Home

Nación

Artículo

Más allá de lo real

En un país en el que los políticos no generan proyectos que convoquen y las iglesias se hunden en la ortodoxia de sus propias convicciones, los 'reality shows' se convirtieron en el fenómeno más importante en la televisión colombiana de los últimos años.

Germán Rey*
23 de diciembre de 2002

Este año, durante varias semanas el país estuvo más enfrentado que nunca, y no precisamente por las elecciones presidenciales o por la desgracia del fútbol colombiano. Protagonistas de novela, Pop stars, Expedición Robinson y Estrella azul fueron las nuevas estrellas que se robaron el rating de la televisión colombiana

Los reality shows son una combinación perfecta de Hobbes y Juan Jacobo Rousseau. Parten de las ideas de que el hombre es un lobo para el hombre y de que el hombre nace inocente y la sociedad lo corrompe. Porque lo que ocurre en una isla, un estudio de grabación, una casa o una cancha de fútbol, pone a prueba los sentimientos y lleva casi hasta el límite los principios y las emociones.

Se trata de una situación completamente artificial que replica lo que puede suceder en grupos humanos sometidos al control de algunas variables: la ausencia de comida, la eliminación progresiva de los participantes y la competencia para obtener un premio. B.F. Skinner, el sicólogo norteamericano que inventó el conductismo, se frotaría las manos al observar que lo que hacían sus ratones en el laboratorio no está muy alejado de lo que son capaces de hacer los humanos abandonados en una playa.

Abandonados, pero rodeados de cientos de técnicos, cámaras de televisión, productores, cables para la iluminación, micrófonos y hasta helicópteros con paramédicos, porque la realidad de estos shows está detrás de cámara: un inmenso tinglado comercial, en el que los náufragos reciben la recompensa de una cerveza de marca, el baño con un jabón de publicidad o la llamada telefónica desde una cabina, en la que sobresale el nombre de una de las compañías de la competencia.

El reality show ha sido, sin duda, el fenómeno más importante en la televisión colombiana de los últimos años. Y un fenómeno en la televisión tiende a convertirse fácilmente en un acontecimiento social. Así ha sido. Lo que comenzó tímidamente como una gota en un mar de telenovelas -las reinas de la programación- empezó a convertirse, de pronto, en el protagonista indudable de los chismes, las conversaciones domésticas, las mediciones de audiencia y los debates públicos.

Pero, ¿cómo se puede explicar esta irrupción de un género televisivo que sigue los libretos estrictos de franquicias extranjeras?

Una primera razón es que el formato de los reality shows no es más que la combinación de viejas formas que se han utilizado desde hace siglos en las narraciones literarias. Son, en efecto, una mezcla de novela de aventuras, suspenso, cuadro de costumbres y fábula moral.

Hace más de cuatro siglos dos grandes escritores, Jonathan Swift y Daniel Defoe, narraron con maestría los sucesos que acompañaron a sus personajes náufragos. El primero, Gulliver, recaló en la playa de un país de hombres diminutos y caballos sabios, mientras que el segundo, Robinson, sobrevivió en una isla, con un perro y el primitivo Viernes. Pero lo que hicieron estos dos gigantes de la literatura, fue llevar a cabo una disección detallada y sobre todo una crítica de los comportamientos humanos. Mostraron hasta qué punto la denominada civilización había trastocado los valores, domesticado la sensibilidad y abrumado con formalismos la autenticidad de los humanos.



De la realidad a la ficción

Una segunda razón es que los reality shows son ingenuamente precisos en sus objetivos. Quieren mostrar la 'realidad' hasta el punto que terminan convirtiéndola en ficción. Es curioso que las telenovelas, que suelen hacer exactamente lo contrario, se quieran ahora parecer a los reality.

Hasta hace unos años, los comportamientos cotidianos no eran atractivos para la televisión. Lo pedestre era arrasado por lo sensacional. Empezaron a serlo con los programas de cámaras ocultas, que demostraron que en las rutinas más habituales de los seres anónimos había drama, comedia y enormes dosis de suspenso.

Años atrás, el pintor Andy Warhol le colocó una cámara fija a personas durmiendo y llamó la atención en los mundillos del arte.

Pero el experimento avanzó. Los reality crearon mundos tan parecidos a la realidad que los pudieron convertir en narraciones morales contemporáneas. La semejanza nace, sin embargo, de lo excepcional. Porque excepcional es quedarse abandonado en una isla, tener que comer los mangos que caen de los árboles o esculcar los manglares tratando de encontrar dentro del barro las tenazas de un cangrejo. Pero también llegar a ser un actor o una cantante encerrados en un estudio, o un futbolista de Millonarios compitiendo frente a las cámaras de televisión y no corriendo a pie limpio por los arenales de Tumaco.

Pero sólo un mundo artificial puede conmover las leyes que impone la televisión. La televisión no soporta los tiempos largos, los hechos sin drama, los silencios en el vacío. Por eso los mundos del reality son un montaje casi perfecto, que condensa en pocas semanas una situación llena de tensiones: el aislamiento, la convivencia claustrofóbica, las alianzas o la exageración de los comportamientos. Son tan hiperrealistas sus actos que se convierten en relatos de ficción.



