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Restaurante Andrómeda: una crítica gastronómica

La decoración es apacible y sencilla: los manteles camuflados y las cacerolas en forma de casco le dan un brillo original.

Revista Semana
8 de febrero de 2014

Abrió sus puertas el restaurante La Andró-meda Secreta, un rincón que promete sorpresas para los amantes de la buena mesa, la discreción y la guerra.

Esta semana nos aventuramos a ensayar uno de esos sitios pequeños y acogedores que, gracias al voz a voz, se han hecho famosos: el restaurante La Andrómeda Secreta, que aparece con tres soles en la exigente guía gastronómica del Ejército Nacional.

Se trata de un lugar modesto, en la zona de Galerías, cuya fachada ofrece la idea de que, efectivamente, estamos ante un chuzo de restaurante. En todos los sentidos.

Las sorpresas comienzan en la entrada del local, cuando un simpático payaso, de sombrero vueltiao y alpargatas, insta a pasar –megáfono en mano– a los transeúntes ofreciendo de viva voz el menú del día: “Sigan, damas y caballeros: no me digan marica, no me digan paraco; ¡hay almuerzo ejecutivo para todos los que quieren dañar el proceso de paz!”.

Adentrarse en el restaurante resulta toda una aventura para los sentidos. En especial para el del oído, por la disposición de los micrófonos que se encuentran pegados bajo la mesa con viejos trozos de chicle.

La decoración es apacible y sencilla: los manteles camuflados y las cacerolas en forma de casco le otorgan un brillo original. El servicio no descuida detalles: envueltos en el vapor de la cocina, unos cabos del Ejército –unos cabos todavía sueltos– monitorean con los audífonos puestos el buen funcionamiento de la cocina.

La atención destaca. Tan pronto como tomamos asiento, un diligente mesero, con el pelo rapado, suspendió la lectura de su libro –llamado Chuzadas para dummies, incluyendo el dummy de Simón Trinidad– y se acercó a la mesa para tomar el pedido:

¿Los civiles qué van a ordenarrr?

El menú era variado y no fue fácil decidirse por un plato: había lengua a la Marta Lucía, en salsa de queso azul; paloma valenciana al escabeche; pene a la rabiata (del doctor Uribe) y un bistec a caballo acompañado de un tinto –también a caballo– que podía venir con tres huevos si uno demostraba que era terrateniente. De cocina criolla, la carta ofrecía un mute santandereano cocido en hoguera medieval por el chef Alejandro Ordóñez; lo descartamos temerosos de que se le fuera quemar en la puerta del horno, como si se tratara de la destitución de Petro.

Opté por un picadillo a la Rito Alejo, que venía en su punto, y lo acompañé con unas crujientes ubres a la Lafaurie, ideales para quienes son intolerantes a la lactosa. Y a las minorías. La carne estaba muy bien curtida, y venía servida en delicados cortes, casi todos de franela. Pero no tenía agallas.

Mi acompañante se decidió por el corrientazo de la casa, servido en la mesa por su creador: un chef con un extraño corte de pelo en forma de totuma que, hablando de manera atropellada, le quitó la camisa al comensal, le mojó el pecho, le amarró dos bornes a las tetillas y le descuajó un corrientazo soberano que, según dijo, viene con descuentos para estudiantes.

La Andrómeda Secreta se ha vuelto epicentro de encuentros sociales del más alto nivel. En nuestra visita constatamos que meseras tatuadas y ataviadas con fusiles AK47 atendían con gracia a la clientela, compuesta en su mayoría por ganaderos, generales retirados y líderes conservadores, que se sentaban a la mesa sin siquiera lavarse las manos, pese a que todos las tenían negras. Al lugar acuden políticos como el doctor Óscar Iván Zuluaga, a quien vimos, solitario, en un mesa, desde la que se quejaba porque su plato no tenía acompañamiento alguno. Y en eso se parecía a su candidatura presidencial. Lo compensaron con un lomo en reducción de encuestas a medio hacer.

Como en todo restaurante ejecutivo, los comensales teníamos la oportunidad de negociar, si cabe la expresión, algunas porciones. Mi acompañante pidió más jugo de Mora –del general Mora– a cambio de la ensalada, cuyos tomates, recogidos durante la gira de un político afecto de la casa, estaban aplastados. Por mi parte, pedí que, en lugar de postre, me dieran las coordenadas de un despeje para publicarlas después en mi cuenta de Twitter. Publicarlas a la postre.

A pesar de la buena atención y de la ecléctica y amena decoración del lugar, en la que elementos de la cultura popular hacían juego con computadores y antenas satelitales, el servicio tuvo descuidos lamentables. La banda que amenizaba la velada –llamada Las Águilas Negras- interrumpió varias veces su repertorio porque por los parlantes se colaban corridos, en tiempo real, del cantante de las Farc, y audios de un tal Luis Carlos Villegas en que pedía a su esposa que le grabara la novela.

Pero el postre borró cualquier mal momento. Mi acompañante pidió una tartaleta de manzanas –de manzanas podridas del Ejército– que resultó muy abundante. Yo me decanté por unos casquitos de Naranjo: suaves, blanditos, deliciosos.

Quien fuera conocida como la Mata Hari del DAS nos trajo en persona el café, pero no la cuenta porque, según dijo, la cuenta la iba a pagar el país. La Andrómeda Secreta es un lugar recomendable y grato; definitivamente el único restaurante en el que, a diferencia de todos los demás, los meseros sí escuchan a los clientes. Y a quien sea.

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