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El gringo de Boyacá

Beto con lo que le queda de su acento gringo y sus ojos azules, es tan boyacense como Nairo. Habla de sumercé, tiene más de una docena de ruanas, baila carranga, se canta las canciones de Velosa y las coplas del indio Rómulo.

Daniel Mauricio Rico
23 de junio de 2020

A mediados de los noventa cuando pocos extranjeros se animaban a venir a este país, que por esos años andaba más llevado que nunca por el conflicto, la narcopolítica y el clientelismo que llevaron y mantuvieron a Samper en la presidencia. Un gringo llegó caminando por el Darién, haciendo la ruta inversa de los miles de africanos, cubanos y asiáticos, que van subiendo desde el Urabá y saltando entre fronteras calientes para cumplir el sueño americano. En contracorriente el gringo pisó Colombia, se enamoró de este folclor y nunca más se quiso ir.

En las primeras semanas de aclimatación, pasó por Barranquilla, lo sentaron a tomarse unas “frías” y quién sabe cuántos “amarillos” en copita, y cuando se levantó ya era hincha del Junior. Pocos hinchas tan fieles tiene el “Yu-Yu”, no hay paseo, caminata, regata, camping o maratón donde no se ponga la camiseta a rayas del equipo tiburón. Poco después, pero en Santa Marta, un guía que lo llevaba a Ciudad Perdida, lo rebautizó. “Nombé! ese nombre tuyo está muy complicado, de ahora en adelante te vas a llamar Beto”, y así dejó de ser Nathaniel y se quedó Beto.

Cuando conocí al gringo, él estaba radicado (de lunes a jueves) en Bogotá, y los viernes con o sin puente festivo, se volaba a San Gil. Ese día me contó que su plan para el fin de semana era comprar un par de pollos asados, meterlos en la mochila y salir a perderse por el camino real, recorrerse solo esos senderos empedrados y asoleados que dejó el comercio de tabaco, y que dos siglos después todavía conectan los extremos del cañón del Chicamocha. ¿Te animas?, en esta no puedo, pero a la próxima me apunto, respondí.

Esas son las paradojas de la vida, un gringo término mostrándome los recovecos más exuberantes de mi departamento y de mi país. El primer paseo fue en bicicleta, por la ruta de los muros de piedra centenarios entre Oiba y Charalá. En balsa inflable pasamos por los rápidos de Jordán Sube para ver las lajas multicolores de 300 metros de altura, un Disneylandia para geólogos y escaladores en roca. También navegamos por la Ye de Juntas, donde el río Suárez se revuelve con el Chicamocha para formar el (represado) río Sogamoso, al que los Guanes le tenían un especial aprecio por la cantidad de pictogramas con que lo adornaron, todo un Hollywood prehispánico.  

Cuando logramos completar el cupo mínimo para una caminata de ascenso en cordada (caminar amarrados unos con otros para evitar caídas) armamos viaje a los picos nevados, nos trepamos y coronamos los Ritacubas, el Pan de Azúcar, el Puntiaguado y el Cóncavo del Cocuy. Hubieran sido más viajes, pero los uwa cerraron el acceso a los glaciares. Nos tocó cambiar de rumbo y de guías para terminar encaramados en el copo de nieve del Santa Isabel, la fastuosa rampa que forma el Ruiz y un día, por fin, después de muchas fechas aplazadas, ver el amanecer desde la cumbre de 5.220 metros de altura del gran nevado del Tolima.

 

En alguna guía turística, Beto debió leer que el páramo más bonito y mejor conservado del mundo quedaba en Colombia, se fue a buscarlo y lo encontró de Sogamoso para arriba. Se lo caminó y no ha parado de recorrerlo y descubrirlo desde entonces, le ha tomado todas las fotos que puede, las imprime, las enmarca y las cuelga, por eso su casa y su oficina son una especie de museo itinerante con imágenes del púlpito, la ciudad de piedra, las lagunas, los nacimientos de quebradas y todo lo bello que tiene el páramo de Ocetá. En uno de los regresos de la montaña, se encontró una casa abandonada en las faldas de la peña de Otí, se la compró, la restauró con paciencia infinita y echó raíces en las montañas de Boyacá.

Beto con lo que le queda de su acento gringo y sus ojos azules, es tan boyacense como Nairo. Habla de sumercé, tiene más de una docena de ruanas (cada una según la ocasión) y juega tejo a lo pro, con tejo propio, marcado y con estuche de cuero. Baila carranga, se canta las canciones de Velosa y las coplas del indio Rómulo, en su cocina de leña es perito técnico especializado en changuas y cocidos.

El amor de Beto por las montañas y los valles que lo rodean es tan inmenso y sincero, que a su hijo lo bautizó Páramo, y si no es por la oportuna intervención de la madre, su hija se hubiera llamado Frailejona. Entre sus papeles de viaje, el gringo de Boyacá carga un pasaporte de cartón que le dieron en su pueblo de adopción, un documento diplomático que lo acredita como personaje ilustre y embajador de Boyacá. Uno de los muchos reconocimientos que este gringo se merece por haber querido tanto a este país y su gente, por dedicarse todos estos años a pensar y trabajar por un mejor futuro para los campesinos, por haber logrado movilizar tantos recursos y voluntades para el desarrollo rural colombiano, por educar a los suyos y escuchar a los nuestros en la búsqueda de soluciones a los temas más complejos del país.

Pero sobre todo, mi amigo Beto se merece esta columna de despedida por su generosidad y la bondad que lo caracteriza, ayudando como mejor puede a todo el que lo necesite.

Hasta pronto Beto, buen viaje.

@danielmricov

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