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Campo minado

Grave sería para el Gobierno asumir una posición osada sobre el fin del Fast Track, el cual, inexorablemente, concluye el 30 de noviembre

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
2 de noviembre de 2017

Guillermo Rivera, ministro del Interior, es funcionario honorable, de limpia trayectoria personal y coherente en su actividad política, antes como parlamentario en representación del Putumayo, una región martirizada de Colombia, y ahora como funcionario comprometido en sacar adelante el acuerdo del Teatro Colón, cuya suerte se complica cada día, en especial luego de la reciente carta de la fiscal de la Corte Penal Internacional en la que hizo severas advertencias sobre varios aspectos cruciales de la JEP que han sido objeto -es preciso reconocerlo- de cuidadosas negociaciones con el estamento castrense, las Farc y voceros de los empresarios.

Según el ministro Rivera, el procedimiento abreviado que conocemos como fast track no vencería el 30 de noviembre, fecha en la que se cumple un año desde la refrendación del acuerdo por el Congreso, sino un mes después. En primer lugar, esta aseveración me parece contraproducente desde el punto de vista político. Le quita presión a los parlamentarios, incluidos los de su propia coalición, que ya andan bastante aburridos con la película que han visto todo el año.

Mejor habría sido mantener la idea de que el fast track vence al finalizar noviembre, como muchos creemos, para argumentar más adelante, ante la inminencia del vencimiento del plazo, que se cuenta con un mes de gracia. Como ya no sucedió así, es preciso considerar los fundamentos de la tesis ministerial, y las consecuencias que tendría seguir legislando bajo el fast track más allá de la fecha que sea correcta desde el punto de vista legal.
Según el Acto Legislativo 1 de 2016, el fast track tendrá una duración de seis meses prorrogables por otros seis “contados a partir de la entrada en vigencia del presente acto legislativo”, lo cual debería haber sucedido en el momento en que ocurriera “la refrendación popular del Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. En sana y leal hermenéutica, habiendo fallado la condición de la que dependía la puesta en marcha del fast track, pues el Gobierno lo perdió en las urnas, jamás podría haber entrado a funcionar ese procedimiento extraordinario.
¿Qué pasó entonces? Que se reabrió la negociación con las Farc y se firmó el acuerdo del Teatro Colón, pura cosmética para burlar la decisión del pueblo, según algunos. Otros piensan que si bien en muchos aspectos no hubo cambios, en otros se introdujeron modificaciones de fondo, por ejemplo en relación con el desarrollo rural. Si se adopta esta segunda postura -que comparto- era legal y legítimo que el Gobierno lo sometiera a refrendación por el Congreso, así sea verdad que la opción tomada haya contribuido a la honda fractura que padecemos. La esperanza que todos debemos abrigar es que las elecciones del año entrante resuelvan esta grave disputa.
Sucedió también que la Corte Constitucional decidió que el requisito de la refrendación popular, indispensable para habilitar el fast track, podía entenderse cumplido con la refrendación parlamentaria y que, en consecuencia, podía usarse ese mecanismo. Esa fue una decisión reprochable que mucho ayudó al lamentable deterioro de su credibilidad y a aumentar la polarización a la que dio origen el ejercicio plebiscitario.
Como no podemos quedarnos congelados en el pasado, importa establecer cómo se computa el término de la vigencia del fast track. Supuesto que no puede haber solución de continuidad entre el lapso inicial y su prórroga, y que seis meses más otros seis es igual a un año, sin importar cuántos días transcurran, parece claro que el plazo vence el 30 de noviembre.

Sin embargo, en la carta que el Gobierno remitió al Congreso al vencimiento del periodo inicial, y en recientes declaraciones, se dijo que “el término de seis meses adicional se computará dentro de los periodos de sesiones del Congreso de la República, sin incluir el periodo de receso…”; es decir, el que media entre el 20 de junio, cuando concluye una legislatura, y el 20 de julio, cuando se inicia la siguiente. Si esa novedosa teoría fuera correcta también habría que descartar los días en que, debiendo haber sesión en la cámara o comisión que corresponda, no la hubo.

Querido ministro: ¿habla en serio? Note que la norma constitucional que fijó el periodo de utilización del fast track, pudiendo hacerlo, no lo estableció así. Que, según criterios hermenéuticos elementales, “donde el legislador no distingue el intérprete no puede distinguir”. Y menos aún cuando se trata de una regla excepcional que restringe los espacios de deliberación del Congreso.

Como es obvio esa carta no sirve para enmendarle la plana al Congreso, o para modificar criterios interpretativos que cuentan con generalizada aceptación en la legislación y en la jurisprudencia. Quien con buenos argumentos sostenga otra cosa le deberían dar el Nobel en Ciencias Jurídicas, si es que ese premio existe. Sería un gran honor para Colombia. Por lo tanto, afirmo que el fast track concluye el 30 de noviembre. Continuar legislando por esa vía haría nulas todas las normas que se adopten. (Por razones que, por falta de espacio no explicaré, las votaciones en plenarias de la JEP podrían suceder después de esa fecha).

Escrito lo anterior, me entero de que el propio presidente, al parecer, ya no respalda la tesis ministerial. Hace bien. Persistir en ella sería caminar por un campo minado.

Briznas poéticas. De José Emilio Pacheco, uno de los más grandes en nuestra lengua sobre las minas antipersonal: “Crítica de la oquedad sangrante,/ el cuerpo ya no cuerpo/ del niño ya no niño, destrozado/ por la mina antipersonal, el arma/ más barata del mundo./ Por menos de tres dólares/ sacan de las entrañas de esta mina/ el tesoro sombrío/ de la mutilación,/ el dolor total para siempre”. ¿Alguien responderá -algún día- por la muerte o invalidez de tantos campesinos inocentes?

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