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¿Democracia social?

Confundir el socialismo -que es una ideología- con la democracia -que es un método de gobierno- es un proceder maximalista inaceptable para el análisis en teoría política.

José Fernando Flórez, José Fernando Flórez
4 de octubre de 2013

Rodolfo Arango escribió un libro de teoría democrática (Democracia social. Un proyecto pendiente, México, Fontamara, 2012) que incurre, con mayor hincapié que cualquier otro en el vicio conceptual que podríamos denominar “extensión semántica inadecuada” de la democracia a objetos que le son ajenos. 

Allí define la “democracia social” como el modelo que “comparte con el republicanismo el hecho de advertir que sólo realizaremos una verdadera democracia cuando tengamos personas con la posibilidad efectiva de un desarrollo pleno de las capacidades humanas” (p. 76). 

Este objetivo solo sería realizable, según la particular visión del mundo del autor, mediante la garantía de los derechos sociales a través de políticas de acceso gratuito a la educación pública, alimentación adecuada, asistencia médica y social en casos de necesidad, protección del trabajo y seguro o auxilio en caso de desempleo. Todo con el fin de crear “ciudadanos activos y plenos” (p. 77).

Este libro representa el nivel máximo de contaminación con contenidos ideológicos, en este caso del socialismo, que puede experimentar la democracia. No es que estos contenidos no sean deseables: quien escribe, por ejemplo, considera que la garantía de un “mínimo vital móvil” en términos de servicios sociales para todos los ciudadanos, así como la lucha contra la pobreza y la inequidad son fines prioritarios a los que debería apuntar cualquier Estado contemporáneo sensible al sufrimiento humano con base en el principio de solidaridad. De hecho, Colombia tiene la obligación jurídica de hacerlo en virtud del modelo de Estado social de derecho que estableció la Constitución de 1991.

El problema es que la descripción de Arango no corresponde a una definición general aceptable de la democracia en tanto modelo institucional de toma de decisiones colectivas, sino a la realización de un proyecto político específico, el socialista, que encuentra su máxima expresión en el modelo de Estado de bienestar desde la perspectiva económica.

Desde luego que la realización efectiva de este modelo de Estado puede venir como resultado del acceso al poder de un grupo político que lo promueva juiciosamente, pero no es una consecuencia directa del método democrático sino de la implementación de políticas públicas que respondan a esta visión solidaria y redistributiva de la acción estatal. 

Afirmar lo contrario, que solo un gobierno que aspire a la materialización del Estado de bienestar es “verdaderamente democrático”, conduciría a la absurda conclusión de que la llegada al poder, mediante elecciones libres, justas y periódicas, de un grupo político que no sea partidario del modelo de Estado intervencionista redistributivo sino de uno prevalentemente neoliberal, no es democrático.

Confundir el socialismo -que es una ideología- con la democracia -que es un método de gobierno- es un proceder maximalista inaceptable para el análisis en teoría política porque anula cualquier posibilidad de debate racional sobre los alcances reales de uno y otra. 

Pero además es una vía dialéctica políticamente inconducente: dogmática, anti-pluralista y altamente excluyente de grupos políticos disidentes de esta visión del Estado, que cuentan también con toda la legitimidad para competir por el poder en procesos electorales que respeten la diversidad política. 

Arango –tal vez sin advertirlo- termina promoviendo de manera implícita el tránsito hacia un “régimen democrático de partido único” (permítaseme el oxímoron), carente de competitividad partidista y donde solo el proyecto socialista resultaría legítimo. En esta línea, incluso lleva su razonamiento sectario al extremo de clasificar como “cínicos desinformados” y “escépticos resignados” a quienes no comulgan con su particular visión del modelo de Estado deseable. 

En cambio, quienes se alinean con sus aspiraciones políticas en su tipología caben en la categoría de “activistas progresistas”, que a su vez se desdoblan en dos vertientes: la “idealista utópica” y la “realista movilizadora” (p. 105). El sesgo ideológico de estas clasificaciones es tan obvio que no requiere más comentarios.

El lamentable estado de postración –carente de estudios empíricos y aún basado en mitos caducos- en que se encuentra la teoría democrática latinoamericana es en buena medida el efecto de este tipo de reflexiones maximalistas y apasionadas, que pierden de vista la elemental consideración de que la democracia es apenas un “método político” de elección pacífica de gobernantes y toma de decisiones colectivas, pero no está por sí misma en capacidad de garantizar la realización de ningún contenido ideológico específico.

Twitter: @florezjose

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