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De cómo me volví uribista

Cuando uno en esas reuniones critica a Uribe, o acaban con uno o acaban la reunión. Así que decidí callarme.

Daniel Samper Ospina
5 de julio de 2009

Confieso que no me gusta ir a restaurantes; que soy malo para salir a comer a casas ajenas; que estoy viejo por dentro. Cada año mío equivale a siete años humanos. Eso sucede con algunos animales domésticos, como el perro, y con otros prehistóricos, como José Galat.

Vivía feliz en mi prematura vejez social hasta cuando un amigo antioqueño me invitó a una comida en su casa, y acepté ir. Me cuesta trabajo decir que no. Tengo vocación para ser ministro de Hacienda de Uribe en un consejo comunal.

La casa tenía un rincón paisa ambientado como si fuera una fonda antioqueña. Colgadas en la barra de un bar había copas de aguardiente, una silla de caballo y refranes escritos con la ortografía de un senador del Atlántico, tipo “oy no fio, mañana sí”, “estoi cargado de tigre” y “más bale aplasar el gustico”.

En la mesa de la sala había una foto del presidente Uribe con una dedicatoria de su puño y letra. Siempre me he preguntado por qué se da este fenómeno. ¿Por qué hay gente que pone en la sala la foto de la familia presidencial como si fuera parte de la decoración? ¿Por qué son tan sapos? Por dignidad tendría que ser un gesto recíproco: yo, al menos, sólo colgaré un retrato de los Uribe Moreno en la sala de mi casa el día en que ellos cuelguen uno de mi familia, por ejemplo el de aquel paseo que hicimos a San Andrés, en la sala de Palacio.

Llegué tarde. Saludé con timidez porque no conocía a nadie. Me senté entre un empresario paisa y un abogado de Montería que durante más de una hora hablaron de caballos de paso, mientras yo guardaba prudente silencio porque de yeguas finas sé lo mismo que Armandito Benedetti de meritocracia.

En un momento dado fui al baño y cuando regresé, ya estaban hablando de política.

—Lo que está haciendo es muy grave –decía asqueado el abogado–. ¿Qué tal ese show de populismo que hace en televisión los fines de semana?

—Eso es lo de menos –dijo la esposa del empresario–: lo más grave es que se cree el Mesías.

—Sí, sí –se animó el abogado–: y no le da pena cambiar las reglas para eternizarse en el poder, aunque el país quede como una república bananera.

Este último comentario me pareció excesivo e, inundado de una rabia patriótica que no supe contener, exigí respeto por el presidente Uribe.

—¡Cuál presidente Uribe! –me dijo el paisa–. Estábamos hablando de Chávez, papá: ¡¿o es que no te gusta Álvaro?! ¡Decí pues! ¡Contá!

Desde entonces toda la charla fue un largo elogio a Uribe: a su hablado coloquial, a su política de guerra, a sus ojos color miel.

En un momento dado me preguntaron qué pensaba de él y cometí el error de tomarme en serio y de decirlo: dije que para mí la violencia era el estornudo, pero no el resfriado; que el resfriado es la iniquidad social que hay en Colombia. Y que Uribe tranca el estornudo, pero no la gripa.

Era la metáfora ideal porque lo dije y casi me suenan.

—¡Decime entonces quién ha hecho más que Uribe, pues, huevón! –volvió a la carga el paisa.

—Eso sí ha hecho demasiado –reconocí cada vez con menos voz–: cambió la Constitución, se tomó todas las ramas del Estado.

—¡Y qué, compa, si esas vainas estorbaban! –me dijo el abogado de Montería–. Necesitábamos un tipo berraco, que no se enredara en pendejadas.

La esposa del abogado, una mujer de tetas operadas y pelo teñido que no estaba mal, hay que decirlo todo, dijo que con Uribe ahora la gente sí viajaba. Fue en lo único que estuve de acuerdo: ahora la gente viaja más. Sobre todo los desplazados.

Llegamos a un punto en que era imposible seguir discutiendo: cuando en esas reuniones uno critica a Uribe, o acaban con uno o acaban la reunión, de modo que decidí callarme. Los tragos fueron subiendo y el paisa empezó a gritarme con los ojos brotados que entonces qué, huevón, si o qué que Uribe es un berraco, papá, y me daba amistosos pero bruscos golpes en la espalda, mientras yo esquivaba el rocío de babas que me caía encima cuando me hablaba de cerca.

Me fui pasada la media noche y amanecí con una decisión que alguna vez comenté en radio: y es que, como no aguanto la presión social de no serlo, en adelante me declaro uribista. Creeré que los crímenes de los paras eran un mal necesario y que no eran tan graves como los de la guerrilla; estaré seguro de que lo que necesitaba este país era mano dura y no justicia social; pensaré que después de Íngrid, en Colombia ya no quedan secuestrados, y que los que haya deben ser rescatados por la fuerza y aunque los maten; me informaré sólo a través de RCN y de El Colombiano; ingresaré en el Opus Dei; compraré acciones de Invercolsa; me cortaré el pelo a ras; almorzaré en La Margarita del 8 para ver caballos finos. Y nunca, nunca, nunca volveré a dudar de nada.

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