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DESAYUNO POR LA NOCHE Y SIESTA EN LA MADRUGADA

Semana
12 de julio de 1982

Cambiar de continente es como cambiar de vida. Es más o menos lo mismo que nacer de nuevo. Hay que acostumbrar no sólo el organismo sino la cabeza a una existencia distinta.
Las siete horas de diferencia que hay en esta época del año entre Colombia y España lo vuelven loco a uno la primera semana que se vive en Madrid. Se nos confunde todo, desde la comida hasta el baño, y el cuerpo no responde como debiera ser. Para empezar, se desayuna a las once de la noche y se almuerza a las cinco de la mañana. Se va perdiendo poco a poco el sentido de la realidad y el viajero acaba moviéndose en un mundo de fantasías. A las tres de la madrugada anda uno por ahí, con el ojo pelado, mientras los demás están durmiendo. En cambio, a las nueve de la mañana, cuando estos españoles dicharacheros y felices marchan al trabajo, los que hemos venido del trópico sentimos que nos está matando el sueño retrasado.
El resultado es desastroso, obviamente, no solo para el metabolismo sino para las relaciones sociales: cuando la gente lo saluda, uno no sabe si responder "buenas tardes", y "buenas noches" o cualquier cosa semejante. Además, termina uno quedándose dormido en las comidas a que lo invitan o en las mesas de los restaurantes. Los ascensoristas de los hoteles y los meseros de cafeterías lo miran a uno, claro, como una criatura extraña, una especie de marciano acabado de llegar a la tierra.
Al final de cuentas, perdido en este pantano de relojes, uno ya no sabe si lo que se está comiendo es el desayuno de mañana o el almuerzo de ayer. Pero esa sensación, que se experimenta en todos los países europeos, es más evidente en España por varias razones.
En primer lugar, porque hablamos el mismo idioma, y entonces la catástrofe es tangible, se siente, se palpa. Se tiene la impresión indudable de su existencia. Está al alcance de la mano. Pero, especialmente, ese sentimiento es inequívoco aquí porque la misma España es irreal y fantasiosa. Un amigo mío dice en Bogotá que le gusta venir a Madrid porque, en cualquier parte de la ciudad en que se encuentre, le parece que está en el teatro. Los españoles son así: dramáticos, patéticos, histriónicos, teatrales. Lo hacen a conciencia: no es un defecto, sino una forma de vivir la vida. Son así, simplemente.
Hay que ver, por ejemplo, lo que es el dueño de un restaurante de una callecita madrileña, llamada "Nielñafa", recitando los platos de su carta a los comensales. Los gestos que hace, la entonación que pone, los giros de la voz son una manera muy poco sutil pero inteligente de abrirle a uno el apetito.
Ni para qué hablar de los taxistas, que le meten al pasajero conversación desde cuando se sube hasta cuando se baja. Hablan con los desconocidos como si fueran viejos camaradas. Les hacen confidencias, les dan consejos, les recomiendan sitios para divertirse, les sugieren -como en Colombia- que no vayan a salir de noche por determinados lugares donde merodean cuchilleros y atracadores.
Los síntomas de este realismo mágico se palpan en todas partes inclusive en las carteleras de cine. Los cuarenta años de la dictadura franquista convirtieron a España en un país aislado, sin voz, censurado. Por eso ahora, cuando se han quitado de encima la coyunda tiránica, y están estrenando democracia, los españoles aprovechan el tiempo para ponerse al día.
Esa circunstancia produce algunos hechos extravagantes. Veamos un caso. En algunos cinematógrafos de "La Gran Vía" se está presentando ahora una película americana, "El cielo puede esperar", medio idiota y muy vieja, la historia de un muchacho que se muere por no poder entrar al paraíso porque no figura en la lista de huéspedes que San Pedro esperaba para ese día.
El actor es Warren Beatty. Pues bien: en el teatro de la otra acera presentan una película nueva, "Reds", dirigida y actuada por el mismo Beatty, que ganó el Oscar con ese filme. De modo que, tomándose solo el trabajo de cruzar la calle, los espectadores pueden ver a un actor jovencito y torpe y al mismo actor, ya maduro, y con algunas arrugas.
España misma es así, como esas dos películas: nueva y vieja al mismo tiempo. En la Plaza Mayor de Madrid, donde está el tiznado palacio del Rey Felipe, hay también muchachos que relajan por la noche, cantando coplas a grito herido contra los ingleses.
Y no hay alternativa posible distinta a querer a España, porque es lo que más se parece a nosotros...