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OBITUARIO

La muerte de Dilan Cruz, por Andrea Mejía

“Un día como hoy caemos todos, como multitud que ha sido golpeada, en una mudez desde la que, sin embargo, es importante intentar “decir” algo”.

Felipe Sánchez Villarreal
26 de noviembre de 2019

La muerte de un estudiante causada por el Esmad, una facción particularmente violenta y cuestionada de la policía colombiana con una historia ya oscura detrás, es algo que nos ha dejado “sin palabras”. Temíamos algo parecido; pero una cosa es el temor y otra el carácter irreversible de una muerte, de una muerte así. Más allá de la expresión “quedar sin palabras” y del estado emocional que le corresponde, intentamos de todos modos, de manera penosa, llenos de penuria y de vergüenza, buscar las palabras y el lenguaje. En las redes sociales la avalancha de reacciones es afortunada, supongo, entre otras cosas como expresión de la rabia y del desconsuelo. Ojalá no sea un vehículo de adormecimiento, un camino al ruido del fondo, al zumbido. En todo caso puede que el intenso fragor social, virtual y real, no oculte del todo algo: que en un momento como este quedamos abatidos, aislados de los demás, muy vulnerados para poder comunicar. Un día como hoy caemos todos, como multitud que ha sido golpeada, en una mudez desde la que, sin embargo, es importante intentar “decir” algo.

Intentar, para empezar, permanecer cerca de la fuerza de la imagen que se nos ha puesto en frente, del problema que nos ha caído, que nos ha sido lanzado; y permanecer en el dolor que nos causa. La muerte de un estudiante desarmado en manos de un agente de una fuerza pública armada, no es solo un hecho particular: es una imagen arquetípica, una Idea de la historia. Es algo que habla solo, que brilla con una luz muy clara a pesar, o más bien a causa, de la gravedad que carga. Es una figura que aparece y parece que nos dijera por un momento (¡y sin palabras!): no hay nada más que decir. Por eso, la discusión que esta muerte desate, tan importante y necesaria, en las redes, en el Congreso, no debe neutralizar la claridad que procura esta imagen, esta idea. Esa claridad debe guiar la discusión urgente e inaplazable por venir.

Una idea habla por un camino que pareciera más directo que el lenguaje. Basta estar ahí. Una idea tiene una fuerza moral que sacude y agita la historia. Es una conmoción, marca una ruptura. Una idea habla siempre al futuro. Ella es más que una advertencia o una amonestación, porque lo terrible de la historia está en la posibilidad, siempre abierta, de que lo irrepetible se repita, vuelva una y otra vez, en esta forma arquetípica, fantasmal, y al mismo tiempo tan encarnada. Una idea es verdadera porque no viene de nosotros mismos, nos llega en tiempos así, donde muchas cosas importantes están en juego; nos llega del otro, de los otros, de los estudiantes con su juventud y su vida, de las pulsiones tan pobres que corren “del otro lado”, del lado de los que usan uniformes y armas pagadas por nosotros mismos, pagadas con esos impuestos que no se destinan a los estudiantes para que ellos puedan cargarse de futuro y puedan verter sobre nosotros su fuerza y su posibilidad. Una idea se rebela contra nuestras ganas de narrar, de opinar. Una idea así nos despierta. ¿Quién no está hoy despierto, con o sin lágrimas en los ojos? 

Y quizá lo último que puedo por ahora intentar decir es esto: no es por haber quedado inscrito en una figura imborrable, universal, moral, histórica, que no podamos y debamos honrar y llorar a Dilan Cruz, hoy, en su singularidad irreductible, irrepetible. Que viva Dilan. De verdad.