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La paz, al cuarto de san Alejo

El miedo a Petro, el miedo a Claudia López y el miedo a todo lo que huela a cambio forman parte del talante de este nuevo gobierno.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
21 de octubre de 2018

Desde la llegada de Duque al poder ya no se habla de “paz” ni de “reconciliación”, sino de “seguridad”; esa es su palabra clave, la que lo define, así no sepamos muy bien cuáles son las razones que lo mueven para posicionarla de nuevo con tanto ímpetu.

(Hasta ahora el uribismo no ha querido reconocer que la guerra contra las Farc se desactivó y siguen pasando por encima de ese hecho innegable con la arrogancia propia de quienes ganaron las elecciones).

La prueba de que la “seguridad” llegó para desplazar a la paz la dio el propio presidente Duque cuando tras decir que no había plata para la implementación de los acuerdos, porque el anterior gobierno dejó desfinanciado esos rubros, salió a contarle al país que estaba pensando en comprar un sistema de defensa antiaéreo de misiles necesario para garantizar “la seguridad” nacional.

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Según varios medios, ese escudo antiaéreo costaría cerca de 300 millones de dólares, dinero que saldría del bolsillo de los colombianos y que terminará financiando una carrera armamentista que además de enriquecer a unos cuantos contratistas puede abrirle el camino a una guerra con Venezuela. Un sendero peligroso que nos pone ante un nuevo desafío y que nos aleja aún más de la implementación de los acuerdos y de la ruta señalada por los tres actos legislativos aprobados que le ordenan al presidente llevar a buen puerto las reformas derivadas del acuerdo.

El miedo a Petro, el miedo a Claudia López y el miedo a todo lo que huela a cambio forman parte del talante de este nuevo gobierno.

Pero no solo la paz está condenada al olvido en la agenda del presidente. Ya tampoco se puede hablar de posconflicto. Duque ha llegado al poder con la misión de desterrar la tesis absurda, que en mala hora adoptó Juan Manuel Santos y que aseguraba que en el país hubo alguna vez un conflicto. La nueva consigna es volver al dogma uribista y borrar la palabra conflicto y lo que eso significa y suplantarla por una nueva frase: “En Colombia lo que hubo fue una guerra terrorista de las Farc contra un Estado democrático”. Amén.

Dirán los uribistas y los duquistas que para eso ganaron las elecciones: para imponer de nuevo sus paradigmas así estos se estrellen contra la realidad y el sentido común.

Ahora ya no se habla de “posconflicto”, sino de “estabilización” y de “consolidación”, pese a que tampoco es claro que es lo que se pretende estabilizar –uno estabiliza algo que ha perdido el equilibrio–, ni que es lo que hay que consolidar. Si la paz no es una prioridad en este gobierno, como de hecho no lo es, ¿para qué consolidar algo en lo que no se cree?

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Pero el gran cambio no ha sido solo en el lenguaje. Ese temor atávico que siempre ha tenido el establecimiento por los cambios por nimios que sean se ha vuelto a tomar los salones del poder. Ya no se habla de las reformas ni de la necesidad de articular a los territorios con el país urbano como una estrategia de desarrollo. Esos temas también han sido relegados por el énfasis en la “seguridad”. Ni la reforma rural integral, ni la necesidad de titular las tierras, ni la de implementar el catastro multipropósito son parte de la agenda de este gobierno. Todo eso queda para que sea guardado en el cuarto de san Alejo; con el silencio de los empresarios y de la clase política que hoy anda viendo cómo se posiciona ante el nuevo gobierno.

Las pocas reformas que se están presentando en el Congreso no están dirigidas a ampliar la democracia ni a oxigenarla como indican los acuerdos, sino a cerrar el sistema con el propósito de preservar el statu quo y de evitar los cambios. Su gran misión es impedir que en las próximas elecciones de 2019 se cuele esa nueva ciudadanía que tanto les asusta, y que miran con desconfianza. La misma que se manifestó en las elecciones al Congreso y en la inmensa votación que tuvo la consulta contra la corrupción. La propuesta de extender el periodo de los alcaldes y gobernadores hasta 2022, que es sin duda una propuesta tan antidemocrática como castrochavista, ha sido vendida por sus impulsadores en el Congreso como una oportunidad para frenar la llegada de nuevos liderazgos como el de Claudia López a la Alcaldía de Bogotá. “¿Acaso quiere que suba Petro?”, es la amenaza con que los lobistas de esa propuesta consiguieron en la Comisión Primera de la Cámara 22 votos contra solo 6 que se opusieron.  

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El miedo a Petro, el miedo a Claudia López y el miedo a todo lo que huela a cambio forman parte del talante de este nuevo gobierno. Dirán, repito, que para eso ganaron. Para imponer sus tesis, sus dogmas, sus miedos y para evitar hacer los cambios. Esa ha sido nuestra historia: cada vez que hay un intento por hacer reformas, se les cierra el paso y cada vez que eso ha sucedido, una nueva guerra se ha gestado. Para allá vamos.