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Los rostros de la tragedia de la diáspora venezolana

Detrás de las monumentales dimensiones de esta crisis migratoria, miles de seres humanos viven historias desgarradoras que los hicieron abandonar su patria. Estas son algunas de ellas.

10 de febrero de 2018

Muchos venezolanos no quieren mostrar la cara ni hablar ante las cámaras. Les da pena que su familia los vean flacos, cansados, sin bañar. Día a día miles de ellos cruzan la larga frontera para aliviar el hambre, conseguir unos pesos para sus familias o para quedarse e iniciar una nueva vida. Algunas mamás cruzaron sin sus hijos. Esposos sin esposas. Abuelas y enfermos que van y vienen para mendigar de un lado y vivir del otro. Las siguientes historias de migrantes en Cúcuta, Maicao, Riohacha y Puerto Carreño muestran el rostro de una tragedia que desbordó a Colombia. Las caras de un drama con nombre y apellido.

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Ronald y Esteban, los caminantes


Foto Esteban Vega La-Rotta

Ronald tiene 25 años y dos hijos; Esteban tiene 27 y una hija. Ambos vienen de Carabobo, a diez horas y media en carro del puente internacional Simón Bolívar, su puerta de entrada a Cúcuta. Hace ocho meses están aquí. Venden chupetas y galletas en los alrededores del parque Santander, en pleno centro de la ciudad. El arriendo mensual les cuesta 50.000 pesos y a veces ni siquiera se ganan 1.000 al día. Pero no tienen marcha atrás. “Salimos de Venezuela para superarnos, entonces no retrocedemos ni pa’agarrar impulso”, dice Esteban. La travesía se avecina: en unos diez días, junto con algunos amigos, caminarán por la vía a Pamplona hasta llegar a Bucaramanga. Un trayecto de seis horas en carro que ellos planean hacer en tres días a pie; o al menos eso les dijeron. Pararán solo a comer y a dormir, donde los cojan el hambre y el sueño. Los víveres son lo de menos: “Si logramos ahorrar y los compramos, bien. Si no se puede, también. Al fin y al cabo, nuestros cuerpos ya ni piden”. Si en Bucaramanga no hay trabajo, seguirán a Bogotá; y si en la capital no hay nada, llegarán hasta Perú.

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“Vendí mi pelo”


Foto Esteban Vega La-Rotta

Es su primera noche en la calle como prostituta. Tiene dos hijas, una de 12 y otra de 4 años. Las dejó al cuidado de su mamá en San Sebastián de los Reyes –un municipio 100 kilómetros al sur de Caracas– para cometer lo que ella reconoce fue una locura: prostituirse en Cúcuta con cuatro conocidas más. “Llevaba tres días comiendo arepa con sal y no pude más”, dice. Con ella vienen su hermana, de 24 años, una comadre, la tía de la comadre y otra sobrina de la comadre. Llegaron el lunes pasado después de un día y seis horas por carretera sentadas en las escaleras del bus; un viaje del que ella se arrepiente más que las otras. De día estas mujeres trabajan en un burdel con nueve venezolanas más; en vista de que en sus primeros tres días allí no hubo clientes, esa noche se aventuraron a buscarlos en la calle. Cobran entre 30.000 y 35.000 pesos y pagan un arriendo diario de 8.000. Comen una vez al día: pan o arroz. Esa noche ella, como prefiere que le digan, tampoco tuvo éxito en la calle, lo que la llevó a tomar una decisión desesperada: venderá su pelo al día siguiente en La Parada, el barrio fronterizo con San Antonio de Táchira (Venezuela), por unos 30.000 pesos; le pagará los 28.000 pesos que le debe al dueño del burdel, recuperará sus documentos y pensará en otra fuente de ingresos.

