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EL CAVIAR CONTRA LA AREPA

Ramírez, en cambio, se embejuca cada vez que alguien comete la imprudencia de hablarle de sus relaciones con el Príncipe

Semana
1 de octubre de 1984

La semana pasada, en su página 22, esta revista Publicó una congestionada fotografía de la reunión que tuvo lugar en la plaza de Corinto el día que firmaron el convenio para suspender el fuego. Mientras ese hecho tan importante tenía lugar en la tarima, allá abajo, entre el gentío, un cura rifaba crucifijos a los guerrilleros armados y sudorosos. Lo relata uno de los testigos presenciales, Enrique Santos Calderón, y era la única prueba que faltaba para demostrar que Macondo es Macondo.
A lo mejor, un día de éstos, y para que las ironías de la vida sean completas aquel clérigo termina sublevado en el monte con el fusil al hombro, y el guerrillero acaba en un convento con el crucifijo al cuello. Uno nunca sabe lo que le depara el destino.
Bueno.
Lo que quiero decir es que en la fotografía de SEMANA hay de todo: un ex ministro leyendo el texto del acuerdo, guerrilleros que lo flanquean con la misma mirada solemne de los embajadores plenipotenciarios en la entrega de credenciales, camaras de televisión y micrófonos que parecen cañones, periodistas de radio que se asemejan a marcianos a causa de sus audífonos, banderas al viento que le dan un aire irreal a la noche caucana.
Lo más gracioso del asunto es que en ese retrato el único que parece guerrillero es Bernardo Ramírez, con su imponente bigote de capitán de húsares, su indescifrable sombrero blanco que es un injerto de arriero antioqueño con turista de Panamá, y esa camisa insólita tachonada de botones y hebillas. En cambio el guerrillero Carlos Pizarro que aparece a su derecha con el brazo herido en torniquete, tiene el aspecto lánguido y ojeroso de un seminarista acosado por los mordiscos de la carne pecadora y, si se le mira bien, se descubre que su uniforme tiene cierto aire de sotana.
Para mí, que no lo he tratado mucho, Bernardo Ramírez resulta un hombre curioso e interesante. Incluso enigmático. Parece haberse especializado en lo que mi madre llama sabiamente "el espíritu de contradicción", que consiste en nadar siempre contra la corriente --como los troncos testarudos del Río Sinú-- y en llevarle la contraria a las costumbres y a la gente.
En un país como el nuestro, donde los embaucadores se descoñetan el alma por hacerle creer a los demás que ellos tienen el poder que en realidad no tienen, Ramírez se empecina en convencer a los colombianos de que él no tiene el poder que en realidad sí tiene. Es un magistral juego de sombras y matices.
No hay fiesta, ágape, coctel o parranda en que no salga a florecer, al quinto aguardiente lo que Alfonso Castillo Gómez llamaba "la consagración de las amistades" . El borrachito necio le echa la mano al hombro de su vecino. --No te preocupes, por eso-- le dice, poniendo acento íntimo--. "Yo, que soy amigo de Bélico, lo llamo mañana y te consigo la licencia".
Ramírez, en cambio, se embejuca cada vez que algulen comete la imprudencia de hablarle sobre sus relaciones con el Príncipe. No lo admite. Y aunque nadie le cree sus protestas, eso pone a salvo su discreción y su dignidad. Y su inteligencia, como es obvio, porque el verdadero poder no es el que se pregona en los periódicos ni el que sirve para impresionar a seres anónimos en las inauguraciones de oficinas, sino el que se ejerce silenciosa pero plenamente en el recinto cerrado donde se toman las grandes decisiones.
Poder no es el que sirve para salir retratado en el registro social de Cromos, abrazando al nuevo ministro, sino el que sirve para conseguir que lo nombren o, lo que es mejor todavía, para lograr que lo destituyan. El poder auténtico no es un espectáculo público: es un vicio solitario...
A propósito de Ramírez Bernardo quiero hacer una anotación final Y un poco incoherente en el contexto de esta cronica. Me refiero --o me referiré, porque todavía no he empezado a referirme-- a lo que parece ser su exceso de autenticidad que es empalagoso como todo lo que resulta apabullante. En su estupendo libro de reportajes (*), Fabio Rincón remata su visión de Ramírez con estas palabas: "Al fin y al cabo, para él es más importante un aguardiente entre amigos que un Sello Negro con gente de antifaz y más apetitoso un plato de fríjoles que un manjar de caviar"
Ahí es --para seguir usando este lenguaje de fonda-- donde tuerce la puerca el rabo. El nacionalismo tiene, además de sus peligros políticos, estas pernicias estéticas. Ramírez, que es un hombre culto e inteligente, sabe que el aguardiente no se puede comparar, al nivel de una cultura alcohólica, con un licor escocés. Y sabe, en el fondo de su corazón, que lo único malo del caviar es no tener dinero para comprarlo. Si la arepa fuera mejor que el caviar, se conseguiría caviar en bolsas de "Promasa" y arepa en el fondo del Mar Caspio. Lo que pasa es que el poder también sirve para eso: para hacerle creer a la gente que Escalona es superior a Beethoven y que la rellena bogotana tiene más cuerno que la salchicha pálida de Frankfurt.
Si se cumplen los pronósticos sobre su designación como embajador en Londres (y ojalá se cumplan porque tendríamos un diplomático de verdad inteligente y admirable), el señor Ramírez podrá comprobar que el doversole es superior al bagre de Honda. Y no habrá nadie que le esté censurando su gastronomía populista...
* * * *
(*) Rincón, Fabio. "Reportajes con Historia". Edición única.
"Aquí y Ahora Editores".--

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