OPINIÓN
¿Es 'homeschooling' una alternativa pertinente a la escuela?
Ante la grave crisis de la escuela actual han comenzado a aparecer diversas alternativas en el mundo. El pedagogo Julián De Zubiría analiza una de ellas: la escuela en casa y explica por qué el remedio está siendo peor que la enfermedad.
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La escuela actual está en crisis. Es una crisis prolongada y profunda que cubre los diferentes niveles y contextos. En el mundo se está repensando el sentido de la educación. En la básica, todas las alarmas están prendidas sobre América Latina por los bajísimos niveles de lectura, comprensión matemática y pensamiento que alcanza la mayoría de estudiantes. En la superior hay grandes quejas de la sociedad por al abandono en el que las universidades han dejado la formación emocional, la comprensión de los otros y las competencias para el trabajo en equipo, la creatividad y el manejo de la frustración en sus egresados.
Ante estas generalizadas críticas han surgido, en varios lugares del globo, múltiples alternativas, una de las cuales comentaremos hoy: la escuela en casa o ‘homeschooling‘. En la actualidad son admitidas legalmente en 30 países y han alcanzado alguna divulgación en Estados Unidos, Rusia, Francia, Italia y Australia.
La insatisfacción de la sociedad con la escuela es muy amplia y la capacidad de esta para reflexionar y transformarse ha sido en extremo lenta, lo cual ha alentado a más familias a buscar alternativas, como la escuela en casa o el proceso mediante el cual la educación se realiza por fuera de los colegios y la dirección pasa a los padres, madres y posiblemente algún tutor adicional. En algunas ocasiones se alcanzan a juntar hijos de un pequeño grupo de amigos. ¿Es mejor la educación en casa que la que realizan los colegios?
Para responder a la pregunta anterior es necesario tener en cuenta cuáles son los fines de la escuela. A grandes rasgos, son tres las finalidades esenciales de la educación básica. En primer lugar, fortalecer las competencias comunicativas de niños y jóvenes: que hablen con claridad, fluidez y coherencia; que alcancen niveles de lectura y escritura crítica; y que escuchen y dialoguen con cuidado con los otros. En segundo lugar, garantizar que los estudiantes piensen y reflexionen de manera independiente, que argumenten con criterio sus ideas, que comprendan los principales procesos naturales y culturales, que puedan inferir unas ideas de otras; que piensen sobre sus pensamientos y que reelaboren sus ideas. En tercer lugar, que se comprendan a sí mismos y a los otros, que adquieran autonomía moral y sensible afectiva, que se sensibilicen ante los problemas de los otros y que los tengan presentes en sus proyectos. Que descubran sus talentos y que elaboren su primer proyecto de vida. En pocas palabras, que la escuela enseñe a las nuevas generaciones a comunicarse, pensar y convivir.
La pregunta que asumimos como título de esta columna, en consecuencia, hay que reformularla: ¿Qué es más adecuado para enseñar a comunicarnos: la escuela o la casa? La respuesta es evidente.
Para que las nuevas generaciones aprehendan a comunicarse de manera fluida y coherente, la escuela tiene significativas ventajas frente al hogar, ya que la población es más diversa a nivel de edad, ideología, religión, estrato social, contexto o figura. El colegio supera con creces a la casa para enseñar a hablar y discutir a un grupo de jóvenes. Muy especialmente, por la riqueza y versatilidad que ofrecen los descansos, los debates y las prácticas colectivas en deporte, arte y cultura.
En lectura profunda, nuevamente el colegio brinda mayores posibilidades para conocer matices e interpretaciones diversas. La riqueza de una clase de jóvenes discutiendo, analizando e interpretando un texto es insustituible a nivel formativo. Lo mismo, las mesas de trabajo. Por el contrario, son evidentes las restricciones que un medio como el hogar genera en el léxico, la flexibilidad, la originalidad o la reelaboración de las ideas. Los niños formados en hogares pequeños y relativamente cerrados, suelen tener dificultades en sus interacciones y presentan lentitud en su desarrollo cognitivo y emocional.