La fiesta del voyerismo

Una tercera razón, se explica por lo que los sicólogos llaman "proyección". Los reality shows logran crear una trama, aparentemente privada que se expone a la vista del público. Aparentemente privada, porque los protagonistas saben hasta la saciedad que tienen todos los ojos encima: los electrónicos de las cámaras y los físicos y mentales de los televidentes. Además de los contratos firmados en que se especifican reglas minuciosas que van desde lo que se vale en la convivencia hasta las obligaciones de confidencialidad. De otro modo se sabría que lo que hay detrás del príncipe encantador no es más que un sapo encantado.

De esa manera se combina el voyerismo con el exhibicionismo, las tramas de lo privado con las representaciones de lo público.

Expedición Robinson es demasiado evidente. Convierte una isla en un estudio de grabación, pone las fichas y las mueve con un patrón bastante reconocido. Subraya las tensiones, resalta las fluctuaciones de los sentimientos, colorea las intrigas que van creciendo a través de las afiliaciones de grupo. Todas estrategias que se pueden leer en cualquier manual barato de autosuperación. Los mecanismos son claros: alimento para el ratón y poder para el triunfador. O sea, echar dentro de una pócima la selección de las especies de Darwin, el condicionamiento operante de Skinner, algo de Corín Tellado y una buena dosis de vinagre moralista.

Protagonistas de novela tiene mucho más de melodrama, adobado por algo de Kamasutra ramplón y un mensaje perfectamente equívoco: un actor o una actriz se pueden hacer en unas semanas.

Los productores de este programa se valieron del tufillo del escándalo que aún aterra (¿o emociona?) a los televidentes a quienes se les concede el permiso de inmiscuirse en la vida privada de gente, cuya única actuación es su propia condescendencia.

Los elementos de este reality son evidentes: la fama -que llega como se va- en unas semanas, la eliminación progresiva de los competidores, el juicio de jurados que posan de expertos y un cara a cara donde se incumple el refrán popular de que: "los trapos sucios se lavan en casa".

Pop Stars trabaja sobre la ilusión de las adolescentes y el negocio de las disqueras. Como sus parientes más cercanas -las pop corn- saltan dentro de una olla de presión y terminan como las crispetas: con mucha figura y poca consistencia. Es dramático observar los ríos de jóvenes esperando la oportunidad de su vida, lo que no es sino una metáfora superficial de lo que sucede en este país, de manera más terrible, con los jóvenes: o sucumben a la exclusión del desempleo y la pobreza o quedan en la mitad de un conflicto que los devora.

Los elementos vuelven a ser comunes, aunque ahora haya por medio diseñadores de moda, peluqueros, canciones melosas y unos tintes de etnografía familiar. Las jóvenes están aisladas en una casa, son evaluadas por jurados que parecen verdugos junto a la guillotina y sueñan con un CD, gritos de sus fans y cuentas en los bancos.

Estrella azul es el reality más reciente aunque seguramente no el último. Juega con una pasión de multitudes, se adorna con la fama, vive la tensión de las exclusiones y promete un puesto en un equipo profesional.



El país ante un espejo

Los reality a pesar de sus diferencias tienen un enorme parecido. Prometen el reconocimiento en medio del anonimato, aíslan para poder controlar, resaltan las tensiones de la dramaturgia de lo 'real', exacerban la competencia para que afloren los sentimientos, llevan los comportamientos hasta ciertos límites, juegan con las afinidades de grupo y los roces de la convivencia.

A pesar de su artificio, y quizá por ello, los reality tienen tanto éxito. Porque desnudan -muchas veces distorsionando y casi siempre simplificando- lo que hay detrás de los comportamientos humanos, de la vida de los grupos y del funcionamiento de las sociedades.

Las estrategias de los competidores en Expedición Robinson son apenas un ejemplo. Muestran, así sea de manera caricaturesca, las confabulaciones de los mediocres para sacar a los mejores, pero a la vez el rechazo del autoritarismo, las alianzas del clientelismo para que medren los intereses individuales y los gestos de solidaridad.

Son un ejercicio de terapia banal, pero a la vez una forma de debatir los trazos de nuestra identidad como colombianos.

Por eso cada semana se agolpan frente a la pantalla los televidentes, que discuten de los temas de moral individual y de ética pública que proponen estos programas a pesar de su trivialidad. En sociedades en que los políticos no generan proyectos que convoquen y las iglesias se hunden en la ortodoxia de sus propias convicciones, los reality ocupan un campo que llenan con sus maromas superficiales.

Pero incluso a pesar de eso, la ficción de los reality muestra la ambición y la envidia, como también los modos colectivos para lograr la supervivencia y los sacrificios que son necesarios para superar las adversidades.

No son probablemente los mejores instrumentos para hacer esta discusión, porque para eso las sociedades tienen el pensamiento y el arte, la educación y el juego. Pero, a pesar de su imperfección, seducen a la audiencia. Son como esos espejos de los cuentos infantiles en que las brujas se atormentaban y las princesas reflejaban su belleza. Como enseña Blancanieves, la bruja quería obligar al espejo a decir lo que no podía.

En estos tiempos de imágenes llenas de falacias y de certezas poco duraderas, de enanos y de manzanas envenenadas, programas como los reality revelan su verdad. Así el azogue de su espejo esté lleno de distorsiones. n