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La agonía por la falta de medicamentos


Foto Esteban Vega La-Rotta

Joheini tiene epilepsia y un retraso que María Inés Rincón y Jacinto Useche, sus papás, intuyen. Los tres nacieron en Venezuela, pero María Inés tiene cédula colombiana. Oyeron que por estos días la Registraduría planeaba una jornada de cedulación y registro de venezolanos con padre o madre colombianos en Cúcuta y no dudaron en venir, pues “la niña necesita diariamente Clobazam, un medicamento que ya no hay en Venezuela”. Esperan que con la tarjeta de identidad ingrese al Sisbén y le puedan formular esa medicación. Lo paradójico es que parte del Clobazam que se consigue en Cúcuta, según los lugareños, viene de Venezuela, contrabandeado. El jueves hicieron fila siete horas afuera del Inem, la institución educativa donde va a tener lugar la jornada de cedulación. Hacia las ocho de la noche, los funcionarios resolvieron hacer un listado con turnos reservados para que los que no lograron que los atendieran ese día conservaran su turno. A esta familia le tocó el 411 de cerca de 2.000 personas que llegaron el viernes en la mañana a la fila. Algunas lo hacen como el último paso para quedarse en Colombia. Otras, como los Useche, para permanecer en Venezuela, pero acceder al sistema de salud colombiano.

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“Estamos viviendo una opresión”


Foto Tadeo Martínez

Javier Escalona es ingeniero electromecánico. Su familia vive en Maracaibo y desde hace seis semanas está viajando a Maicao. Durante el día permanece en una esquina vendiendo sus herramientas de trabajo porque la empresa donde laboraba cerró y se fue para otro país. En el último viaje, en las alcabalas (retenes) en Venezuela los miembros de la Guardia Nacional y los policías le quitaron 1.200.000 bolívares, en promedio, entre 50.000 y 100.000 bolívares por retén. Estando en Maicao lo robaron; varios delincuentes lo rodearon con cuchillo y le quitaron el efectivo. “Yo vivo en Maracaibo; los servicios no funcionan, la luz se va todas las noches, los electrodomésticos se dañan. Nosotros estamos viviendo una opresión. Los chavistas tienen un control y te repiten todo el día: ‘Aquí mandamos nosotros’”.

Hambre indígena


Foto Esteban Vega La-Rotta

Los indígenas sikuanis y piapocos van y vienen por las calles de Puerto Carreño con bolsas y maletas, pidiendo comida o ayuda. No tienen concepto de frontera y por eso no saben la diferencia entre Colombia y Venezuela. Son los wayuu del Orinoco. Solo algunos comentan que “al otro lado no se vive bien”. Lo cierto es que prefieren venir a mendigar, como María Rodríguez, una sikuani de 21 años nacida del lado venezolano; llegó a Colombia el año pasado y recibe 5.000 pesos al día por limpiar una casa o 10.000 pesos a la semana por trabajar en las vegas inundables del Orinoco, en época de verano sembrando algodón.

María no tiene casa ni marido. Carga todo el tiempo a su bebé de un año y dice que no se va a prostituir “para no tener más hijos”. Esa es justamente la preocupación de César Rojas, director de la Seccional de la Fiscalía en Carreño, y de Luis Ángel Trujillo, defensor de derechos humanos que trabaja con temas de reparación.  Trujillo dice que “se trata de mujeres cada vez más jóvenes que no conocen de protección y que ponen en riesgo su vida ejerciendo esta actividad por pura necesidad”. La Fiscalía no tiene cifras, pero Rojas también llama la atención sobre el fenómeno que hoy involucra no solamente a indígenas sikuanis de corta edad, sino a mujeres profesionales venezolanas.

“No nos saquen, somos víctimas”


Foto Tadeo Martínez

Norali Silva está en la esquina de la calle 13 con carrera 15 de Maicao vendiendo platos y cristalería usada. Está viniendo a Maicao desde que empezó la crisis. “Queremos pedirle al presidente Santos que no nos saque, que somos inmigrantes. En Venezuela no hay comida, no hay salud. El viernes una fiscal nos dio diez minutos para que recogiéramos todo y nos fuéramos. La mayoría dormimos en el piso, como animales. Nosotros queremos que nos permitan trabajar. Mire, aquí nos ganamos en un día lo que allá nos pagan en un mes y, con lo que ganamos allá en un mes, no comemos ni siquiera durante dos días. Estamos aquí por la crisis, la mayoría somos madres cabezas de hogar. Nuestro país parece el Lejano Oeste”.