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EL PAJARO Y LAS ESCOPETAS

Semana
26 de agosto de 1985

Empiezo por recordarles a los que tienen mala memoria que con el que me adjudicaron la semana pasada, y que corresponde a 1985, he ganado en cuatro ocasiones el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar.
Y a renglón seguido, en este segundo párrafo, me apresuro a informarles a los suspicaces y los malpensados que esa declaración inicial, que puede tener la apariencia equivoca de una arrogancia o de una factura de cobro es solamente una especie de seguro de vida que me permite decir lo que voy a decir en esta página sin que mis palabras puedan interpretarse como una señal de gratitud o como una devolución de atenciones a los señores de jurado, que han resuelto consagrar de nuevo, en la pila bautismal de su voto, el trabajo de esta humilde obrero del periodismo.
No se equivoquen. En materia de premios --que siempre me ponen nervioso y reflexivo-- estoy más allá de toda vanidad. Amo mi oficio con la misma pasión y en tereza con que se ama a una mujer: con las visceras y las entrañas, las veinticuatro horas del día, sin desmayo, sin pausa, con prisa. Como se quiere a las muchachas. Y a la mujer de uno no se le pide que nos otorgue un trofeo ni una medalla para premiar la intensidad del cariño ni las virtudes viriles que uno pueda tener, de la puerta para adentro, a la hora de la verdad, cuando se acaba el humo y solo queda la candela.
Quien crea que uno se mete a periodista para ganar premios es tan majadero como el que piensa que uno se lleva una amante a la cama con el único interés de que al final ella le dé las gracias. Los trofeos son buenos. Pero es mejor la cacería. Lo que me emociona, lo que me estremece, lo que me mantiene vivo y ardiente por esas calles de Dios no es el premio sino la búsqueda, la pelea cuerpo a cuerpo con las noticias, la tarea incesante, la batalla diaria.
Esta larga carreta solo sirve para una cosa: para decir con franqueza que desde 1977, cuando mandé mi primera crónica para que fuera juzgada en un concurso, es esta la única vez, verbalmente o por escrito, en público o en privado, en que me dirijo a los integrantes del jurado calificador. Jamás les he dado ni siquiera las gracias porque no soy tan seráfico ni tan ingenuo como para creer que me hacen un favor.
Pienso, por el contrario, que mi trabajo es bueno porque es Integro, porque lucho sin tregua por mi oficio, porque me entrego a él, porque me levanto cada madrugada con una sola obsesión: hacer decorosamente lo que hago.
Si mi costumbre no fuera la de perderme por las ramas y por los laberintos --lo que demuestra que nunca ganaré el premio nacional al poder de síntesis-- ya hubiera expresado lo que tengo entre pecho y espalda. Se trata solamente, de transmitirle al jurado del Premio Simón Bolívar 85 entre cuyos integrantes hay muchísimas personas que ni siquiera conozco, la genuina emoción que he sentido al leer con todo detenimiento el texto del acta en que consignan su veredicto. Lo leí en la soledad de un baño, que es el único lugar de este mundo donde un periodista puede pensar y leer tranquilamente.
Siempre he creído, y así lo he dicho y lo repito ahora, que una de las deficiencias anuales del Premio Simón Bolívar es la pobreza con que sus jurados registran los debates y la decisión en el documento final. Tradicionalmente ha sido una hoja de lenguaje judicial, como una declaración de comisaría de policía, que no corresponde a la majestad del acto, a las emociones casi trágicas que sentimos los concursantes y al recogimiento de los espectadores que concurren a la ceremonia de divulgación.
Lo que el jurado ha escrito este año es, por el contrario, una pieza magistral por donde se le mire. Desde el punto de vista literario por la gracia con que está redactada, por las orientaciones que ofrece a los periodistas jóvenes por la ternura que le pusieron al lenguaje, porque está lleno de ideas y no solo de mecanografía.
Yo no sé si se equivocaron o no en su veredicto. Ni me importa.
Al fin y al cabo, si ustedes me permiten hacer un juego de palabras apelando a ese lado falso que Cabrera Infante le descubrió a idioma, es bueno recordar que no hay jurado que no falle. Esa es su misión.
Lo que sí sé es que le dieron, su sentencia el valor que se merecía. La salvaron de esa triste sensación que se daba todos los años, en el sentido de que ella parecía más bien una hojita de papel escrita a las carreras por la secretaria de una junta directiva.
Ahora que caigo en cuenta: me parece divertido y hasta filosófico este juego que estoy jugando, y que consiste en ver al concursante convertido en juez de los jurados, que es uno de los ideales de la vida. Porque, en resumidas cuentas, el mínimo derecho que tiene el pájaro, antes de lanzar su último suspiro, es el de enjuiciar la calidad de la pólvora con que está cargada la escopeta.
Una recomendación humilde a los jurados del futuro: ya es hora de premiar a tantos periodistas buenos que nunca han obtenido la consagración. No todos los que ganamos --ni siquiera los que ganamos cuatro veces-- merecemos el premio. Hay, en cambio, unos colegas insuperables que jamás lo han recibido. Yo quiero ser su abogado de oficio.
Mi casa materna, un pequeño apartamento azotado por las brisas de Barranquilla, tiene tres diplomas del Premio colgados en las paredes. No colgará un cuarto, el de este año. Porque ahora lo que voy a enmarcar --¡carajo!-- es el acta...--

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