Home

Opinión

Artículo

OPINIÓN

Un hito literario

Los cuentos de Juan Gabriel Vásquez - “Canciones para el incendio”- constituyen un paradigma de belleza difícilmente superable.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
10 de enero de 2019

Al finalizar el año venía de varias fatigas y desilusiones. La Iliada, a pesar de su terrible belleza (me percato del oximorón) terminó abrumándome por su centralidad obsesiva en la violencia. Huyendo de ella, y tratando de ser fiel al desideratum de que hay que leer también textos clásicos, caí en Macbeth de Shakespeare, que quizás, junto con Hamlet y Rey Lear, de las que he leído, sea una de sus principales tragedias. Como no puedo leer en el inglés isabelino del siglo XVII, deambulo por las versiones disponibles en español. No es fácil encontrar una que sea adecuada, entre otras razones por la combinación recurrente de textos en verso y en prosa que caracteriza al autor inglés, y por la existencia de párrafos enteros que, al lector corriente de hoy, no al erudito, nada dicen. Opté, entonces, por “Corazón tan Blanco”, de Javier Marías. Buena novela inspirada en Macbeth, aunque sus muchos meandros y divagaciones determinan que la lectura, a veces, resulte farragosa. Con estos antecedentes, estaba listo, sin saberlo, para una epifanía; una sacudida interior, como la que derriba a Saulo del caballo en el camino de Damasco cuando el Señor le increpa preguntándole por qué lo persigue.

Los nueve cuentos de Vásquez no hacían parte de mi lista de lecturas de vacaciones. Me llegaron por el azar de un regalo navideño, de esos que muchas veces se reciben, no logran capturar nuestra atención y permanecen, sin ser abiertos, en un anaquel recóndito de la biblioteca. Este era el destino del libro de Vásquez. Volvería a emerger cuando - “el día esté lejano”- mi biblioteca se convierta en papel, que es la materia prima de los libros como el polvo de la vida misma.

Por fortuna, no fue así. Me encanta su prosa clara, sin barroquismos de ninguna naturaleza. Fiel a su formación de abogado, escribe como lo hicieron Andrés Bello y Miguel Antonio Caro, autores de los textos mejor escritos de nuestra tradición jurídica: el Código Civil y la Constitución de 1886. Y como lo hizo otro ilustre colega, Pedro Gómez Valderrama, en sus espléndidas colecciones de cuentos que la Universidad de Antioquia ha recuperado hace poco.  La sobriedad y concisión que lo caracterizan colocan a Vásquez en las antípodas de escritores de la generación que me precede tan célebres como Alejo Carpentier. Volver a leer “El siglo de las Luces”, que en su época me deslumbró, tal vez no sea un ejercicio que acometería de nuevo con placer.

Un denominador común de la colección que reseño consiste en la pretensión su autor de ser un mero cronista de episodios que, en realidad, sucedieron. Lo logra imbricando los distintos relatos en el curso de su propia biografía. Las cosas que cuenta las supo en un determinado momento y en un lugar especifico, que cabalmente corresponden a su propia trayectoria vital que cualquiera puede verificar. Sobre esa matriz de hechos ciertos, introduce lo que personas concretas le contaron y lo que con ellas el autor vivió. Es un truco antiguo e ilustre. Cervantes comienza el Quijote como una relación de hechos que se reputan verídicos, pretensión que se refuerza luego cuando cede el papel de narrador a Cide Hamete Benegeli, un sabio árabe que, con su autoridad indisputable, homologa la verdad de la narración que Don Miguel ha iniciado. Daniel Defoe, al publicar en 1719 su “Robinson Crusoe”, acude a un procedimiento distinto, aunque equivalente:  fingir que lo que ha escrito es una mera autobiografía. Su editor (él mismo) “considera la obra una historia por entero verídica, sin rasgo alguno de invención en ella”.  Ciertas obras de ficción, la literatura fantástica es otra cosa, parece que no pueden vivir y perdurar si no se finge que los hechos narrados son verdaderos.

Vásquez, como digo, es fiel a esta convención centenaria. La veracidad de las mentiras que cuenta es uno de los factores que atrapan al lector. Este propósito se refuerza comenzando los relatos como si fueren ajenos, pero de los que ha tenido conocimiento: cuenta lo que, en principio, a otros ha sucedido. Sin embargo, a poco andar –este es un elemento central de su estrategia narrativa-  abandona esa condición de tercero para involucrarse en el relato; deja de estar fuera para convertirse en coprotagonista. En esos ires y venires su voz a veces desaparece sustituida por la de otros personajes. Los hilos de sutura entre estas diferentes capas del relato son invisibles, un gran logro técnico. Admirable también el uso del tiempo. En algunos de los cuentos, la narración suele tener lugar en un presente desde el cual se exploran episodios pretéritos de los distintos personajes: esas miradas retrospectivas dotan de sentido a eventos contemporáneos que, de otra manera, resultarían triviales.

El cuento que da titulo al libro constituye una espléndida síntesis de la historia de Colombia entre dos magnicidios. El de Rafael Uribe en 1914 y el de Jorge Eliecer Gaitán en 1948.  A través de unos pocos personajes se logra un gran fresco de nuestro pais durante esos años; “La novela es la historia privada de las naciones”, decía Balzac con total acierto. En “El último Corrido”, de la mano del cronista, y luego actor en la trama, nos asomamos a la tragedia íntima de un grupo de músicos mexicanos. Leyéndolo recordé un relato estupendo de Cortázar sobre el colapso de un grupo vocal renacentista (Byrd, Gesualdo, Monteverdi) como consecuencia del romance, largo tiempo reprimido, entre una de las integrantes del grupo, esposa de otro de ellos, y su director. Lástima que no pude encontrarlo revisando sus obras completas.

Me conmovió “Las Ranas” un cuento que, en apariencia, gira en torno a la celebración del aniversario de la participación de Colombia en la guerra de Corea cincuenta años atrás. La verdad es más profunda: dos de los asistentes al evento paulatinamente descubren que conocen secretos recíprocos, que uno prefiere mantener ocultos mientras el otro decide acudir al poder liberador de la confesión. Aquel quiere huir; este se apresta para una catarsis que el cuento deja a nuestra libre imaginación.

Briznas poéticas. Años después de su muerte, aparece en un cajón este poema de Cortázar: “Lo que me gusta de tu cuerpo es el sexo / Lo que me gusta de tu sexo es la boca / Lo que me gusta de tu boca es la lengua / Lo que me gusta de tu lengua es la palabra”.      

Noticias Destacadas