Home

Nación

Artículo

Casi dos años tuvieron que pasar para que Martha y su hija volvieran a encontrarse. La pequeña Sara todavía no conoce a su padre, quien tuvo que irse fuera del país luego de su secuestro

CONFLICTO

Nacida en cautiverio

Martha Lucía Vallejo, una mujer que estando secuestrada quedó embarazada de otro plagiado y dio a luz, le contó su impresionante historia a Andrea Peña, de Semana.com.

3 de octubre de 2009

"Mi nombre es Martha Lucía Vallejo Reyes. Tengo 34 años. Soy bacterióloga de la Javeriana y hace cuatro años las Farc me secuestraron en el Caquetá. Mi hija Sara, de dos años y medio, nació en cautiverio. Hace dos meses estoy en libertad.

Esta historia es tan larga como complicada. Nací en Paujil, Caquetá, en el seno de una familia paisa, y por tanto, enorme. Tengo diez hermanos. Mi papá murió hace 16 años. Mi mamá aún vive. No venimos de una familia adinerada, aunque algunos primos y familia lejana sí han hecho algo de plata. Aún así, la guerrilla me secuestró a cambio de una recompensa enorme.

Todo comenzó el 15 de octubre de 2005. Yo estaba en Florencia, en la casa de mis sobrinas. De repente llegó una camioneta, como color crema, y se parqueó al frente. Se bajaron dos tipos bien vestidos, normales. Se fueron entrando y dijeron que necesitaban hablar en otro sitio con la esposa de mi hermano, pero ella estaba muy enferma y entonces yo me ofrecí para ir. Pero Ana María y Luz Alexandra, las hijas de mi hermano, se fueron conmigo, obligadas por la cacha del revólver que uno de ellos nos mostró.

Nos montaron al carro y nos pidieron que nos agacháramos. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos fuera del pueblo, y después en una trocha, y después en el campo, y después ya sólo había guerrilla y selva. Nunca nadie nos dijo por qué nos llevaban, ni con quién debíamos hablar, ni nada por el estilo. Aunque sabíamos que el tema era plata. Simplemente, terminamos secuestradas por el séptimo frente de las Farc.

Mi historia y la de mi familia es igual de dolorosa a la de cualquier secuestrado en este país. Al comienzo nos trataban bien. Había ropa, comida. Después, todo fue un infierno. Terminamos en el campamento de un comandante al que le decían ‘Julio’. A veces nos dejaba sin desayuno hasta las once o doce del mediodía, y uno sin saber por qué.

Hubo días de físico terror. Recuerdo uno especialmente, después de que conocimos a Pablito, otro rehén que llegó al campamento. Él era callado, tímido, como reservado, pero le fuimos cogiendo cariño. No sé qué líos tuvo con el pago de su rescate, o con una plata, pero el comandante le gritaba que era un ladrón, un traicionero. De repente, una mañana, el 6 de mayo de 2006, lo recuerdo bien, el comandante nos mandó a mis sobrinas y a mí a bañarnos, pero a Pablo lo hizo quedar.

Nos fuimos con la guardia al río y ya nos íbamos a meter al agua cuando ¡pum, pum!, dos tiros secos. Nosotras llorábamos como locas. Ya qué baño, ni qué nada. Sabíamos que lo habían matado. A la guerrillera que estaba con nosotras también se le escurrieron las lágrimas, pero le tocaba llorar calladita. Cuando regresamos al campamento los guerrilleros ya estaban recogiendo sus cosas. Se las repartieron entre ellos y todo quedó así...

***

En julio de ese mismo año la historia de mi secuestro cambió totalmente. Después de tanto caminar entre Meta y Guaviare, nos reunieron con otro grupo de secuestrados. Ahí conocí a Luis, el papá de mi hija, también secuestrado por razones económicas.

