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| Foto: Archivo particular

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En San Juan esperaban colegios y recibieron erradicadores

El cese al fuego con el ELN y el proceso de paz con las Farc le dieron a la comunidad chocoana la esperanza de una mayor presencia del Gobierno en su territorio. Sin embargo, antes que promover programas de salud y educación, el Estado entró con toda su fuerza militar a erradicar los pocos y pequeños sembradíos de coca.

11 de diciembre de 2017

Por: Ramón Campos Iriarte

Se acerca el mediodía del 1 de octubre en el Medio San Juan chocoano. Tropas militares desembarcan cerca de Murillo. Llegan a erradicar los cultivos de coca que hay en la zona. El despliegue es notable: varios helicópteros, muchos hombres y armamento. El parte habla de cultivos y laboratorios desmantelados. Han pasado solo unas horas desde que empezó a regir el cese al fuego entre el Gobierno y el ELN y los operativos ya causan revuelo en la región.

Cultivo de coca tinga en el Medio San Juan, Chocó.

El cese al fuego entró en vigor el mismo 1 de octubre y expira el 9 de enero de 2018 y, según algunos analistas, debería significar un alivio para algunas zonas que viven una grave crisis humanitaria. Al bajar por el rio San Juan desde Istmina, se ve lo mismo de siempre: pueblitos costeros con sus construcciones deterioradas —Andagoya, Bebedó, San Miguel, Noanamá—, enormes montañas de material estéril, resultado de la extracción mecanizada del oro que alguna vez existió allí; retroexcavadoras abandonadas, gente que se embarca para ir de lado a lado, las pangas llevando cerveza y gasolina, la basura que flota en el agua y con frecuencia se enreda en la hélice del bote, dejándolo a la deriva por unos minutos.

A mitad de camino, se ve la escuela de Primavera, que arrastró la corriente del San Juan durante la temporada invernal de principios de año y hoy sigue semi destruída. Desde el río, se ve el interior de un salón de clase que quedó expuesto a la intemperie, como un faro que señala la ruta del abandono. Llueve sin parar en el Medio San Juan. La temporada invernal se adelantó y las conversaciones se pierden bajo el ruido del agua que golpea con fuerza las tejas de cinc.

El tema de conversación son las recientes operaciones de erradicación: los último golpes de una crisis que desde hace mucho tiempo no da tregua.

Murillo

Pablo, un curtido campesino de la región cuya familia ha habitado la zona desde principios del siglo pasado, no se encontraba en su finca, situada sobre uno de los caños afluentes del San Juan, cuando los heli-cópteros de la policía llegaron hasta su puerta. La finca tenía unas dos hectáreas sembradas de coca y una choza de madera donde se almacenaba, picaba y procesaba la hoja, una vez raspada. “¡No dejaron una sola mata viva!” —recuerda Pablo que, tan pronto como pudo, llegó a verificar su pérdida. De la misma manera que llegaron, así se retiraron los militares de la zona, dejando atrás el fantasma de la carencia, que rondará por estos pueblos durante meses. Ya es sabido que, a falta de alternativas, allí el cultivo de la coca es la única fuente de dinero.

“¿Cuánto le cuesta al Gobierno poner a volar todos esos helicópteros para venir hasta acá, fumigan por ahí media hectárea, una o dos y se regresan? —reclama Pablo, mientras me muestra lo que quedó de la choza que quemó Antinarcóticos— Por esta zona no hay cultivos grandes, la gente tiene así, poquito, porque no hay de donde más sacar el sustento.” Pablo tiene razón: quizás por las campañas de fumigación o por las condiciones del terreno, en varios años de recorrer esta zona del Chocó, nunca he visto un cultivo grande, como los del Cauca o de Nariño.

Las autoridades que impulsan los programas de sustitución por estos días en la región, han pedido a las comunidades hacer un censo cocalero. Por ejemplo, a finales de noviembre la comunidad de Noanamá envió el documento: de 180 familias que habitan allí, unas 160 trabajan con coca y en promedio, hay una hectárea de coca sembrada por familia. Según el último informe de monitoreo de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito de diciembre de 2016, había unas 1,803 hectáreas sembradas de coca en el Chocó —poco más del 1% del total nacional. La zona del Medio San Juan, presentó una densidad de entre 1 y 4 hectáreas de coca por kilómetro cuadrado. Son cifras muy bajas en comparación con municipios de otros departamentos realmente cocaleros.

Esta asimetría entre la realidad que se encuentra en el terreno y el des-pliegue de fuerza de los operativos, combinada, además con el completo abandono estatal en todos los demás frentes, son los factores que han incrustado en la mente de los pobladores de la región una radical desconfianza frente el Gobierno. Es frecuente oír que el Gobierno quiere “erradicar a los campesinos”, desplazarlos y robarles su tierra, para después dársela a los ricos y las multinacionales.

