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El nudo gordiano

Estados Unidos pagan los dos lados de nuestra guerra: su gobierno financia el lado del gobierno y su población de drogadictos el lado de la subversión

Antonio Caballero
26 de agosto de 2002

Declarar la guerra no es lo mismo que ganar la guerra. Entre una y otra cosa está la parte difícil. Que consiste en librarla. Y como la guerra es, según señaló el muy citado teórico militar Clausewitz, "el terreno de la incertidumbre", en ese intervalo existe la posibilidad de perderla. Pasa como en el fútbol, donde -ahora voy a citar a Jean-Paul Sartre- lo que complica el juego es que hay que contar con el equipo adversario.

Para no hablar del propio.

La declaratoria de guerra a ultranza del presidente Alvaro Uribe ha despertado gran entusiasmo, como suele ser habitual en los países mal informados. Y sus proclamas bravuconas: "¡Que nos maten a todos!", dice Uribe; "¡Que se rindan!", les exige a las guerrillas de las Farc. Y el número de muertos aumenta, en efecto, pero las Farc no se rinden. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que, repito, no basta con declarar la guerra para ganarla. Lo muestra el ejemplo histórico de todos los gobiernos de Colombia de los últimos 50 años, que, sin excepción, le han declarado la guerra a la guerrilla sin conseguir ganarla. Por el contrario: sólo han podido ahondarla y prolongarla. El brevísimo lapso de atención que solemos tener los colombianos, agravado o inclusive creado por la mala información que recibimos, hace que nadie se acuerde de eso. La gente parece estar convencida de que nuestros gobiernos se han pasado la vida tratando de hacer la paz, cuando lo que han hecho siempre es tratar -en vano- de ganar la guerra. Esto es verdad incluso del de Andrés Pastrana, que aunque abrió el geográficamente limitado campo de tregua de la 'zona de despeje' del Caguán mantuvo la guerra en el resto del país. Y que, como sus predecesores, siguió perdiéndola. Y que, cuando cerró la zona hace seis meses y anunció una pronta victoria -"dormiremos esta noche en la cama de Jojoy", decían los militares estremecidos de entusiasmo bélico-, concluyó su lamentable período presidencial con la guerrilla combatiendo en Medellín, secuestrando en el centro de Cali, bombardeando el Palacio Presidencial en Bogotá, y poniendo en fuga a la mitad de las autoridades municipales de toda Colombia.

Ahora el gobierno de Uribe vuelve una vez más a declarar la guerra. Y de nuevo se desata el entusiasmo. Previsiblemente, sin embargo, el resultado va a ser otra vez el mismo, porque las circunstancias y las fuerzas siguen siendo las mismas. O, si acaso, todavía peores.

Las mismas. Es posible que Uribe sea, como dicen, mejor caballista que Pastrana. Pero el caballo es el mismo. El Ejército no ha cambiado. Y, en lo que lo está haciendo, es para mal. La inyección de dinero de los impuestos extraordinarios para las Fuerzas Armadas tiene como primer efecto el de complicar la tarea hercúlea de limpiar los establos de corrupción en que se han convertido los cuarteles. El reclutamiento de 15.000 campesinos de fusil que dormirán en sus casas, el efecto de aumentar el ya aterrador número de civiles armados que hay en los campos. La creación de una red de un millón de informantes a medio sueldo (si es que hay plata), el efecto de volvernos una nación de delatores, de soplones, de sapos. Eso nunca ha sido bueno: lo demuestran de sobra los ejemplos de la Rusia estalinista, de la Alemania nazi, de la España de la Inquisición. Eso envenena el alma de un pueblo. (No es raro que el señor Ashcroft de Bush se haya copiado la idea).

Todavía peor es el crecimiento de la ayuda externa a través del Plan Colombia, en el que Uribe dice confiar tanto. Implica un aumento de la dependencia. Un buen ejemplo es el caso del tratado sobre exclusión de la justicia internacional de los soldados norteamericanos que cometan delitos en Colombia; pero eso, con lo que conlleva de humillación y de inmoralidad, no es lo más grave. La dependencia militar de la 'ayuda' norteamericana es la que, además de dejar al país más endeudado aún de lo que está, va a definir (define ya) los objetivos de nuestra guerra interna: que no consisten en pacificar el país, sino en combatir el narcotráfico. En proseguir esa guerra ajena, nunca ganada, e inganable, que lleva 20 años destruyéndonos.

Y que tiene el efecto de fortalecer al adversario: al otro equipo de que hablaba Sartre. Pues en su medio siglo de historia, las Farc han vivido dos cambios cualitativos fundamentales. El primero fue el recurso sistemático al secuestro como fuente de financiación, que hace 25 años las independizó económica y políticamente del Partido Comunista y, a la vez, las pervirtió política y moralmente. El segundo fue, hace 15, el recurso igualmente sistemático al narcotráfico, que las ha hecho enormemente ricas y poderosas, porque se trata del mejor negocio del mundo.

Pero es el mejor negocio del mundo por una sola razón: que se lo combate. Si el cultivo, el tráfico y el consumo de narcóticos fueran lícitos, el negocio sería insignificante: les produciría a las Farc lo mismo que sembrar papa. Al dedicar sus esfuerzos a combatir ese negocio, las Fuerzas Armadas de Colombia sólo contribuyen a mantenerlo boyante: o sea, a fortalecer al equipo adversario. Y, de paso, se corrompen ellas mismas. Con lo cual se llega a la paradoja criminal de que los Estados Unidos pagan los dos lados de nuestra guerra: su gobierno financia el lado de nuestro gobierno, y su población de drogadictos el lado de nuestra subversión.

Se trata de un nudo gordiano que no se puede desatar, sino que hay que cortar: legalizando la droga. Pero ¿qué gobierno del mundo se atreve a proponerlo, si eso significa que en represalias los Estados Unidos le van a suspender la ayuda militar? Sin embargo, cabe pensar que si esa 'ayuda' emponzoñada se suspendiera se acabarían casi todas las guerra civiles en el mundo.

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