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Carrasquilla

¡Qué fácil resulta agraviar e insultar!; ¡con qué liviandad juzgamos en público a nuestros semejantes, indiferentes al daño que les hacemos!

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
27 de septiembre de 2018

Los duros ataques de que ha sido objeto el ministro Carrasquilla carecen de sustento. En el debate realizado en el Senado se estableció con claridad que no caben contra él reproches de índole legal, como tampoco faltas a la ética, que son las que suelen aducirse cuando las primeras (que son las únicas por las que estamos obligados a responder ante la justicia) son endebles o huérfanas de valor. Si otra fuera la realidad, los organismos de control o los jueces competentes en materia penal hace ya varios años que le habrían formulado cargos. Que aquello que fue conocido y debatido años atrás de nuevo recupere preeminencia, es consecuencia de una estrategia política encaminada a debilitar al nuevo gobierno. Nada habría que objetar si los reproches contra el ministro tuvieren sustento.

El rencor y debilidad de las glosas contra Carrasquilla me traen a la memoria el caso del capitán Alfred Dreyfus en la Francia de fines del siglo XIX. Dreyfus fue condenado en dos procesos judiciales diferentes por el delito de traición a la patria consistente en la entrega de información militar reservada al gobierno de Prusia.  Este héroe de la resistencia contra la injusticia y los prejuicios no cometió ese crimen, pero todo conspiraba contra él. Su condición de judío, y, además, de nacido en la Alsacia, provincia que Francia había perdido hacía poco en la guerra entre ambos países, lo convertía en el “chivo expiatorio” perfecto, hasta el punto de que el alto mando castrense encontró rentable para sus intereses políticos perseguirlo y ocultar al verdadero culpable.

En el debate senatorial, y en los que con posterioridad han tenido lugar en los medios, se ha insistido en el vicio de la llamada “puerta giratoria”, el aprovechamiento por los funcionarios en su propio beneficio de las estructuras normativas que contribuyeron a crear.  Está demostrado que el rediseño de las reglas fiscales relativas a la participación de las entidades territoriales en los recursos de la Nación, en las que el ministro participó, son, apenas, el antecedente remoto y contingente de las normas que permitieron a los municipios tomar créditos de inversión para el desarrollo de programas de agua potable y alcantarillado, las cuales fueron puestas en vigor mucho después de su gestión. Nadie ha aportado prueba alguna en contrario.

Buena parte de las acusaciones revelan una notable incomprensión de las operaciones financieras estructuradas. Esa ceguera, en unos casos, puede ser de raíz cristiana: el dinero es, como sabemos, “el estiércol del demonio”; no conviene ocuparse de eso que es nauseabundo. En otros, provenir de cierto ideologismo pueril para el cual la movilización del ahorro financiero de la economía es una actividad parasitaria que ningún valor agrega a la sociedad, o que, al revés, por su importancia para la sociedad debería suministrarse por el Estado. Otro es el problema: necesitamos mercados financieros y de capitales mucho más profundos para apalancar el desarrollo nacional.  Y grados mayores de competencia en ciertos segmentos del mercado.

Una de las glosas que en mayor medida sorprenden consiste en que a los municipios tomadores de unos créditos concedidos con plazos de 19 años (un beneficio inusual incluso hoy en día) no se les hubiere ofrecido la posibilidad de prepagarlos en cualquier momento.  Por supuesto, esa opción era posible, pero habría generado un factor de incertidumbre sobre el retorno esperado por los inversionistas, los cuales, para compensarlo, habrían exigido tasas de interés mayores a las que se establecieron, no por capricho, sino luego de subastas realizadas bajo las reglas a la sazón vigentes. Así funciona el mundo y sus alrededores.

El ministro ha demostrado hasta la saciedad que su papel fue de asesor, con otros distinguidos profesionales, en el diseño de los préstamos que los municipios tomaron en ejercicio de las autonomías que, sin duda, les corresponden. Mal podían Carrasquilla y sus colegas intervenir para que los recursos fueran adecuadamente invertidos. Es lamentable que hayan sido dilapidados o desviados en beneficio particular, circunstancia que pone de presente la endeblez institucional de muchos de ellos y, tal vez, las falencias en la supervisión ejercida por las autoridades nacionales.

Establecer si en estos años posteriores a la fallida operación de los bonos de agua la calidad de los gobiernos de los municipios medianos y pequeños ha mejorado, constituye un debate indispensable. Sabemos que en muchos casos guerrilleros y otros delincuentes los han saqueado, y que los episodios de corrupción son frecuentes. Una política de fortalecimiento institucional de las entidades territoriales debería adelantarse durante este cuatrienio.

En 1906, diez años después de que fuera conocido el autor del delito falsamente atribuido al capitán Dreyfus, la justicia de su país lo restituyó en su cargo con honores. Todavía era un hombre idóneo para la carrera militar y como tal sirvió a su patria durante la Gran Guerra de 1914. Confío en que no será necesario un proceso tan largo y tortuoso como ese para que dejen a Carrasquilla realizar sus tareas como ministro en la difícil coyuntura fiscal en la que nos encontramos. Propuestas importantes y polémicas nos hará dentro de poco. Estudiarlas con rigor debe ser la tarea que suscite nuestras preocupaciones.

Briznas poéticas. De Horacio Benavides este texto, bello y transparente como un manantial: “Ah si el alma / pudiera despedirse / amistosamente del cuerpo / Si le dejara dormido / y saliera en puntillas / como una madre que se aleja / Ah si el alma olvidara / mutuas ofensas / viejos rencores…”

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