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CONFESIONES DE UN POBRE HOMBRE

Semana
5 de noviembre de 1984

Mi amigo marxista, que es un teórico de la vida, cierra por la mitad el libro de Lukács que está leyendo. En ese preciso momento, y a pesar de que estamos en un sábado bello tachonado de sol, frunce el ceño y comienza su reprimenda.
El regaño no me sorprende porque tengo la virtud -heredada de esa maravillosa combinación de árabe y costeño que es mi madre- de saber qué es lo que la gente me va a decir antes de que empiecen a decírmelo. Conozco en las líneas de la cara y en el brillo de los ojos al que está furioso conmigo, al que me tolera pero no me traga, al que no me resiste más, a la que me ama aunque lo oculte y a la que me odia aunque lo niegue.
Soy capaz, como aquel derviche de "Las mil y una noches", de adivinar las frases completas de la gente cuando todavía van por la mitad. Un día de éstos, cuando acabe de aburrirme de la solemnidad humana, me escapo con la primera cuadrilla de gitanos que pase comprando caballos viejos, y de pueblo en pueblo me alquilaré para descifrar los pensamientos ajenos y para apaciguar los quebrantos del corazón.
-¡No hay derecho!- dice mi amigo marxista, con energía, poniéndose de pie en el ambiente cálido de su biblioteca.
-Ya sé- le replico, deteniéndolo con la mano. No hay derecho a que, habiendo tantas cosas graves y trascendentales en la vida de este país yo desperdicie la columna de SEMANA escribiendo carajaditas sobre los barriletes de San Bernardo del Viento, la interpretación correcta de un vallenato y...
-...y las hamburguesas que vende la Curia Arzobispal- remata él, que conoce mi habilidad y suele acompañarme en el juego.
No es la primera vez que oigo la misma letanía. Me lo han dicho en mi cara, por carta y por teléfono. Me lo han dicho de buenas maneras o con cajas destempladas. Lo sostienen con sus nombres propios o con seudónimos de señoras tímidas. Me critican con acerbia o con compasión, con la misma compasión cristiana que suscitan los niños diferentes y los enfermos incurables, porque le meto música de bolero a esta columna en vez de ponerme serio.
De manera que, como no puedo atender uno por uno a todos los pacientes de mi distinquida clientela, voy a responderles colectivamente a los que menean la cabeza decepcionados cada vez que escribo sobre el pavor que me producen los genios precoces, en lugar de arrancarme los cabellos en mi agonía -como la virgen histérica del himno nacional- sentando cátedra sobre lo divino y lo humano y sentando mi pensamiento, como si fuera una posadera, en esta página.
Para empezar, mé parece que a este país le sobran problemas y le falta una sonrisa. Como dicen los cubanos tan graciosamente, tenemos muchos pistones y pocos cauchos. El alma se nos está volviendo acartonada. Cada día nos parecemos más a esas terribles figuras de piedra que aparecieron en San Agustín. Aquí hasta los payasos se han vuelta tristes: la televisión lejos de contratarlos para que hagan reír a la gente, que es el destino natural de los payasos, los contrata para que dirijan un concurso sobre las calles destrozadas.
Yo sé que estamos atravesando por una cañada de angustias ¿O es que ustedes creen que a mí no se me mueren los seres queridos, que a mí no me duelen en el fondo del alma los secuestrados o que yo no hago mercado? Pero pienso, como los campesinos de mi tierra, que la mierda con pomada huele menos.
Sigo para adelante. Yo estoy hasta aquí y supongo que ustedes también, de los periodistas que llevan doscientos años esforzándose por orientar a la opinión pública, y terminan desorientándola. Yo no intento influir en mis lectores sino entretenerlos. Soy, como ven, menos pretensioso que mis colegas. Lo único que busco, con estas crónicas, es quitarle un poco de congoja a la vida diaria. Como en el bolero inmortal "poner en tus labios un poco de miel quitar de tu boca un poco de acíbar".
A medida que avanzan los años se me cae el pelo pero no las ilusiones. Mis ambiciones, en cambio, son cada vez más reducidas y humildes. Aspiro a que no me falten un poco de pan y un poco de cariño. Anhelo que alguien cierre mis párpados el día del viaje definitivo. Anhelo a que Dios no se olvide de mí. Ustedes pueden creerlo o no, pero todos los días trabajo desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche con una sola esperanza: la de regresar a mi casa, cansado y dichoso, a reírme un rato con mi mujer.
No busco la sabiduría ni la felicidad. Ni el Poder. Muchos ciudadanos piensan -y muchos periodistas también- que lo mejor del periodismo es el poder que otorga: poder ante el poder y ante el oprimido. Ante el águila y la paloma. Yo pienso, en cambio, que lo mejor del periodismo es que me permite comunicarme con mis semejantes. Me guío por la vieja norma de los beduinos en el desierto: cuando uno quiere gobernar a la gente es porque no la ama.
Es por eso que prefiero escribir una larga parrafada sobre los bellos barriletes de mi infancia que sobre el déficit fiscal. Las canciones de Agustín Lara y de Vicentico Valdés me emocionan más que el discurso del ministro de Hacienda.
Hoy en día, si ustedes me lo preguntaran, les diría que tengo una sola añoranza en esta vida. Soy capaz de devolverlo todo con tal de verla cumplida. Entrego a cambio mis ilusiones más preciosas, mis ambiciones más grandes, mis alegrlas y mis dichas. Lo único que espero de la vida es un hijo. Lo demás, como en el bolero de Valadés, es lo de menos...

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