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Duque y la noche de los generales

Toda la ayuda militar estadounidense quedó en entredicho. No reconocerlo es una falla de liderazgo.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
18 de enero de 2020

El presidente Iván Duque tiene un serio problema. Es, posiblemente, el mayor desafío de los 17 meses de su administración. El dilema es que no lo identifica. Como si al ignorarlo dejara de existir. Temo, presidente, que ya no es factible. No se resuelve con una comisión e investigación exhaustiva. El Ejército de Colombia está en crisis; seguir negándolo es una falsa disyuntiva.   

Un repaso del último año es contundente. En diciembre de 2018, Duque cambió la cúpula militar, una medida tardía para los furibistas enardecidos. A finales de enero, los altos mandos tuvieron reuniones para marcar el nuevo norte. 

En ellas se incluyeron promesas de medir resultados numéricos, tales como bajas. Los comandantes, con el fin de mostrar cohesión, apoyaron la apuesta. Pero era hasta risible: simplemente doblaron las acciones. 

En mayo, The New York Times publicó la reunión y quedó la sensación de volver a los “falsos positivos”. Fue tal el escándalo que provocó que el Ejército desautorizara los formatos. El entonces canciller, hoy ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, tuvo que viajar a Nueva York y poner la cara. 

Semanas antes, el Ejército admitió que la muerte de Dimar Torres, un desmovilizado de las Farc, no fue accidental. Fue otro golpe a su credibilidad. 

Y siguieron las denuncias. Se habló de malos manejos con la cuarta brigada de Medellín. En octubre se denunció el bombardeo a un campamento de las disidencias de las Farc donde varios menores de edad perdieron la vida. Como siempre, inicialmente se desmintió la noticia para luego aceptarla a medias: eran menores guerrilleros. Hasta hoy el Ejército mantiene la versión de que fue una operación legítima. 

Es un debate inútil; para la opinión pública mataron niños, y esto terminó en la renuncia forzada del ministro de Defensa. En otras palabras, se estaba perdiendo la batalla de los micrófonos. Un Ejército que le ganó la guerra militar a las Farc parece perder ahora en la paz. 

Ni hablar del oso en las Naciones Unidas. Una información secreta terminó explotando en las manos del mismo mandatario Duque. Fue tan grave que perdió el puesto el jefe de Inteligencia. Es una decisión muy delicada, y pasó inadvertida. Cambiarlo de puesto no fue una acción fácil. 

Toda la ayuda militar estadounidense quedó en entredicho. No reconocerlo es una falla de liderazgo.

Las últimas revelaciones de SEMANA de chuzadas a opositores y a medios de comunicación son el florero de Llorente. No es un plan esporádico y de unas pocas manzanas podridas. Es la inteligencia militar cuya excelencia se daba por contada y que hoy deja muchas dudas. 

Pero el presidente no reacciona. Se están derrumbando la moral y la credibilidad del Ejército. Y Duque allí. Es llamativo que todos los tocados por múltiples escándalos son promovidos, como ha descubierto la investigación de La Silla Vacía. O son ovacionados en sus despedidas, como al general Nicasio Martínez o al ministro de Defensa saliente, Guillermo Botero. 

Es como si viviéramos en un mundo paralelo, donde el Gobierno solo ve maravillas. No es perdurable esa reacción. Es una olla a presión. 

Las consecuencias ya se ven en el exterior. Primero fueron los falsos positivos, y, ahora, las chuzadas. Esos son los titulares del mundo. No importa que no reflejen la realidad; son de percepción. Estamos volviendo a los años del Gobierno del expresidente Álvaro Uribe, concluyen los analistas internacionales. Y no lo dicen con euforia. Que alguien haya entregado información al Centro Democrático es preocupante. Muy preocupante. 

Durante los últimos 20 años, el Gobierno de Estados Unidos ha seguido de cerca a la Fuerza Pública colombiana por un sencilla razón: la cantidad de recursos estadounidenses que le asigna. Se espera que los recursos sean bien utilizados, y los hombres, intachables en temas de derechos humanos. 

Toda esa ayuda quedó en entredicho. Es la realidad y no reconocerlo es una falla de liderazgo.  

Ese es el quid de asunto: el liderazgo. El Ejército necesita darse cuenta de que no puede seguir con la política de siempre. Los guerrilleros que hace 50 años combatió ya no están. Hay que cambiar los modelos y, francamente, es difícil. 

No es posible volver a 2002, e infortunadamente ese es el deseo de algunos. Colombia es otra y hay que aceptarlo. La inteligencia, igualmente, es de otra manera. Las chuzadas son del pasado; volver a ellas resta en vez de sumar.

Esa transformación tiene que venir de la Casa de Nariño. Depende del presidente nada más. Solo del liderazgo presidencial. El Ejército no da tregua; el problema va a crecer si no se ataca el statu quo.

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