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Entusiasmo peligroso

Hay unanimidad casi completa en esta marcha hacia la destrucción de las libertades y de la justicia por la eficacia

Antonio Caballero
1 de diciembre de 2002

Este gobierno de Alvaro Uribe está desmantelando uno por uno todos los avances democráticos, sociales, civiles, y en fin de cuenta humanos obtenidos por la sociedad colombiana en los últimos ochenta años, desde la 'Revolución en Marcha' de la República liberal. O en los últimos doscientos años, desde la Independencia de España, inspirada (al menos en teoría) por los postulados de la Revolución Francesa y de la Declaración de Independencia norteamericana. Y, en ciertos casos, hasta en los últimos dos mil años; está desmantelando incluso principios esenciales del derecho romano. Y a nadie parece importarle.

En todos los aspectos. En lo político, en lo laboral, en lo jurídico. Las llamadas 'zonas de rahabilitación', eufemismo que designa las regiones sometidas a una autoridad exclusivamente militar y creadas al amparo de la 'conmoción interna', elimina los derechos de reunión, de expresión, de movimiento, de intimidad, entregados al arbitrio de los jefes de guerra. Y advierte el Presidente: "La cooperación ciudadana es obligatoria". Muy pronto estaremos en ese punto sin retorno del fascismo en el que todo lo que no está prohibido es obligatorio y todo lo que no es obligatorio está prohibido. Fuera de esas 'zonas' especiales, las reformas laborales y políticas, y el prometido referendo de 17 puntos caprichosos, acaban también con todo. Se recortan las libertades ciudadanas, se reducen los derechos sindicales (esas nuevas y demenciales normas sobre despido sin causa), se convierten en caricatura los controles democráticos del poder, o simplemente se eliminan. Y si resulta que todo es inconstitucional, como tímidamente señala la Corte, el Presidente dice muy orondo que entonces habrá que volver a reformar la Constitución, para que a él le acomode. Y hay más cosas: la cacería de brujas con el pretexto de la defensa contra el terrorismo, la creación de un partido personal del Presidente, propio y a su medida, la desvergonzada actuación del Fiscal General, cerrando expedientes sobre abusos criminales de las autoridades, la destrucción del movimiento sindical.

Casi todos los derechos y conquistas que ahora se desmantelan eran, desde luego, letra muerta, mera retórica republicana que tenía poco peso sobre la realidad: en Colombia nunca ha existido en la práctica lo que se llama un Estado de derecho. Pero, aunque muerta, era por lo menos letra: figuraba en la Constitución y las leyes. Y a veces esa letra, vivificada por el sentido del deber o incluso el heroísmo de magistrados o parlamentarios o servidores públicos, servía como último recurso contra los abusos del poder. No va a quedar ni eso.

Digo que a nadie parece importarle que hasta las meras formas del Estado de derecho se desmantelen en Colombia, y digo mal, pues es peor. No es que no importe, sino que ese desmantelamiento se recibe con júbilo. Cada nueva baladronada del superministro de la Policía es saludada con aplausos, cada hachazo y cada garrotazo del superpresidente amansador de potros cerreros obtiene ovaciones. Hay una unanimidad casi completa en esta marcha hacia la destrucción de las libertades y de la justicia en nombre de la eficacia. Una marcha, repito, hacia el fascismo. Emprendida también bajo el escudo de la lucha universal contra el terrorismo y con la justificación de que lo mismo se hace en otros sitios. ¿No envenenó Putin a todos los espectadores de un teatro, y fue felicitado? ¿No ha suprimido Bush la figura jurídica del hábeas corpus, y ha sido felicitado? Pues eso mismo. El actual uribismo de Colombia forma parte de una deriva universal hacia el fascismo, a la cual sólo escapan los países que tienen ya instalados regímenes absolutistas de índole religiosa o feudal, o supérstites del totalitarismo leninista. Esto mismo que sucede crudamente en Colombia lo estamos viendo en los Estados Unidos y en la Europa Occidental, para no mencionar siquiera los horrores del Africa y del Asia.

Pero insisto: lo más grave es que la gente aplaude. Frente a la deriva fascista del superpresidente Uribe y de su superministro el energúmeno Fernando Londoño -como, a escala mundial, frente a la deriva fascista de Bush, de Ashcroft y de Rumsfeld, de Cheney y de Condoleezza Rice, y, de rebote, del español Aznar y el italiano Berlusconi, y de los conversos como el británico Blair o el alemán Schröeder, y del ex comunista Putin (curiosamente, el que mejor resiste es el francés Chirac, que es un conservador de derechas de toda la vida, pero no es un fascista)- frente a esa deriva, digo, no se alza ninguna resistencia. Ni política, ni civil. La oposición ha desaparecido. Y ni siquiera es que haya desaparecido aplastada por la represión -aunque esa, en Colombia, no ha cesado-, sino que ha desaparecido arrastrada por el entusiasmo.

El verdadero peligro, el peligro espiritual, está ahí. En ese ensordecedor grito de "¡Vivan las cadenas!" que empieza a resonar en todo el mundo y que en Colombia se manifiesta, entre otras cosas, en el apoyo que un 75 por ciento de los consultados en las encuestas de opinión le da al gobierno autoritario del superpresidente Alvaro Uribe. El fascismo no está en la represión. Sino en el entusiasmo generalizado por la represión.

Para allá vamos. Y me angustia, repito, que a nadie parece importarle. Como tantas veces en la historia, sólo empezará a importar cuando sea tarde.

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