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DE LA MOGOLLA AL PATACON

Semana
17 de junio de 1985

De acuerdo con una crónica de D'Artagnan procedente de Madrid, la Real Academia Española de la Lengua acaba de impartirle su bendición apostolica a varias palabras típicamente colombianas, las cuales se volverán decentes cuando aparezca la próxima edición del diccionario oficial, abandonando así la vida clandestina de guerrilleras del idioma que han vivido hasta hoy, para incorporarse a la sociedad de las buenas costumbres.
Se decreta, de esta manera un poco tardía, un acuerdo de tregua entre el lenguaje que se habla en la calle, que es vivo y palpitante, y el que emplean los casposos caballeros de la Academia Española, unos señores tan estrafalarios que sienten pena de usar la palabra "leche" porque les parece vulgar, y prefieren referirse a ella lamándola "el líquido perlático de la consorte del toro". Una vez conocí en Caracas a un académico -y conste que un académico venezolano es casi tan exótico como un futbolista panameño- que hablaba de "un lugar especial para la reclusión de personas en avanzado estado cronológico", denominando de esa forma tan rebuscada a lo que, hasta donde yo sé, se llama "asilo".
No hay nada que hacer: los académicos se distinguen de los seres mortales porque hablan ese lenguaje de vademecum. Pero lo importante ahora, al margen de todas estas digresiones, es que se ha creado una especie de comisión de paz y verificación entre los académicos y el pueblo colombiano. Lo malo es que, según las últimas informaciones que nos llegan de España, los académicos no aceptan que también esta comisión sea presidida por John Agudelo Ríos, por cuanto su nombre no es castizo sino gringo. Y eso que los españoles no saben que su nombre completo es John Jairo, como todo antioqueño que se respete.
Entre los vocablos callejeros de Colombia que ahora reciben el agua bautismal estan dos que forman parte de nuestras tradiciones más entrañables: patacón y mogolla. Al primero lo definirá el diccionario como "pedazo grueso de plátano que primero se apachurra y luego se cocina en manteca". Pendejísima, como todas las definiciones que tratan de encerrar en cinco palabras una filosofía de la vida. Lo que pasa, sencillamente, es que los miembros de la Academia de Madrid no han viajado nunca por esos pueblitos polvorientos de la Costa Atlántica (Luruaco, por eJemplo), en medio de muchachitos sudorosos y desnudos que venden a gritos arepa de huevo, carimañolas, butifarras, buñuelos de fríjol de cabecita negra y patacones.
El presidente Betancur, que tiene tantas ganas de ganarse el Premio Nobel de la Paz, y que a lo mejor termina ganándose el de literatura por haber logrado que veinte colombianismos sean aceptados de un solo golpe, por los academicos, debería invitar a esos caballeros a nuestro país, como si fueran los Theodorakis del idioma. Traerlos, montarlos en una "chiva" de palo, llevarlos al mercado de Lorica, a la plaza de Chinú o a la puerta del Teatro Riomar en San Bernardo del Viento, donde esta la mesa de fritos de la señora Milla, para que entonces vean y entiendan que el patacón no es un pedazo de plátano que se frita sino una obra de arte.
En primer lugar, un patacón genuino debe ser aplastado entre las manos relucientes de aceite de la cocinera, y no en esas tablas con bisagras que ahora venden en los supermercados y que cumplen con el plátano la mísma función insípida del preservativo en la intimidad. Pero, además, entre las manos de la cocinera y el caldero, hay un proceso secreto que voy a revelarles a los neófitos en pataconología: se baña el patacón en una mezcla de vinagre, zumo de limón y cabezas de ajo, hasta que comience a ponerse blanco y un poco blando. Luego se le echa a la pila, pero desde una altura que no sea mayor de treinta centímetros para evitar que se le rompan las puntas al caer, ni mayor de medio metro porque de lo contrario salpica a la clientela, y ustedes no saben lo que quema una manteca puesta a calentar desde las seis de la tarde, dos horas antes que empiece la pelicula o que suelten el primer cebú en la corraleja.
De modo, señores académicos, que el asunto no es tan fácil como ustedes dicen, ni tan mogollo. Y, a propósito, aquí viene la otra pata que le nace al cojo: mogolla, según la decisión que ustedes acaban de tomar, es un "pan moreno y redondo muy popular en Colombia". Eso depende. ¿A que lugar de Colombia se refieren? Porque entre los campesinos costeños, que son sabios como todo el que trabaja de sol a sol en tierra ajena, no existe ese pan que es tan famoso en el interior del país. Para ellos, mogolla es la cosa fácil, que no requiere mucho esfuerzo, y se usa en masculino o femenino, según sea la concordancia requerida en género con el sujeto de la oración (¿Se fijan que uno también sabe de academias?).
En fin. Lo que pasa es que el lenguaje, como las enfermedades malas y como los escándalos financieros, se reproduce todos los días, crece se mueve, avanza. Da pena decirlo, después del enorme trabajo que tienen que hacer los academicos con su diccionario, pero la verdad es que el lenguaje no cabe entre las dos tapas de un libro. Lo que cabe es el idioma, que es otra cosa, algo así como el hijo de buena familia, el que se echa aqua de lavanda y se peina. El lenguaje, en cambio anda descalzo por las calles, se nutre de los dialectos de la juventud, suda en los campos, llora en las rancheras, se afianza en la narración de los locutores deportivos que bellamente le dicen pedalero al ciclisita y artillero al número 9. "Idioma", en cambio, es la Academia de España que con acento peyorativo llama "pedazo de plátano frito" al patacón, en una afrenta que no estamos dispuestos a tolerar, así tengamos que romperle otro florero a alguien en la cabeza, porque eso es lo mismo que llamar "dibujo" al Guernica de Picasso o decirle "canción" al concierto Emperador.
El "idioma" son ellos. El "lenguaje", coño, somos nosotros...

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