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Atenuar los daños

Cuando podamos regresar a las calles, el paisaje urbano nos parecerá gris, así el sol sea radiante. Muchas empresas, grandes y pequeñas, no podrán a abrir.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
8 de mayo de 2020

El Comité Asesor de la Regla Fiscal ha señalado que el déficit fiscal este año podría ser del 6,1 %, cifra consistente con una caída del producto económico del orden del 5,5 %. Pongamos esas cifras en contexto. Este año la brecha entre el gasto de la Nación y aquella financiada con recursos propios fue del 2, 5 % del PIB; la deuda pública, pues, se va a disparar. Y si la contracción del aparato productivo fuera de esas magnitudes -y ojalá que no lo sea-, sería la peor recesión registrada en Colombia, mayor que la de 1930, que se estima en el 3 %, y la de 1999, cuando fue del 4,5 %. ¿Y eso a mí qué me importa?, dirá el ciudadano del común. 

Pues mucho: el empleo es función directa del crecimiento. Durante esa última crisis el desempleo afectó a una cuarta parte de la población económicamente activa. En el foro realizado esta semana por la Cámara de Comercio de Medellín, Eduardo Lora, a partir de información provista por el Dane, señaló que en el lapso interanual terminado en abril debieron perderse entre 3,5 y 4 millones de empleos, un número escalofriante. En mayo podría comenzar a disminuir el ritmo de la mortandad laboral (que no el número absoluto de cesantes) en la medida en que se permitirá, de manera prudente y paulatina, el regreso al trabajo. Las amenazas de sanciones que, por motivos puramente ceremoniales, emite el Ministerio del Trabajo, son inocuas. Al empresario que ha quedado en insolvencia no le importan las sanciones por despedir trabajadores; si está en incapacidad de pagar los salarios, le traen sin cuidado las multas.

Hemos entrado así en una nueva fase de la lucha que la sociedad libra contra la pandemia y las desastrosas consecuencias de la estrategia de confinamiento, que no consiste en evitar los impactos negativos, que ya son inexorables, sino en tratar de reducirlos. Haré un énfasis. No es el coronavirus el causante del hundimiento de la economía. Pudimos haber optado por una política de salud pública distinta: dejar que la epidemia se expandiera sin obstáculos, generando la inmunidad de la gran mayoría de la población, y preparándonos para recibir en los hospitales a aquellos, relativamente pocos en relación con la población general, cuya vida la enfermedad ponga en riesgo. En este escenario, el daño a la economía y el empleo habrían sido mínimos. Subyace, sin embargo, en esa política un compromiso de solidaridad excepcional. La sociedad paga un precio enorme para reducir una mortandad que, en magnitudes menores, está ocurriendo. Nunca se sabrá con certeza cuántas vidas se salvaron y, menos todavía, quiénes recibieron ese beneficio inconmensurable. Ustedes y yo mismo, quizás.

Las autoridades, por supuesto, tienen el mérito derivado de su firme liderazgo, el cual de nada serviría si los ciudadanos en su gran mayoría no acatáramos las instrucciones (algunos, sumidos en la pobreza, no pueden). Se conjugan así elementos de fortaleza institucional y de cultura cívica. Conjeturo que este factor explica en buena parte las diferencias, por ejemplo, entre Bogotá y Medellín. En mi ciudad natal la tasa de reproducción es inferior a uno. Las víctimas fatales son pocas.

Dijimos antes que el déficit va a crecer mucho este año, lo que implica que la solución de la crisis se afrontará, en el corto plazo, con volúmenes mayores de deuda pública. Esa es la solución que la generalidad de los países, cada uno de acuerdo con sus circunstancias, está desarrollando. No es este el momento de decretar nuevos impuestos. Una reforma tributaria ahora nos distraería del objetivo urgente de sobrevivir; difícilmente, hecha a las carreras, sería estructural; no generaría de inmediato los recursos que con urgencia se requieren; no sabemos todavía cuánto nos costará salir de la recesión y, por lo tanto, cuál debería ser la meta de recaudo; en el próximo futuro se requieren estímulos para reactivar las actividades productivas y el consumo, no cargas. Primero hay que estabilizar al paciente; luego intervenirlo. Tiempo habrá para discutir una reforma tributaria que fortalezca el ingreso fiscal y sea progresiva.

Carlos Ronderos, en ‘Portafolio‘, ha señalado las falencias jurídicas del confinamiento: las restricciones a la circulación requieren un fundamento normativo explícito que no se aprecia con claridad leyendo los decretos pertinentes. A esas glosas quiero añadir otra: la orden consistente en que cuando todos los demás puedan salir, los mayores de sesenta (o setenta, da igual) debamos permanecer en nuestras casas, tugurios o debajo del puente. ¿A cuenta de qué? Es verdad que somos más vulnerables, pero no más contaminantes. Si nos pueden encerrar para protegernos, igual podrían obligarnos a bajar de peso, a abstenernos del licor (o del sexo), a hacer ejercicio, a rezar el rosario…Tenga presente el Gobierno que la libertad es un derecho fundamental del que también los ancianos somos titulares. Mientras no perjudiquemos a otros podemos a hacer con nuestras vidas lo que nos venga en gana.  ¡Ah!, y por favor, no nos llamen abuelitos. Nadie está autorizado a usar ese apelativo salvo nuestros nietos. 

Briznas poéticas.  Nada sé de Juan Carlos Bayona salvo que escribió este bello texto que comparto: “Limitarse a vivir / estrictamente. / Evitar el crepúsculo, / evitar la alborada. / Tal vez dejar pasar el tiempo / sin premura / y esperar a que pases / de repente”.

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