Éramos ocho cautivos y nos cuidaban unos veintipico guerrilleros. Nunca estuvimos con secuestrados políticos o militares. En invierno nos la pasábamos pescando y era bueno porque había subienda. Era curioso ver a los guerrilleros con nosotros, todos unidos en torno a una atarraya, buscando algo de carne para comer.

Los días, las tardes y las noches eran para la fantasía. A nuestras manos llegó “Artemis Fowl”, un libro de 380 páginas que contaba historias de criaturas y duendes. Yo lo leía para todos. Le ponía misterio, gritaba, susurraba, les hacía gestos, abría los ojos, movía las manos. A ellos les gustaba eso. Pero a veces la voz no me daba, entonces otro lo hacía por mí, ¡pero no era lo mismo!. Entonces esperaban hasta uno o dos días a que se me aclarara la voz. El mismo libro lo leímos unas seis veces. Eso fue emocionante.

Ahí fue cuando yo me di cuenta que Luis se estaba como enamorando de mí. No me gustaba, pero él insistía, y yo era como descortés, antipática, a veces no me gustaba ni hablarle, ni mirarlo. Pero una noche, los guerrilleros nos dieron a probar un guarapo picho que habían escondido bajo tierra. Todos tomamos. Él me confesó su amor todo borracho y a mí me dio como pesar. El tiempo fue pasando y yo comencé a pararle bolas. Al final, acepté ser su novia.

En esas estábamos cuando sospeché que estaba embarazada. Le dije al comandante ‘Julio’ que necesitaba una prueba de embarazo y a él le dio risa nerviosa. Me la hice y obviamente salió positiva. Al comienzo él se asustó mucho. Después ya se emocionó y decidimos tenerlo. Jamás pensé en abortar.

Desde luego, fue un embarazo difícil. Yo sólo me tomaba el agüita de los caldos. No quería ni fríjoles, ni lentejas, ni nada de eso. Los nueve meses me la pasé agrandando mis pantalones y cosiendo ropa para el bebé con retazos de camuflado, pedazos de sudadera y chiros que me traían las guerrilleras.

Luis sólo estuvo conmigo los primeros cinco meses. Ya después nos separaron por orden de un comandante superior, nunca supimos por qué. Yo sufrí mucho y sé que él también. Pero así es la vida.

En las caminatas me desmayaba y duraba mucho tiempo sin comer y sin tomar agua. Por eso el comandante dio finalmente la orden de que me dejaran en la casa de una campesina hasta que yo tuviera el bebé. La señora me dijo que ella no era comadrona ni nada por el estilo, pero me aseguró que había ayudado a parir a muchas mujeres de por ahí, y que me iba a acompañar hasta que yo diera a luz.

Fue una semana entera con contracciones, mucho dolor y mucha angustia. Pero finalmente, por parto natural, de pie, Sara Isabel nació a las once de la mañana del primero de abril de 2007. Era un domingo de ramos.

Desde ese día, la niña se volvió mi vida y mi todo. Después de llevar dos años secuestrada, sin esperanza alguna de salir, Sara se convirtió en una ilusión real, palpable, mía y de nadie más.

Mi sobrina Luz Alexandra me ayudaba con la bebita y los guerrilleros la querían mucho. A mi otra sobrina, Ana María, la habían separado de nosotras porque le dio paludismo. Recuerdo especialmente una mujer guerrillera que siempre estuvo al lado mío cuando salíamos corriendo porque el Ejército estaba cerca. Ella era la que cargaba la niña, mientras yo llevaba el equipaje.

En esos días un guerrillero se me acercó y me dijo que Luis, el papá de Sarita, ya no estaba aquí. A mí se me bajó todo, me acordé de Pablo y pensé que a él también lo habían matado por no pagar el rescate. Pero no, me dijo que las Farc lo habían soltado, pero que yo no podía decir nada porque la orden era que no me contaran. Me alegré mucho por él, porque estaba en libertad, con su familia, el lugar de donde nunca debió salir.