Es posible que, como en tantos otros territorios de Colombia, el abandono estatal en el sur del Chocó obedezca a la incertidumbre que produce la guerra. Sin embargo, habiéndose desmovilizado el Bloque Móvil Arturo Ruiz de las FARC que actuaba en la zona, y ya firmado un cese al fuego con el ELN, pareciera no haber excusa para que el Estado comience a apostar por hacer presencia institucional aquí.

Parada militar de integrantes del Frente de Guerra Occidental del ELN.

Sin embargo, se pactó la tregua y el Gobierno no llegó al San Juan con brigadas de salud y educación, no envió un batallón de ingenieros a construir infraestructura —rehabilitar la escuela de Primavera, por ejemplo, que lleva casi un año destruida—, no llevó electricidad y acueducto a Noanamá, ni estableció rutas de transporte para sacar productos agrícolas legales que cultivaran los campesinos. No. El Gobierno aprovechó el cese al fuego con el ELN para entrar con su fuerza militar a erradicar los pocos y pequeños sembradíos de coca que había en la zona, agravando aún más la crisis económica que azota a sus habitantes de manera permanente: un acto de torpeza política digno del gobernante que nunca leyó a Plutarco.

La escuela de Primavera, destruída hace un año por el invierno y marcada por las Autodefensas Gaitanistas.

Una tarde en Murillo me encuentro con Yerson, un respetado militante del Frente Occidental del ELN que opera en la región y que hace varios años había conocido en uno de aquellos pueblos olvidados. Los elenos del Chocó han utilizado la tregua para intercambiar con las comunidades, hacer encuentros y recibir periodistas.

“No nos sentimos equivocados —dice Yerson— porque otros hayan escogido otros caminos: de negociación, de desmovilización. Creemos que las razones que dieron origen a la lucha armada siguen más vivas que nunca en Colombia. No es por la guerrilla que no hay escuelas en los caseríos, no es por la guerrilla que no hay vías en las regiones, que no hay alternativas económicas.”

Parte de la legitimidad de la guerrilla emana de la defensa armada de los cultivos de coca y ahora están en una situación difícil, “con las manos amarradas”, en palabras de Yerson, porque desde que entró en vigencia el cese no han podido defenderlos. La gente se pregunta por qué. Los hombres del Frente de Guerra Occidental son escépticos frente al alcance del proceso de paz, postura que se confirma y reafirma en las filas de ese grupo, a medida que —según ellos— el proceso con las FARC se desdibuja en su implementación y que sectores importantes de la clase política se baten para limitar los espacios de participación que la negociación de la Habana pretendió abrir. Sin embargo, a pesar de aceptar algunos “errores”, dicen acatar el cese bilateral dictado des-de Quito, pues “el ELN es uno solo”.

Noanamá

Al seguir mi camino por el San Juan, en Noanamá hablo con Eliseo, quién, cuando joven, perdió su mano izquierda y parte de la otra trabajando en una aserradora; tuvo que acostumbrarse a usar las herramientas del campo con los dos dedos que le quedan. Viendo llover desde el balcón de madera del billar que construyó, pero sin plata para poner a funcionar, Eliseo cuenta que por estos días muchos en la región pasan trabajos.

Desde hace tiempo, el Gobierno ha destruido la coca poco a poco, y ahora la gente no tiene con qué pagar sus deudas. La única alternativa es el oro, pero el Código de Minas criminaliza la explotación artesanal del metal precioso que no cuente con un título minero o esté en proceso de obtenerlo y, así, obliga al campesino a someterse a los precios bajos que imponen los compradores del mercado negro. Y ni hablar de la agricultura, que hace años dejó de ser viable por los bajos precios del arroz, el maíz o el plátano y por el elevado costo del transporte por agua.

Minería artesanal en uno de los afluentes del rio San Juan, Chocó.

Lejos de los titulares rimbombantes de la paz, paradójicamente, la tregua con la guerrilla trajo desdicha y zozobra a muchos pobladores del Medio San Juan. Eliseo toma a la ligera las promesas de paz, pues sabe que si el ELN se desmoviliza como lo hicieron las FARC, otro grupo llegará, “eso es normal”.

Pasa una lancha rápida ondeando la bandera de la ONU. “Esa va para donde los cholos (indígenas) —dice Eliseo—, que allá les gusta ir a hacer visitas.”

“Indio”, quién a pesar de su apodo, no es indígena sino afro, es el joven presidente del consejo comunitario de Noanamá. Compartiendo una Poker al clima, Indio me cuenta que en octubre se firmó un programa de sustitución de cultivos ilícitos para el Medio San Juan, coordinado por el Programa Nacional Integral de Sustitución Voluntaria de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) del Gobierno. El Programa ofrece entregarle 36 millones y asistencia técnica en proyectos productivos a cada familia a lo largo de dos años, y el mencionado censo cocalero es uno de los pasos iniciales del proceso.

