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REPORTAJE

Custodios del Yurumanguí

Uno de los ríos mejor conservados del Pacífico ha sobrevivido gracias a la tenacidad de una pequeña comunidad que lo ha defendido a capa y espada. Sin alternativas prontas que hagan rentable cuidar el bosque, podrían sucumbir a la presión de la coca y la minería que acechan peligrosamente.

Lorenzo Morales
27 de noviembre de 2018

En San Antonio de Yurumanguí casi todo viene de la espesa selva que los rodea: las casas, las mesas, las camas y sus embarcaciones de madera; la plantas para curar el mal de ojo o los parásitos; la papa china que siempre está en el plato y la caña con la que fabrican el viche, su licor tradicional; de los troncos rollizos salen sus instrumentos, la marimba, las tamboras y el wasá. Después del colegio, la ebanistería comunitaria es la casa más grande del pueblo.

“La encomienda de mi abuelo eran sólo tres cosas: sal, petróleo y tabaco. Todo el resto estaba aquí”, cuenta Graciano Caicedo, representante del Consejo Comunitario del río Yurumanguí, un territorio colectivo de negros que habitan este río, a unos 60 kilómetros de Buenaventura, el principal puerto de Colombia sobre el Pacífico.

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El río Yurumanguí puede ser una de las últimas cuencas conservadas de este litoral colombiano. El 98% de las 65 mil hectáreas de la cuenca están cubiertas de bosque y mangle, según un estudio reciente de la Universidad del Tolima. “Sí, quizás sea cierto que no queda otro río como este”, dijo Mauricio Salazar, ingeniero forestal de Fondo Acción, una ONG que trabaja en el Pacífico, después de repasar mentalmente los otros ríos en los que ha trabajado desde hace 10 años, desde Nariño hasta Chocó.

“Tenemos una organización de 50 líderes a lo largo del río dedicados a la conservación del río”, explicó Arbey Díaz, secretario general de la Asociación Popular de Negros Unidos del río Yurumangui, Aponury. “La gente de Yurumanguí, aunque ha vivido de la minería artesanal y la madera, tiene una conciencia ambiental y de respeto por el territorio”.

Mantener a salvo de la deforestación los casi 100 kilómetro de este río que nace en el Parque Nacional Farallones en el Valle del Cauca y muere en un gran delta en el océano ha sido una tarea a la vez titánica y silenciosa. La comunidad lo ha hecho, hasta ahora, sin apoyo del Estado y conteniendo el avance de la minería mecanizada y la coca.

Foto: David Fayad Sanz/Bosques Territorios de Vida

En 2017, Colombia perdió cerca de 220.000 hectáreas de bosque, la cifra más alta desde 2010, según el IDEAM, la entidad oficial que monitorea los bosques que Colombia. En 2018 la pérdida será mayor, estiman ya los expertos. En el segundo semestre de este año, casi la mitad (47%) de las alertas tempranas por deforestación fueron en el Pacífico, sobretodo en Chocó.

Un análisis satelital de la zona, utilizando el mapa interactivo de Global Forest Watch, muestra desde 2001 la rápida expansión de la deforestación en los ríos Naya (frontera con Cauca) y Cajambre, los dos ríos vecinos. En el Naya, afectado sobre todo por los cultivos de coca, el foco de deforestación muestra una tendencia de crecimiento hacia la cuenca del Yurumanguí.

“Para muchos Yurumanguí es el río más pobre de este sector”, dijo Díaz, sentado bajo el alero de un puesto abandonado de telefonía pública del pueblo. “Aquí no llegan botellas de whisky como al otro lado”. Tampoco hay acueducto, alcantarillado, electricidad ni señal de celular.

En Yurumanguí resistir ha tenido un alto precio. En 2001 grupos paramilitares masacraron a 8 personas en El Firme, uno de sus caseríos. Ahora han entrado las disidencias del frente 30 de las Farc y bandas criminales asociadas al narcotráfico que intentan copar el espacio que dejó la desmovilización de la guerrilla. Algunas de estas estructuras tienen intereses en la coca, la minería y la madera.

