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Cuerpos calcinados

Hay hechos que parten en dos la vida de los países. Que generan inquietud, indignación y miedos colectivos. Que también movilizan.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
9 de noviembre de 2014

Hay hechos que parten en dos la vida de los países. Que generan inquietud, indignación y miedos colectivos. Que también movilizan. Hace ya unos cuantos años el asesinato de 72 inmigrantes había conmovido a México y puesto al mundo a reflexionar sobre la terrible condición de quienes salen de sus países con la esperanza del sueño americano para no encontrar más que muerte y dolor. Esta semana también será inolvidable para ese país, para el continente y el mundo.

A pesar de las constantes masacres, de que las mafias han cometido brutales crímenes a este lado de la frontera del río Grande, la desaparición y el casi seguro asesinato de 43 estudiantes en el estado de Guerrero son un espejo tenebroso que muestra las dimensiones que ha tomado el crimen organizado por lo menos en unas regiones de ese país. Que un alcalde y su esposa, ebrios de popularidad, hayan sido cabeza de la matanza, que la Policía de dos municipios haya entregado a las víctimas a un grupo paramilitar, y que estos hayan procedido a dispararles a mansalva y a quemarlos en una hoguera es prueba de que junto al México estable y próspero que promulga Peña Nieto, hay otro sórdido y violento donde reina la mafia.

Los colombianos sabemos, por experiencia propia, de qué se habla cuando nos cuentan estos relatos salvajes. Se habla de regiones enteras dominadas por grupos armados ilegales, de impunidad, de complicidades, de dinero circulando a manos llenas y de indiferencia de los centros de poder. En los anales de nuestra historia más reciente hay desde hornos crematorios donde fueron incinerados centenares de personas, pasando por fosas que pululan en montañas, por ríos de sangre y llegando incluso a las absurdas casas de pique del Pacífico, donde se descuartiza a los seres humanos sin Dios ni ley.

Hemos creído que todas estas cosas han ocurrido en Colombia en virtud del conflicto armado. Que la guerra, con todas sus crueldades, ha hecho posibles semejantes infamias. Creemos a veces que desde aquí les podemos dar lecciones de pacificación a los mexicanos, cuando es México en realidad quién nos está enseñando que aun sin guerra, cuando el Estado se ha corrompido hasta el tuétano y deja a la deriva a su gente, la violencia criminal puede ser peor que la guerra.

Con el crimen organizado no hay límites, como lo demostraron los Guerreros Unidos, que presuntamente convirtieron en cenizas a los 43 estudiantes. No existen códigos sobre lo permitido o lo prohibido. En cuestiones de sangre, rebasa la imaginación. Y posiblemente el único antídoto, la única manera de frenar la locura que ha desatado, sea que la sociedad civil, la gente misma cierre filas contra él, desde una postura ética y moral.

En cuanto a Colombia, no se puede cantar victoria. Aunque la retórica oficial a veces nos hace creer que las conversaciones de La Habana son una “aspirina” para todos los males del país, esto no es cierto. El cierre del conflicto armado –si es que se produce- no resolverá el problema enorme del crimen organizado. Esta semana la Defensoría del Pueblo advirtió que 168 municipios, de los 28 departamentos tienen presencia de bandas criminales y que estas son hoy el factor principal de violencia del país. Que están creciendo en extensión, en número y en capacidad. Al igual que los paramilitares, las bandas ya tienen de su lado a un sector fuerte de militares, policías y políticos, como lo demostró la captura de un coronel de la Policía Antinarcóticos involucrado con el Clan Úsuga.  

México no es una excepción sino más bien el caso más visible de un fenómeno que se expande por América Latina y el mundo. Y para el que todas las respuestas hasta ahora han sido insuficientes y precarias.

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