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Viernes negro

Las escenas del Club El Nogal evocaban más a Ben Laden y a Tel Aviv que al tradicional conflicto colombiano. La guerra golpeó el corazón de la clase dirigente del país.

9 de febrero de 2003





Sobre el asfalto había escombros desperdigados y en el costado oriental de la séptima, en dirección norte-sur, se veían carros retorcidos. Pero lo peor era ver la gente que salía herida o con la cara negra por el humo. En las ventanas se asomaban personas agitando pañuelos blancos en forma mecánica y se oían los gritos anónimos que pedían la ayuda de los bomberos. Ciudadanos que llegaron al lugar del atentado comenzaron a ayudar a quienes caminaban heridos y desorientados por la calle. En ese momento personal especializado, policías y bomberos, les prestaron los primeros auxilios a quienes parecían tener las heridas más graves, entre estos el conductor de un Mercedes-Benz que murió minutos después. Entre todos los que habían acudido al lugar movieron los carros que habían quedado varados frente al club como consecuencia de la onda explosiva para crear un corredor de acceso a las ambulancias y los carros de bomberos. La presencia de éstos era prioritaria para apagar las llamas que amenazaban con consumir todo el edificio.

En el interior de éste se vivían historias igual de dramáticas. Ismael Duque, de 55 años, había llegado a El Nogal hacia las 7 de la noche, había estacionado su Renault Megane en el tercer piso del club y subido al quinto en un ritual que repetía con cierta frecuencia. Antes de ingresar al baño turco, para relajarse después de una semana de trabajo, pasó por la peluquería para que le cortaran el pelo. Luego ingresó a una sala del baño turco, se encontró con cinco amigos y se puso a conversar con ellos. Estaban hablando 'cháchara' en medio de los vapores cuando escucharon un estruendo impresionante, muy potente. Quedaron semidesnudos y a oscuras. Lo único que se les ocurrió fue abrazarse. Así los encontró uno de los trabajadores de esa área del club, que medio ahogado por el humo apareció milagrosamente con una linterna en la mano. A tientas, iluminados apenas por ese haz de luz, comenzaron a caminar en busca de una salida. A los pocos pasos tuvo que quitarse la toalla con la que se cubría y extenderla en el piso para evitar cortarse con los restos de la puerta de vidrio que tapizaban el suelo. Pasaron por una cafetería y cuatro de los miembros del grupo original bajaron durante 10 minutos por unas escaleras hasta alcanzar la carrera séptima. En el trayecto la mayoría se cortó los pies por cuenta de los numerosos fragmentos de vidrio que había en los escalones. En la calle, Ismael y sus amigos fueron auxiliados por el dueño de un apartamento, quien le regaló una camisa y le permitió llamar a la esposa de uno de ellos para que los recogiera en la esquina de la calle 77. El viernes, al filo de la medianoche, apenas repuesto de lo que acababa de vivir Ismael sólo pudo decir: "Eso fue terrible, nunca estuve tan cerca de la muerte pero hoy no me tocaba a mí".

Un drama similar sufrió el abogado Carlos Naranjo. El y su esposa dejaron a sus hijos pequeños, de 3 y 4 años, con la niñera en el quinto piso del club. Mientras tanto subieron al octavo para comer en el restaurante. Allí se encontraban cuando la sorpresiva explosión los lanzó de la mesa varios metros hacia el centro del lugar. El estallido, sumado al humo y la oscuridad, sembraron el pánico entre los comensales. La situación habría podido volverse caótica de no ser por el comportamiento sereno de los empleados del club, quienes trataron de tranquilizar a todo el mundo y de acercarlos hacia las ventanas mientras encontraban las escaleras de servicio. Por éstas evacuaron en forma ordenada a más de 100 personas hacia la carrera quinta. Sin embargo, Carlos estaba desesperado, no quería salir sin sus hijos. En el quinto piso intentó devolverse al edificio a buscarlos pero las llamas no lo dejaron atravesar. En ese momento perdió las esperanzas de encontrar a sus hijos con vida. No obstante, cuando llegó a la calle el aire fresco de la noche le devolvió el brío y a grito herido comenzó a llamarlos. El fuerte sentido de solidaridad que surgió entre los sobrevivientes del ataque fue lo que le permitió saber que sus hijos estaban a salvo. Una señora herida le contó que había visto salir a la niñera con los dos pequeños y que había visto cómo los montaban en una ambulancia. Luego se enteró que estaban fuera de peligro en la Clínica del Country.

¿Que paso?

