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El viejo ritual

Los calendarios nos proveen la ilusión de que el desordenado mundo natural tiene la expectativa de una lógica cíclica; también nos invitan a pensar en que una acción en el hoy, tiene una repercusión en el mañana.

Angélica Raigoso Rubio
12 de enero de 2021

Los calendarios han sido identificados como manifestaciones culturales que marcan un avance en la evolución social humana. Y la razón es que, al esculpir en piedra cientos de caracteres para dejarlos inscritos en el tiempo, se identifica el propósito de un manejo colectivo de las actividades y recursos que se precisan para vivir en grupos grandes. 

Los calendarios nos proveen la ilusión de que el desordenado mundo natural tiene la expectativa de una lógica cíclica; también nos invitan a pensar en que una acción en el hoy, tiene una repercusión en el mañana. Sustentados en esa expectativa, las sociedades apoyaron, y hasta deificaron, a aquellos observadores de la natura y los astros, poseedores de la clarividencia y el augurio.

Para el resto de los individuos en la sociedad, quedó el ritual a ser celebrado en el instante en que los sabios nos señalaron como el fin de un ciclo y el inicio de uno nuevo. Ese ritual incluye, indefectiblemente, el detenernos un momento en nuestra propia vida y adornarnos del color de la reflexión retrospectiva. Es el momento, también, de hacer un balance de lo realizado, para enfrentar el nacer de un nuevo ciclo con propósitos de mejora y crecimiento. Son comunes los agüeros y la consecución de talismanes que nos traerán salud, prosperidad y amor. 

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Con el solsticio de invierno iniciamos el ritual del cierre del ciclo de un año solar terrestre, otra vuelta a nuestra estrella en esta esquina fría y oscura del universo. En mi reflexión personal sobre lo previsible, y acogido a la lógica de la ciencia, esa que sigue la pista a los ciclos de la vida, veo desde esta esquina cómo el designio de la acción-reacción newtoniana opera en nuestra ilusión a veces fatua de creernos por fuera y dominadores de los eventos naturales. 

Las pandemias, esta y las previas, han seguido cursos cíclicos, es su naturaleza. Esa lógica cíclica de las epidemias es como aquella que determina, sí o no, el éxito de las cosechas, a las que los sumerios, los egipcios, los mayas y los incas intentaron entender en sus calendarios. La ciencia está y ha estado para aportar al manejo social y ayudar a los tomadores de decisiones a discernir sobre qué tipo de acciones desencadenan mejores reacciones o efectos que otras. 

Y es entonces cuando uno se pregunta: ¿bajo qué lógica era pensado no experimentar la respuesta funesta que estamos viviendo y las muchas tristezas que vendrán aparejadas con las invaluables pérdidas de vidas humanas, tras adoptar las medidas desacertadas que se han venido tomando con la fatua ilusión de una “nueva normalidad” con la que se ha cocinado una macondiana crónica de una muerte anunciada?

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¿Qué se esperaba de días sin IVA, autorización de finales de futbol e incentivación de turismos sin medidas de captura de información sobre el estado de los viajeros? La “nueva normalidad” no es el imaginario de una normalidad, porque este viejo planeta, que como un trompo seguirá dándole vueltas a su amarillento Sol, tiene una lógica de acciones y reacciones que son independientes a nuestra humana ambición. 

Hemos puesto las esperanzas en una vacuna, a cuya negociación Colombia llegó tarde y adornada de uno de los sistemas de salud social más comercializados del planeta. Llega con las agallas abiertas de la corrupción y una población en general desinformada y confundida. Mi única expectativa, este fin de año, primero en que no comí ni una uva representando ilusiones que no se realizarán, es una reflexión crítica y colectiva, herramienta más poderosa que los deseos.