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Tiempos violentos

Los casos de Andrés Escobar, cuyo aniversario de muerte se cumplió esta semana, y Jaime Garzón ilustran lo difícil que es separar el mito de la realidad.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
7 de julio de 2017

Hay noticias tan impactantes que uno se acuerda dónde estaba y qué estaba haciendo cuando las escuchó por primera vez. Para mis padres fueron dos asesinatos: el de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 en Bogotá y el de John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963 en Dallas. Para quienes crecimos en Colombia durante la década de los 90, dos acontecimientos dejaron una huella sobre nuestra siquis: los homicidios del futbolista Andrés Escobar y el humorista Jaime Garzón. Parecían confirmar lo peor: que en Colombia mataban por equivocaciones deportivas y por burlarse de los políticos.

Esa mañana del sábado 2 de julio de 1994 me encontraba en Washington DC cuando por televisión se transmitió la noticia aterradora: el defensor de la selección Colombia, Andrés Escobar, fue asesinado esa madrugada en Medellín. Escobar, dijo el locutor, hizo un autogol en el partido contra Estados Unidos durante el mundial. A partir de ese momento, los dos hechos se entrelazaron en la opinión pública, como una causa – el gol en contra- y el efecto: su muerte violenta. Aún hoy es común encontrarse con extranjeros que al hablar de Colombia mencionan el crimen.

El problema con esa versión es que no es cierta. A Andrés Escobar no le segaron la vida por esa equivocación en el campo de juego. En un fascinante escrito publicado en el El Espectador en el vigésimo aniversario de ese asesinato, el fiscal del caso cuenta como Humberto Muñoz, el conductor de unos mafiosos, mató a Escobar no porque desvió un centro que terminó en autogol, sino porque el jugador estaba discutiendo con sus jefes. Sólo llegó a enterrarse de la identidad de Escobar después del hecho. Algunos dirán que es una leguleyada - que el altercado con los narcotraficantes era por el autogol- pero Andrés Escobar no murió por esa razón. Su error fue pelear con unos bandidos en la Colombia de entonces, donde se aplicaba la lógica de disparar primero y preguntar después.

La muerte de Jaime Garzón el viernes 13 de agosto de 1999 también me estremeció. Había tenido la oportunidad de conocerlo y no me perdía sus divertidos programas de sátira política. Era un gran colombiano; una pérdida incalculable para el país. En el momento de su asesinato, Garzón también ejercía como periodista en Radionet, razón por la cual es uno de los colombianos incluidos en el muro de comunicadores mártires en el Newseum en Washington DC. Si bien la Fiscalía el año pasado declaró el crimen de lesa humanidad con el fin de que no prescribiera la investigación, desde hace varios años se conoce el móvil, mas no la identificación de todos los responsables. A Garzón lo mataron no por periodista ni por humorista, sino por intermediario para la liberación de secuestrados (Esa labor es reconocida incluso en su placa en el Newseum). Para Carlos Castaño, algunos militares y otros miembros del Estado, el interés de Garzón no era humanitario. En la Colombia de finales del siglo XX, tal vez no había encargo más peligroso que persuadir a las FARC y al ELN que soltaran a algún rehén y al mismo tiempo, evitar ser rotulado de amigo de la guerrilla.

Los casos de Andrés Escobar y Jaime Garzón ilustran lo difícil que es separar el mito, convertido en la sabiduría convencional, de la fría realidad. Nada de lo que relaté es nuevo. Pero va en contravía de la narrativa conocida. Es, irónicamente, más fácil aceptar que a Escobar lo mataron por futbolista y a Garzón por humorista. Toda muerte violenta, pensamos, debe tener una justificación. Parece imposible que esos dos hombres tan ejemplares murieran no por lo que representaban para la sociedad sino por otras razones menos espectaculares.

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