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La lucha por el alma paisa

Un reciente ejemplo de intolerancia y misoginia en el que resultó involucrada mi esposa, en mi ciudad, Medellín, me obligó a hacer algo de introspección sobre la naturaleza de la sociedad paisa y su futuro.

Semana.Com
7 de marzo de 2019

Llevo más de 20 años viviendo en Medellín. Y para la gran frustración e incredulidad de mi esposa nacida en esta tierra, yo creo que no hay un mejor lugar para vivir ni mejor gente con quienes compartir.

Pero el mes pasado, mi esposa, la periodista Ana Cristina Restrepo, fue llamada “activista de la guerrilla” por el columnista Raúl Tamayo, de El Colombiano. Al parecer, se sintió movido a hacerlo ante el pensamiento liberal de ella, sus críticas a la Iglesia católica y su disposición a investigar la más paisa de las instituciones, Empresas Públicas de Medellín (EPM). Esta acusación de “activista de la guerrilla” produjo no poca consternación en nuestra pequeña familia. Ana ha recibido amenazas de muerte antes y nos han ofrecido protección policial en varias oportunidades, de modo que un señalamiento de esos era una cruz más en su espalda.

Sin embargo, pusimos esas amenazas en perspectiva como un costo necesario del ejercicio de nuestra profesión y la construcción de una democracia más saludable en Colombia. Llevamos una vida privilegiada en un buen barrio de Medellín, y no podemos comparar nuestros problemas con los de miles de periodistas y líderes comunitarios en zonas rurales, para quienes esas amenazas hacen parte de la cotidianidad y muy a menudo terminan en muerte y desplazamientos. Nos maravilla la valentía de esas personas.

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El señor Tamayo terminó retractándose de su afirmación en términos legales, mientras que en otras palabras repitió el señalamiento. Eso fue mezquino, y El Colombiano, en lugar de condenar una acción que amenazaba la seguridad de los periodistas, se mantuvo al margen y, según me pareció, disculpó discretamente la posición del señor Tamayo. Luego me enteré de que Tamayo tiene relación no solo con algunos de los intereses económicos más poderosos de Medellín, sino también con los dueños y directivos de El Colombiano. Me sentí profundamente desengañado, pues para mí El Colombiano, un periódico que leía diariamente, era la voz y el pulso de Medellín y de la sociedad paisa.

Así que mientras en mi interior ardía de ira hacia Tamayo por poner en peligro a mi esposa y mis hijos, y hacía el duelo por la muerte (para mí) de El Colombiano como una voz periodística seria e independiente, pensé que debía analizar con más detenimiento lo que esto significa para el futuro de mis hijos paisas.

Comencé por leer las columnas de Tamayo. Sus opiniones me parecieron una mezcla predecible de ideas conservadoras, apegado a las instituciones de la familia y la iglesia católica. A estas las presenta como los valores tradicionales paisas, que se cuestionan por la propia cuenta y riesgo, pues sin ellas la sociedad se desmoronaría.

Pues bien, yo soy un exoficial del Ejército Británico, de un medio tradicional y conservador, me educaron en un internado dirigido por monjes benedictinos, me crié en el seno de una devota familia católica y me adhiero fuertemente a las nociones de la familia y el trabajo duro. Parecería que yo soy el paisa de pura cepa, si no se tiene en cuenta el accidente de mi nacionalidad británica.

Y luego me di cuenta dónde estaba la paradoja: en la angustiosa polarización de nuestra política actual, no solo en Colombia, sino también en Estados Unidos en la era Trump y en otros lugares, y en la Gran Bretaña del Brexit, hemos permitido que fanáticos como el señor Tamayo se apropien de los valores conservadores y los presenten en términos de odio e intolerancia.

No podemos aceptar algo así. Y me gustaría decirles por qué creo que el señor Tamayo y los de su clase están condenados al cenicero de la historia y por qué las futuras generaciones de paisas mirarán hacia los de esa estirpe con la repulsión y el rechazo que se merecen.

Cuando llegué a Colombia en 1997, el país estaba a punto de sumirse en una guerra civil sin cuartel. La guerrilla acampaba en las afueras, e incluso en el interior, de las principales ciudades: Bogotá, Medellín y Cali; la presencia del estado era poca o nula en medio país; la amenaza paramilitar se propagaba por todo el territorio; se conocían noticias de masacres casi una vez por semana, y había más de ocho presuntos secuestros al día. Muchos sectores de mi amada Medellín eran zonas de guerra y muchas actitudes paisas eran como las montañas que rodean esta ciudad: cerradas e intimidantes.

Hoy en día Medellín se ha hecho un nombre en todo el mundo como ejemplo de innovación y renovación, una ciudad que sobrevivió a la violencia de los narcos, la guerrilla y los paramilitares. Gente de todo el mundo se pasea por miles en la ciudad, maravillados por la arquitectura, la música, la diversidad cultural y la incontenible alegría de sus habitantes. Y los paisas, sanando las cicatrices de la guerra y el sufrimiento, son cálidos y acogedores. Son gente que trabaja con tesón, van a casa con sus familias a consentirlas y mimarlas, y los domingos muchos se dirigen a la iglesia a dar gracias por sus bendiciones.

La mayoría de los paisas han aprendido de todo el sufrimiento. No desean ver que se repita. No quieren ver a sus hijos crecer en medio del odio y la violencia. Están abiertos a que paramilitares y guerrilleros desmovilizados caminen por sus calles y trabajen en sus negocios y fábricas. Acogen a los extranjeros con los brazos abiertos, donde antes los miraban con recelo.

Creo que el señor Tamayo y su especie son una ínfima mayoría, que aún piensan en términos tribales, llenos de odio.  Mis paisas, la gran mayoría, siempre tienen una palabra de aliento, me preguntan por mi familia, se burlan de mi terrible acento en español, y tienen ansias de saber del mundo más allá de sus fronteras y de aprender de él.

Así que no dejemos que el señor Tamayo y otros como él nos lleven a creer que todos los paisas piensan y actúan como él. El odio y la intolerancia no tienen lugar para la mayoría de los paisas, en especial las nuevas generaciones. Ser tradicional no significa cerrarse a nuevas ideas, o no desear lo mejor para su prójimo, sin importar sus tendencias políticas, sexuales o religiosas. Y no hay una raza en este planeta más obsesionada con la tradición que los británicos, así que yo sé muy bien lo que les digo.

@jerrymcdermott

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