¿Cómo puede un grupo de personas, en condiciones muy precarias y rodeadas de economías ilegales, resistir y defender un proyecto comunitario de conservación y una economía que busca opciones en lo legal?

Para muchos la clave ha sido una organización social con un gobierno fuerte que ha defendido su autonomía y el bienestar que asocian con vivir en su territorio. Esa fuerza, según ellos, viene de sus antepasados, esclavos que fundaron en este río palenques de esclavos revelados de las minas de oro que se explotaban aquí desde el siglo XVI.

Pese a las dificultades de conexión, los kioskos vive digital ofrecen a los habitantes de la zona la posibilidad de comunicarse vía telefónica o a través de Whatsapp. Foto: David Fayad Sanz/Bosques Territorios de Vida. 

“Aquí hay una ventaja y es que hasta los grupos armados nos han respetado”, dijo Graciano Caicedo, representante del Consejo Comunitario. “Pero no es fácil”. Aunque el río parece tranquilo, lanchas artilladas de la Armada Nacional lo recorren con frecuencia.

A comienzos de este año recibieron un importante espaldarazo. Una sentencia de restitución de tierras, la segunda en favor de una comunidad negra en Colombia, reconoció su propiedad colectiva sobre unas 55 mil hectáreas de bosque y les devolvió sus derechos colectivos. Una cosa es defender el territorio invocando a los ancestros y otra con papeles y títulos en mano.  

“La sentencia les ha dado un impulso muy importante”, dijo Carolina Montoya, una consultora de Codhes, una ONG que los está apoyando en la formulación de un Plan de Desarrollo con Enfoque Territorial, una de las tantas herramientas creadas por los Acuerdos de Paz para los territorios más golpeados por la guerra.

Sin embargo, ese logro admirable de conservación y gobierno del territorio podría resquebrajarse. Conservar el bosque sin retornos tangibles hace cada vez más difícil mantener a la gente unida en el propósito y debilita el discurso de sus líderes.

“Hemos tenido miles de propuestas de minería y miles de amenazas”, dijo Díaz anterior representante del Consejo Comunitario. “Yo mismo recibí amenaza directa por no dejar entrar coca”. Como Díaz, al menos unos 20 líderes del río tienen medidas especiales de protección.

Buscando alternativas

“Aquí todo está prohibido”, se quejó Luis Carlos Caicedo, conocido como “Nonguí”, un negro espigado de espalda ancha y manos fuertes en una reunión de aserradores en un pensadero, un kiosko donde en las tardes se junta la gente a hablar y a contemplar el río y el follaje tupido de la selva. “No coca, no minería, no tala. Está bien, ¿entonces qué?”.

Para Nonguí, como para otros 200 corteros de madera que viven en la parte baja y media del Yurumanguí, la madera ha sido su sustento. Por cómo la explotan —con métodos como la entresaca que permiten la regeneración del bosque—, la tradición de cortar madera, en parte, ha evitado la tierra arrasada de la minería y la troza masiva para plantar coca. Es una explotación casi doméstica, cada quien explota lo que necesita.

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Pero la presión de los intermediarios que pagan poco y el encogimiento de otros ingresos ha ido erosionando esas prácticas ancestrales. Hoy día ya no se respetan las tallas de corte como antes “ya sea porque no se encuentran árboles con tales dimensiones o porque los cortan muy por debajo de los diámetros establecidos”, dice un diagnóstico reciente de la CAR.

Los Yurumangueños tienen un plan de aprovechamiento forestal autorizados por la autoridad ambiental del departamento, que les permite explotar 750 hectáreas de bosque a lo largo de 4 de las 25 quebradas que nutren el río. Sin embargo, la explotación ya ocurre en al menos otras 12 quebradas, según reconocen los mismos aserradores.

“Antes, subiendo por las quebradas, uno sacaba buena madera a dos kilómetros, ahora toca ir más lejos, a cuatro o más kilómetros”, dijo otro de los corteros, un hombre ya viejo, que también se sentó en el pensadero. Se quejó de que su trabajo es cada vez más duro y peor pagado. “Hace 10 años el precio de la madera no sube”, explicó.

