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LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS LARGOS

Los últimos casos de sangre en Medellín podrían ser el preludio de una guerra entre mafias.

24 de marzo de 1986

Medellín está volviendo por sus fueros de "Chicago colombiana". Es así como muchos explican el recrudecimiento de la violencia callejera en la capital antioqueña que en las últimas semanas se ha manifestado en asesinatos sin explicación y secuestros misteriosos. El caso más reciente es el de José Pablo Correa Ramos, dirigente del equipo de fútbol Independiente Medellín asesinado el martes 18 de febrero en el diamante de softbol del estadio Atanasio Girardot, a la luz del día y en presencia de varios testigos. Un hombre se bajó de una moto, se le acercó por la espalda, le descargó seis tiros de revólver y se fue. "Es inexplicable" --dice a SEMANA Claudia Correa, hija de la víctima. "Yo lo único que sé es que el que lo hizo lo va a pagar un día".
Algunos allegados a Correa atribuyen su asesinato a una confusión de identidad. Correa, un hombre muy rico, alternaba sus actividades de dirigente y mecenas del deporte con las de corredor de bolsa, siguiendo la tradición de su padre, Alberto Correa, y se había enriquecido en el mercado de dólares, pero sus amigos afirman que no tenía enemigos. "Tan es así que nunca anduvo armado, ni siquiera tenía guardaespaldas", dice uno de ellos. Pero no podía viajar a los Estados Unidos porque, explican sus allegados, allá lo confundían con un homónimo vinculado al lavado de dólares y al narcotráfico, de manera que incluso le habían propuesto que se hiciera llamar por su nombre completo: José Pablo, y no Pablo a secas, para diferenciarse. "Yo creo que lo confundieron", dice un dirigente deportivo que no quiere que se le identifique.
Y es que en Medellín nadie quiere ser identificado. Cualquier cosa puede costar la vida, explican, y señalan que el aire de la ciudad "huele a pólvora". Un tendero del barrio Buenos Aires dice a SEMANA, gráficamente: "Van a aparecer muchos muertos de plomonía". Al asesinato de Correa hay que sumar, en los mismos días, el secuestro de otra conocida personalidad del deporte antioqueño, Rodrigo Murillo Pardo, dueño de la cadena de joyerías Felipe, y un mes antes, el secuestro de Alonso Cárdenas Arizmendi, yerno del millonario criador de caballos Fabio Ochoa y cuñado de Jorge Luis Ochoa, detenido en España bajo la acusación de tráfico de droga. "Todo eso es síntoma de que va a haber mucha bala por aquí", vaticina a SEMANA un miembro de los servicios secretos de la Policía.
Otros no están de acuerdo. En Medellín se ha puesto de moda acusar de narcotraficante, con pruebas o sin ellas, a todo aquel que sea rico o aparezca muerto. Los amigos de Murillo aseguran que en su secuestro no hay móviles distintos del de cobrar un jugoso rescate, y los allegados a la familia Ochoa cuentan que los secuestradores de Cárdenas están pidiendo cerca de veinte millones de dólares. También la Policía Metropolitana, públicamente al menos, se inclina por la tesis de los secuestradores comunes. Pero en Medellín se interpretan los recientes sucesos como producto de venganzas entre clanes de la droga y están convencidos de que ningún pequeño delincuente tiene agallas suficientes para meterse con gente como los Ochoa, por ejemplo. "Los que secuestraron al papá de Pablo Escobar deben estar enterrados hace rato", argumentan. Hay rumores de que hay gente "buscando escondederos a peso", y algunos observadores perspicaces señalan que los camperos, que según los entendidos son los carros usados habitualmente en este tipo de guerras, se han agotado en los concesionarios de la ciudad. Algunos aseguran que Fabio Ochoa compró 500.
Los organismos de seguridad, por su parte, están preocupados por otros indicios. Según ellos, el armamento usado en los recientes secuestros no es característico ni de la mafia ni de las guerrillas, sino que es todavía más moderno que el que éstas utilizan: en Medellín nadie había visto hasta ahora nada semejante. En los bajos fondos corre la versión de que se trata de un organismo paramilitar antinarcóticos, que al parecer es dirigido por la agencia norteamericana DEA. Su misión, según esta tesis, consiste en "quitarles la plata a los que tienen y acabar con los que se pueda".
Sea lo que sea, trátese de secuestradores comunes y corrientes, de guerras intestinas de la mafia o de comandos paramilitares, lo real es que en ciertos círculos de la capital antioqueña todo el mundo se está preparando para "algo grande". Los dólares han empezado a ser inencontrables, y el mercado negro de armas no da abasto. "Hay gente que está matando por el solo gusto de ver caer", dice sin ningún empacho al reportero de SEMANA un hombre que acaba de salir de la cárcel, en un bar de mala muerte. "Y los muertos han subido. Ahora los están pagando a cuarenta mil pesos".--