curules, con lo que en la segunda ronda sólo tendría que obtener 22 en -de los 200 restantes- para la mayoría absoluta.
Las implicaciones de ese triunfo aterraron a medio mundo. El FSI nació de las masas de jóvenes desencantados por las escasas oportunidades de un sistema atrofiado, una economía con deudas por 26 mil millones de dólares, y con 30 por ciento de desempleo. El presidente del FIS, Abdelqader Hashani, anunció que su grupo estaba decidido a gobernar sin alianzas, y que lo primero que haría sería convertir a Argelia en un régimen revolucionario islámico, al estilo del de Irán. Las normas del Corán se encargarían de salvar al país de la corrupción occidental. Las mujeres tendrían que vestir el tradicional chador y retirarse de cualquier actividad profesional. El consumo y producción de tabaco y licores desaparecería. Los ladrones serían mutilados. Los adúlteros lapidados. El ascetismo se apoderaría de las costumbres. La economía recientemente abierta tendría que ser nacionalizada. Y sobre todo la democracia multipartidista, origen del triunfo islámico, desaparecería para dar paso a un nuevo monopartidismo de signo diferente.
Pero Argelia es uno de los países árabes con mayor influencia occidental. El idioma más usado es el francés, que la mayoría domina mejor que el árabe. Por eso, el triunfo fundamentalista desató la angustia en miles de familias. No es extraño que se presentaran manifestaciones de rechazo convocadas por sindicalistas y políticos seculares. Antes de renunciar, Benjedid quiso compartir el poder con los fundamentalistas, para moderar sus posiciones. Pero la intransigencia de ellos acabó con la paciencia del ejército. Al final de la semana, para legitimizar el proceso, los golpistas crearon un nuevo Consejo de Estado que será presidido por un respetado político, Mohamed Boudiafe.
La reacción del FSI fue previsible. Hashani advirtió que el golpe podría acabar con la paz, y llamó a la rebelión. Pero ningún país elevó protestas para defender la democracia. La razón es clara: ni a Europa ni a Estados Unidos les interesa que Argelia se convierta en el primero de una serie de gobiernos fundamentalistas y antioccidentales en Africa. Como tampoco a los propios árabes. Túnez, Marruecos, Egipto, Jordania, Arabia Saudita y sus aliados, tienen gobiernos más o menos estrictos en su religión, pero pragmáticos y prooccidentales. Libia, Iraq, Siria, Yemen y Sudán viven bajo regímenes "revolucionarios", pero seculares. Unos y otros temen la revolución islámica.
Ninguno de estos países, que no son democráticos, tendrían por qué defender el proceso electoral argelino. Pero la tímida reacción o el silencio de los occidentales fueron más sonoros. Para algunos analistas, la opaca posición de Washington y las capitales europeas sobre el golpe en Argelia tiene el mismo origen que la indiferencia ante el derrocamiento de otro triunfador electoral, Zviad Gamsajurdia de Georgia. ¿Cómo explicar entonces la defensa del haitiano Jean Bertrand Aristide?
Algunos responden que la democracia, más que un procedimiento eleccionario, es una forma de vida y un conjunto de tradiciones institucionalizadas, y que quien no se compromete con todo ello no merece la denominación de demócrata. Pero nadie garantiza que por ejemplo Boris Yeltsin tenga un verdadero compromiso con la democracia y, sin embargo, mientras Rusia continúe en el camino "correcto", nadie le criticará su estilo personalista y autoritario. Para muchos observadores todo ello significa que en el Nuevo Orden Mundial posguerra fría, el concepto de amigo y enemigo se hizo mucho más confuso. La vieja regla de oro, comunismo o anticomunismo, ya no aclara el panorama mundial. Ese mundo de antes, dibujado en blanco y negro, ha dado paso a un panorama claroscuro en el que nadie sabe de qué lado está realmente.