Atardecer en una de las comunidades del Medio San Juan.

La especulación alrededor de los posibles beneficios de los planes de sustitución es tan grande como la desconfianza que generan. Incluso, el departamento del Chocó ni siquiera fue incluido inicialmente en el PNIS, que surgió del punto 4 del Acuerdo Final de Paz de la Habana, y empezó a implementarse a principios de 2017. Ante la situación, la directriz es seguirle el juego al Gobierno y, si no cumple las promesas, seguir sembrando coca.

Han pasado unas semanas desde mi primera charla con Pablo, cuando lo veo de nuevo, esta vez en Noanamá. Me comenta que su cultivo se recupera del ataque de los antinarcóticos, y que en estos días algo ha cambiado: a raíz del escándalo de la masacre de Tumaco, la policía llega hasta las fincas y ahora, si la gente hace presencia, ellos evitan la confrontación, se van y no erradican. Es la nueva orden, según dicen. Los campesinos, cuenta Pablo, están “listicos con el motor prendido” todos los días desde las once de la mañana (cuando el sol disipa las nubes y los helicópteros pueden volar), prestos a salir en masa a salvar la finca donde lleguen a erradicar. Dicen que han llegado hasta nadando por los caños, persiguiendo el sonido de los helicópteros, con tal de salvar los sembrados que quedan.

En uno de esos encuentros con los erradicadores, un comandante de la policía que desembarcó cerca a Murillo le dijo a los campesinos que sabía que “en esa zona no hay coca”, pero que a ellos los mandan a hacer ese trabajo y que debían mostrar resultados. “Vea hermano, —respondió Pablo, con su distintivo humor cínico— échenle agua a las maticas y toman sus fotos como si fuera veneno, y así no nos hacen el daño.” El comandante se echó a reír. Pasado el chiste, Pablo siguió: “Hermano, ustedes van a seguir dañando y yo voy a seguir sembrando. Porque tengo 7 hijos pa’ sacar adelante”.

Después de un año de firmada la paz con las FARC, y a pesar de las expectativas generadas con los temas de sustitución y proyectos sostenibles, lo único que ha cambiado en la zona es el precio al que los campesinos venden la pasta base: desde que salieron las FARC, el precio bajó.

La economía cocalera chocoana es frágil. Según el Observatorio de Drogas del Gobierno, el Pacífico es la región con la más baja frecuencia de cosechas en el país y su potencial de producción no es el mejor. Predomina la coca Tinga, la cual permite recoger hacia 120 arrobas de hoja por hectárea sembrada, que se convierten en 32 gramos de pasta por arroba. El narco que llega a comprar la pasta paga $2’100.000 por kilo (noviembre 2017), la guerrilla impuesta un 15% del valor, y el campesino termina recibiendo alrededor de $1’800.000 por kilo.

Si, por ejemplo Pablo, tiene una finca de dos hectáreas y media, recibe unos 17 millones de pesos dos a tres veces al año, suma a la que le restará los costos de mano de obra e insumos, antes de atender las necesidades de su familia.

*

Cuando el cielo se aclara, las corrientes del río ceden y hacen la navegación más amigable. De subida por el San Juan, la misma secuencia aparece: los chocoanos con sus pintas coloridas, botes angostos y largos, repletos de gente y cerveza, bolsas de basura bien amarradas que flotan lentamente hacia el mar.

Al pasar Dipurdú, frente a una gran mina de oro que bordea el rio, un grupo de gente observa desde la orilla. Llevan fusil y camuflados nuevos, distintos a los del Ejército y la guerrilla: son paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas vigilando el transito a plena luz del día, y a cinco minutos del puesto de policía de Bebedó, rio arriba, donde hacen presencia permanente un puñado de agentes. Los paramilitares saludan con la mano y yo me acuerdo de la frase de Eliseo: otro grupo que va llegando; “eso es normal”.

En su libro ‘De Rio en Rio’, publicado a principios de este año, donde se centra en el análisis de la región Pacífica, Alfredo Molano escribe de manera casi presagiosa sobre la región del San Juan:

“La presencia del Estado, itinerante o permanente, es la clave para aminorar los desmanes y la brutalidad previsibles por una campaña militar de gran envergadura. El acercamiento y la familiaridad con la población, la defensa clara de sus derechos y la organización de eventos para darlos a conocer de manera franca y sistemática podrían ser algunas de las actividades que se debe comenzar a planear. La misma función se debería cumplir con la fuerza pública. La mirada atenta del gobierno sobre el desarrollo del enfrentamiento podría impedir que la inercia de la brutalidad bélica castigue una región tan ignorada y explotada.”

Parece ser que en el gobierno tampoco leyeron a Molano.