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Lecciones del Congreso para niñas indisciplinadas

No me gusta que mis hijas vean series violentas. Esas sagas sobre muertos vivientes, por ejemplo, que parecen una triste alegoría al Partido Conservador; o Anabel, la historia de una muñeca cínica y diabólica a la que, para convertirse en María Fernanda Cabal, solo le basta negar la masacre de las bananeras.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
9 de diciembre de 2017

Llegué a la casa y me asaltaron unos atronadores ruidos llenos de violencia y alaridos que provenían del cuarto del estudio: allí, sentadas frente a la pantalla, mis pequeñas hijas se entregaban sin parpadear a una serie de Netflix en medio de sangrientos parpadeos de luz.

–¿Qué diablos están viendo? –les reclamé–: ¿qué son semejantes ruidos infernales?

–Es Throllhunters, una serie –respondió la mayor…

–¿Si ves esos niños? –se metió la menor–: deben librar una batalla contra esos troles…

–¿Troles? ¿Cómo los de Twitter?

–No: troles como esos…

Y señaló un monstruo que, de no ser porque guardaba cierta mesura en sus declaraciones, podría haber sido el mismísimo Fabio Valencia en persona.

No me gusta que mis hijas vean series violentas. Esas sagas sobre muertos vivientes, por ejemplo, que parecen una triste alegoría al Partido Conservador; o Anabel, la historia de una muñeca cínica y diabólica a la que, para convertirse en María Fernanda Cabal, solo le basta negar la masacre de las bananeras, me producen angustia de padre: ¿con esos mensajes queremos criar a nuestros hijos? ¿Esa es la paz de Santos?

Preocupado, pues, por la formación de mi par de ángeles, decidí prohibirles la televisión por demanda, y las conduje, pedagógicamente, a que observaran el canal del Congreso: si van a dilapidar el tiempo libre frente a la pantalla, razoné, que por lo menos lo hagan mientras conocen la majestad del máximo templo de la patria y de los patricios que lo moran.

–¿Patricio Mora? –preguntó mi hija mayor, de 10 años, mientras les cambiaba de canal–, ¿así se llama un señor de esos?

–Más respeto –le exigí–: es una manera de decir que son los padres de patria…

–¿Y no hay madres? –intervino la menor.

–Sí –señaló la mayor–: ahí hay una, pero está furiosa.

En ese momento, la cámara enfocaba a Paloma Valencia, que lanzaba loas a Uribe.

–Las personas que aparecen en este canal son quienes hacen las leyes –les expliqué–, y ante tamaña responsabilidad es apenas lógico que se exalten…

–Pues esa señora no me cae bien –dijo la menor– porque si sigue gritando, va a despertar a ese viejito.

Y, efectivamente, el senador Gerlein yacía sobre su curul, inmóvil y plácido.

–¿Si estará vivo?– se impresionó la mayor.

–Claro –intervine yo–. Si eso es justo lo que es: un vivo. Pero tienen jornadas tan largas que es apenas normal que los más mayores caigan como una piedra.

–Piedra la de esa señora que agarró el micrófono…

–Se llama Claudia López –le aclaré.

–¿Y por qué grita? – se impresionó la menor–. ¿Va a pasar algo?

–No te afanes –la tranquilicé–: nunca pasa nada.

–¡Mira a ese viejito tan divino! –me interrumpió la otra, la mayor.

–Ese es el senador Uribe…

–¡Es muy tierno! –soltó la más chiquita–. ¿Lo podemos invitar un día a la casa?

–Confórmense con su abuelo –les dije–, que al menos no usa Crocs…

–¿Y las personas que lo rodean son sus hijos? –indagó la menor, entre tierna y curiosa.

–Se llaman bancada. Pero podría decirse que sí: que son sus hijitos.

–Qué tierno. Mira cómo les da calor…

Durante tres semanas, las niñas observaron el canal del Congreso como único medio de distracción, mientras yo sentía una profunda alegría de patria: me emocionaba saber que las dos aprenderían el funcionamiento sincronizado de las dos Cámaras e incorporarían la palabra plenaria a su vocabulario.

Pero a los pocos días nadie las aguantaba. Si la mamá les ordenaba arreglar el cuarto, se declaraban impedidas. Hacían operación tortuga para lavarse los dientes. La mayor comenzó a hablar con la altivez de Rodrigo Lara y la menor me lagarteaba como Roy Barreras. Cuando queríamos revisarles las tareas, la más grande aducía que tenía tres proposiciones, mientras que la menor la recusaba.

Ambas dejaron de bañarse, como si fueran del Polo. La menor me llamaba rufián, como Armandito Benedetti, y acusaba a su hermana de las travesuras que habían cometido juntas. Pedían doble dosis de mermelada en el desayuno. Y del colegio comenzaron a llamarnos porque no asistían a clase; o asistían, pero para hacer boicots:

–Se lo aprendimos a los de Cambio Radical –se excusó la mayor, cuando le reclamé.

–¿Y cómo así que ya no entran al salón?

–Claro que entramos –reviró la mayor–: sino que respondemos a la lista y nos salimos, como los conservadores.

–¡Acaso nadie implanta orden allá! –me desencajé.

–Hablando de implantes –sugirió la grande–, ¿por qué no te haces un implante de pelo, como Efraín Cepeda?

–Mejor cúbrete la calva con el mechón del lado, como el senador Ashton –sugirió la menor.

Por si fuera poco, las dos se tiraron matemáticas porque no pudieron averiguar cuál era la mitad de 99.

Fue insoportable: insoportable.

Antes, pues, de que adquirieran las horribles mañas de este Congreso, y tumbaran a las víctimas, y boicotearan la paz y la convivencia del hogar, decidí darles permiso para que vean Throllhunters, Anabel y las series que quieran: a cambio, eso sí, de que no vean el Canal Institucional. Será la única manera de que sean ciudadanas de bien.

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