Lo importante de la tala es hacerla de manera responsable y coordinada entre las comunidades y las autoridades locales, tanto tradicionales como no tradicionales. Foto: David Fayad Sanz/Bosques Territorios de Vida. 

“No queremos explotar más el bosque, estamos cansados, pero necesitamos a alguien que nos diga que podemos hacer otra cosa”, reclamó Nonguí.

La falta de alternativas rentables a la coca y la minería es lo que le está abriéndo grietas a los argumentos de los líderes de la conservación. Un campanazo de alerta fue la rebelión de unos 50 miembros de la comunidad que a mediados de este año y bajo el lema “Buscando mejor vivir” decidieron sembrar coca, desafiando la ordenanza comunitaria.

Las mujeres juegan un papel importante de liderazgo y de transmisión de la cultura, que es la base para la conservación de los bosques. Foto: David Fayad Sanz/Bosques Territorios de Vida. 

“Sembré tres hectáreas. Con esa plata iba a arreglar mi casa”, me contó Nonguí, una mañana que lo acompañé en su balsa a cortar un árbol. Pero cuando la comunidad se enteró, activaron una comisión para erradicarla. “Las leyes nuestras, a fin de cuentas, hay que respetarlas”, sentenció. Dijo que lo había hecho desesperado de ver promesas, como la de un proyecto de siembra de arroz, que nunca les cumplieron.

Pero las tentaciones siguen silenciosamente vivas, en especial entre quienes en algún momento han tenido contacto con alguna de las facetas del lucrativo negocio de la coca que los circunda. Por ejemplo, uno de los hombres que reprendió a Nonguí por sembrar coca había tenido hace años una “cocina” de cocaína cerca al mar.

“La cosa está tan dura que más gente está que entra en ese grupo”, dijo Juan Evangelista García, otro aserrador. “Los muchachos no pueden aguantar hambre”, dijo.

Un plan podría asegurar que ese frágil equilibrio que hace incierto el futuro del Yurumanguí se incline de manera definitiva hacia la legalidad y la conservación de su bosque. El Ministerio de Ambiente y la FAO pondrán a prueba un piloto de forestería comunitaria que espera generar una economía sostenible. Modelos similares han sido exitosos en la selva del Petén en Guatemala y algunas regiones de México.

El valor de este bosque ya lo aprecian otros. La gente de Yurumanguí firmó hace poco con un acuerdo de entendimiento con Terra Bela Capital, un fondo de inversión de California, EE.UU, que invierte en proyectos de agricultura y forestería sostenible. Hay interés de aprovechar maderas como popa, caimito, tangaré y shakiro. También recursos no maderables como achiote, vainilla y palma de naidí (o asaí).

“Donde hay comunidades fuertes, no es que no se deforeste, pero se conserva más”, dijo Adriana Yepes, coordinadora del proyecto en FAO. “Hay que volcar la mirada sobre esos territorios que están bien conservados pero en riesgo si no se hace nada”.

Si funciona en Yurumanguí (también se va a probar en Antioquia, Tolima y Cauca), sería un modelo que podría convencer a otras comunidades de que conservar el bosque sí paga. Eso es lo que necesitan ver pronto los corteros y muchos otros que viven en este río. “Hay plata para el que destruyó – decía Nonguí al final de la reunión en el pensadero -  pero ¿cómo vamos a animar al que conservó?”

*Este reportaje fue desarrollado en el marco de la Escuela de Periodistas Pacífico, una iniciativa de Bosques Territorios de Vida, Estrategia Integral de Control a la Deforestación y Gestión de los Bosques, del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible. Con el apoyo de GIZ, ONU Redd, Banco Mundial, Fondo Cooperativo del Carbono de los Bosques y Fondo Acción.

*Lorenzo Morales es periodista y profesor de la Universidad de los Andes y del Centro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible para América Latina-CODS