***

Cuando Sarita tenía siete meses el comandante me llamó aparte. Hablamos largo, me dijo que el monte no era lugar para una bebé y me dio a escoger entre seguir secuestrada con la niña o entregársela a ellos para que se la llevaran a mi familia.

Por ese entonces ya todo el mundo se había enterado que Clara Rojas había tenido un hijo con un guerrillero. Entonces yo pensaba: ‘¿qué tal que lo mismo le pase a mi hija? Si ni a la misma Clara le cumplieron con entregarle el niño a la mamá, ¡qué me van a cumplir a mí!’.

Un mes entero estuve pensando y finalmente decidí entregarle a la niña. El 26 de enero del 2008 se la llevaron. La mandé con una carta explicándole a mi mamá cómo era Sara (para que no se la cambiaran) y contándole lo que le gustaba y lo que no. A los dos días Sara ya estaba con mi mamá, pero yo sólo me enteré ocho meses después. Fueron días de arrepentimiento, de miedo, de desconfianza, sentía que me moría. Nadie me daba razón de la niña y a veces yo presentía lo peor. Si algún día quedaba libre, ¿a dónde iba a buscarla?

Cuando por fin me enteré que estaba bien, descansé. Lo único que me dolía era no estar con ella, pero el hecho de saber que podía crecer al lado de mi familia, ir al jardín, estar con otros niños, tener juguetes, dormir en una cuna cómoda, tener sus vacunas y que no la picaran los mosquitos, me hacía feliz.

El tiempo fue pasando y mis sobrinas y yo seguíamos secuestradas, sin saber qué iba a pasar con nosotras.

Llegó el 2009 y a mitad de año, sin saber de dónde ni por qué, llegó la orden de nuestra liberación. Yo, literalmente, no lo podía creer. Pensé que era una broma, o una trampa para matarnos, o que mi familia había quedado en la física calle por pagar nuestro rescate. Pero no. A final de julio nos comenzaron a mover de un lado a otro y el 27 de ese mes vi por fin una carretera, carros, gente normal, tiendas, casas. Había vuelto a la libertad con mis sobrinas.

Cuando vi a mi familia, pensé que no iba a llorar. Fueron tantas las veces que lo hice secuestrada, que creí que ya no tenía lágrimas. Pero estallé cuando los vi a todos. Especialmente a mi niña. Estaba grande, caminando y decía mil palabras. Estaba de jeans, una camisetica rosada y colitas de colores. ‘Aquí está su hija, sana y salva’, me dijo mi mamá cuando me la entregó en los brazos. ¡Yo la abracé con unas ganas! Le tomé las manitas y se las empecé a pasar por mi cara. ‘Mi amor, yo soy tu mamá’.

***

Hoy trato de llevar una vida normal con mi hija, con mi mamá, con mis hermanos, con mis amigos. Todos los días hago un esfuerzo por quitarme el miedo de volver a perder mi libertad, y hago lo posible por no guardar dolor, ni rencor en mi alma por quienes nos hicieron tanto daño.

El papá de Sarita me llamó hace unas semanas. Supo que estábamos libres por el programa Las voces del secuestro. Él está fuera del país. Quién sabe cuándo volverá.

Ahora estoy buscando trabajo. Tengo una profunda necesidad de sentirme útil, pero llevo cuatro años sin ejercer y a veces eso me da un poco de temor. Sin embargo, el secuestro me volvió un poco más dura, menos temerosa ante la vida y siento que debo luchar el doble por mi felicidad y la de mi hija.

Hay momentos en los que me quedo mirando fijamente a Sara y siento mucha nostalgia de no haber visto sus primeros pasos, o de haberla escuchado decirme mamá. Lloro. Ahora por lo menos me dice mami y estoy en el proceso de enseñarle quién es y dónde está su papá. Mi ilusión más grande es que él se encuentre con Sara. Cuando tenga ese tema resuelto, será el turno de pensar en mí”.