En medio de la confusión de cientos de historias de horror como estas, las autoridades alcanzaron a pensar que la explosión había sido accidental por alguna falla en la caldera del edificio. Pero a medida que transcurrían las horas fue evidente que el estallido había sido un acto terrorista. El viernes a medianoche los informes oficiales daban cuenta de por lo menos 20 muertos y 150 heridos. Las dimensiones del ataque hacen pensar que Colombia puede estar, como lo dijo Justo Pastor Rodríguez, director nacional de Fiscalías, a las puertas de una nueva ola de terror como la que soportó el país en los tiempos de la demencial batalla contra la extradición. El atentado, dirigido contra la población civil indefensa, cientos de ejecutivos y sus familias que a esa hora se divertían y relajaban, parece más del estilo de las que puso en su momento el narcotráfico que las que ha puesto la guerrilla en los últimos meses en su campaña de terrorismo urbano.

La batalla que libra el Estado contra las organizaciones del narcotráfico, más silenciosa que su lucha contra la guerrilla, no ha sido por eso menos intensa. Desde el 7 de agosto han sido extraditados 34 colombianos acusados de narcotráfico o de lavado de dinero producto del tráfico ilícito de drogas. Una cifra récord si se tiene en cuenta que durante todo el cuatrienio de Andrés Pastrana fueron extraditados 78. Fuera de esto el gobierno está fuertemente comprometido con una política para agilizar las extradiciones y los procesos de extinción de dominio de las propiedades de los narcotraficantes. Esto sin contar la aceleración de la fumigación de los cultivos ilícitos que también ha alcanzado registros nunca antes vistos en los escasos meses que lleva el nuevo gobierno. En 2002 se fumigaron 72.000 hectáreas de coca, más del doble de las 32.000 de 2001. El principal abanderado de esta política ha sido justamente el ministro del Interior y de Justicia, Fernando Londoño, fundador y presidente de la junta directiva del Club El Nogal.

No obstante, como el país también ha arreciado en una lucha contra la guerrilla, no se puede descartar que ésta pueda ser la autora del demencial atentado. En los últimos meses las Farc han venido traspasando los límites que les imponía la ética de su guerra revolucionaria, y cada vez con mayor frecuencia han cedido a la tentación de acudir al terrorismo para mostrar fuerza. La guerrilla casi siempre ha atentado contra la Fuerza Pública o sus instalaciones, y es en estos ataques que han caído las víctimas civiles. Pero en los últimos cuatro grandes atentados fueron mucho más allá. El ataque al Palacio de Nariño el día de la posesión de Alvaro Uribe, los cuatro carros bomba a control remoto que no estallaron en Bogotá, la bomba de Residencias Tequendama y el reciente atentado contra la Fiscalía de Medellín tenían como objetivo blancos civiles.

La fecha de esta bomba en El Nogal, un año después que se rompiera el proceso de paz entre el gobierno de Andrés Pastrana y las Farc, y se levantara la zona de distensión en el Caquetá, hace pensar en la carga simbólica del mensaje de terror. Así mismo, el ministro Londoño ha sido un aguerrido crítico de los integrantes de la guerrilla, a quienes ha calificado en repetidas oportunidades de terroristas y narcotraficantes. Y atacar El Nogal es atacar de cierta forma al gobierno que él representa. "Todas las capturas por atentados terroristas como los intentos de atentado que hemos neutralizado han sido planeados por las Farc o por las milicias de las Farc. Cabe presumir en este caso relaciones entre narcos y terroristas", dijo a SEMANA la ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez. Tampoco se puede desconocer que atentar contra este club, uno de los más exclusivos de la capital, es una forma delirante de decirle a la clase dirigente del país que la guerra también es con ellos.

Son tantas las veces que los periodistas colombianos han escrito que se llega a una nueva etapa del conflicto que esa frase se ha convertido en un lugar común. Pero aún así, el asesinato colectivo de civiles, en un lugar de reunión de la clase dirigente colombiana, indudablemente no tiene antecedentes, si se trata de la guerrilla.

Sólo Pablo Escobar había llegado a ese nivel de barbarie en la sangrienta historia de la violencia colombiana. No se sabe qué es más grave. Si la responsabilidad fuera de la guerrilla esto significaría que ha llegado a un nivel de demencia más propio del fanatismo religioso del Medio Oriente que del tradicional conflicto colombiano. Si el objetivo era acelerar el regreso a la mesa de negociación el resultado puede ser exactamente lo contrario. La reacción colectiva, por lo menos la inicial, es que la opinión se radicalice hacia una salida militar. A pesar de que la situación social y económica sigue siendo dramática, atentados como éste fortalecen el respaldo al Presidente para enfrentar militarmente al terrorismo.

Si de casualidad fue el narcotráfico se estaría volviendo a los tiempos negros de Pablo Escobar. Sólo que ahora serían dos las fuerzas que estarían atacando a la sociedad colombiana a punta de un terrorismo indiscriminado.