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Tal como son

El campeón del proletariado, Petro, iba de chaqueta de paño, como un presidente de la hegemonía conservadora. El sexagenario Sergio Fajardo, desafiantemente juvenil. A Vargas ya no le cierra el saco. Duque iba de lo que es: un niño aplicado de colegio.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
7 de abril de 2018

Todos se saben al dedillo las más difíciles cifras macro y microeconómicas, y los nombres de los pueblos más remotos: Cañasgordas, La Felisa. Todos, en el debate presidencial de Medellín, tuvieron la asombrosa capacidad de reducir sus intervenciones al absurdamente breve tiempo estipulado. Los cuatro candidatos –faltó Humberto de la Calle por un problema de aviones, o de Avianca– se presentaron como capazmente presidenciales. No sé por qué no invitaron a la dama del turbante, ni a la predicadora religiosa, ni a ese señor de quien nadie sabe cómo se llama y sin embargo sale en el tarjetón.
Pero en cambio sí invitaron a los anunciantes. En los países serios donde se hacen estos debates electorales los patrocinadores publicitarios no intervienen, al menos abiertamente. Aquí sí, más visiblemente que nadie. Y tal vez inapropiadamente: casi como si denunciaran la política que están anunciando. Así, por ejemplo, decían los de este programa en las pausas comerciales que hay que pintar las cosas con pinturas de colores de la marca tal para que no se vean tan feas como son en realidad; y que con cuatro gotas del producto tal o cual puede uno ir al baño sin dejar malos olores. Politiquería pura.

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¿Y los cuatro políticos? Disfrazados también ellos de productos para la venta. El campeón del proletariado, Gustavo Petro, era el único de corbata –ancha corbata roja, como las que se ponía Jorge Eliécer Gaitán– y severa chaqueta de paño, abotonada como la de algún presidente de la Hegemonía Conservadora de hace un siglo. El sexagenario Sergio Fajardo, en cambio, iba resueltamente vestido de joven desafiantemente juvenil: sobre sus juveniles bluyines sin cinturón, suéter azul arremangado hasta el codo mostrando los también juveniles antebrazos bronceados, que movía sin cesar. Por su parte al embarnecido Germán Vargas ya no le cierran los botones del saco sobre esa batola de señora en octavo mes de embarazo que se pone últimamente, y no consigue tampoco que le apunte en la papada el cuello de la camisa. Iván Duque, “el que dijo Uribe”, iba de lo que es: de niño aplicado de colegio, con su camisa azulita, su blazer azul oscurito, y llevaba la cuenta de sus ordenaditas propuestas con los deditos: primero, segundo, tercero, en todas sus respuestas.

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¿Y de qué hablaban? Fajardo, de “nuestra Colombia”. Duque, de “los colombianos que me están viendo” y para “los colombianos que me están viendo”. Petro, de solemnes reformas constitucionales. Vargas hablaba de sí mismo, y se le iba el tiempo en las tres o cuatro pausas de puntuación que pone en cada frase que pronuncia: “Tres millones; quinientos mil delitos; se cometen; anualmente; en Colombia”. Hace unos años, en sus anteriores campañas presidenciales, Vargas era estentóreo. Tal vez le han dicho sus médicos que debe tranquilizarse, no gritar tanto, no fumar. Y a propósito: ¿alguien ha pensado que si al Vargas presidente le da algo, como le ha dado ya, su sustituto va a ser el sargento Pinzón? ¿Y nadie se ha estremecido al pensarlo?

¿Y los ojos, que según los poetas son el espejo del alma? Vargas se mira con gran fijeza a sí mismo. Fajardo entrecierra los suyos líquidamente, a la manera de la difunta princesa Lady Di. Duque también los tiene naturalmente ensoñadores, pero se nota que le han aconsejado –¿tal vez Duda Mendonça, el costoso asesor brasileño de las campañas uribistas?– que debe mirar fijo y sin parpadear al espectador de la televisión: a los colombianos que lo están viendo. Y así lo hace, obedientemente, como hace todas sus cosas. Petro, en cambio, rara vez mira a los ojos de nadie con los suyos, brotados pero opacos: desvía la mirada inclinando solemnemente la cabeza sobre un hombro, como las palomas cuando hacen currucucú.

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El segundo debate, en Barranquilla, fue un segundo desfile como el que hacen las reinas de belleza: en traje regional. Germán Vargas con pantalones blancos de cachaco bogotano en la costa y mocasines sin medias, y una camisola sin cuello para no tener que tratar de abotonárselo. Duque, con su discreto pantalón gris de funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo que, llegado a tierra caliente, acaba de quitarse el saco. Fajardo vestido de Fajardo: camisa azul, bluyines sin cinturón que los sostenga. De la Calle aprovechando los trapos que quedan de su moribunda campaña electoral: una camisa con letrero. Es verdad que esta vez no lo dejó el avión, como para el primer debate, pero ya puede decirse que lo dejó el bus (y yo personalmente lo siento).
Y Petro: de flamante guayabera blanca. Sin duda el más adecuadamente vestido para el clima, para el lugar, para la ocasión: para el público. De todos los candidatos, el más acertadamente populista. (Y yo también lo siento).

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