En pensamiento la situación es muy similar. Nuevamente, los colegios ofrecen mejores oportunidades por contar con ambientes más amplios, flexibles y profesionales. Discutir, interpretar y dialogar con un grupo diverso de estudiantes y de profesores es invaluable desde el punto de vista del desarrollo cognitivo personal. Como el objetivo de la educación es impulsar el desarrollo integral, en este contexto, las ventajas del colegio frente a la casa son extraordinarias.
Pero si son evidentes las ventajas para generar impactos en el desarrollo del pensamiento y de las competencias comunicativas, la primacía del colegio es todavía más clara en lo que a convivencia, trabajo en equipo, actitudes y formación de mejores ciudadanos se refiere. La diversidad de caracteres, personalidades, contextos, ideologías, géneros y estratos sociales, hace del colegio un espacio muchísimo más adecuado para formar ciudadanos flexibles, diversos, democráticos, solidarios y respetuosos de la diferencia.
Precisamente por eso, los estudios latinoamericanos nos muestran que hoy tenemos una juventud más flexible, tolerante y respetuosa de la diferencia, que la que teníamos décadas atrás. La explicación es sencilla: como han vivido en un mundo tan flexible, respetan y valoran la diversidad.
La situación es todavía más grave si se tienen en cuenta las sensibles debilidades que presentan las familias actuales en comunicación, estilos de autoridad y límites.
Como señala Michael Levine, “tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo que tener un piano no lo vuelve pianista”. Y podemos agregar, tener hijos muchísimo menos convierte a un padre en un buen profesor. La formación es una tarea en extremo compleja que demanda competencias, de las cuales carece una buena parte de los padres.
Según la Encuesta Nacional de Hogares de Colombia en 2015, solo el 32 por ciento de las familias está conformada por padre, madre e hijos y el 20 por ciento de las menores de edad han estado embarazadas. En la mayor parte de los casos, son embarazos producto de relaciones sexuales con hombres mayores que tienden a abandonarlas al quedar gestantes. Esos son los hijos que hoy llegan a las escuelas: hijos de hogares destruidos, con ínfima comunicación, sin la seguridad necesaria o con unos padres que quieren mantenerlos en burbujas de cristal y que terminan ellos mismos sometidos, con frecuencia, a sus caprichos.
En muchos hogares actuales de estratos medios y altos, los dictadores son los propios hijos y los subordinados los padres. Aun así, diversas investigaciones han calculado que el 42 por ciento de los hijos aún vive con padres autoritarios y tan solo un 15 por ciento lo hace en familias propiamente democráticas en las que existen el diálogo, la participación, las actividades conjuntas, el afecto y los límites necesarios.
Ante la vinculación de la mujer al trabajo y la extensión de las jornadas laborales derivada de la conectividad, los tiempos de comunicación en el hogar han caído de manera preocupante. Hace algunos años, el gobierno de Jimmy Carter estimó el tiempo de comunicación de un padre con su hijo adolescente en 49 segundos al día. Los tiempos que hemos encontrado en Colombia para familias urbanas en las mismas condiciones son de 5 minutos diarios. En este contexto, las familias deberían dedicarse a resolver los graves problemas de incomunicación y no en pensar en cómo sustituir a los docentes.
Como puede verse, el remedio de las escuelas en casa es, en términos generales, peor que la enfermedad, y no tiene en cuenta el crucial papel de la multiplicidad y diversidad de interacciones en el desarrollo integral de niños y jóvenes. Tampoco son conscientes de la compleja formación que demanda el convertirse en un docente profesional de calidad.
La sociedad necesita de padres que dialoguen más con sus hijos, que les ayuden a encontrar sus fortalezas y sus debilidades, que les formen el autoconcepto y la seguridad y que les enseñen a convivir con niños de diferentes contextos y edades. Padres que no asuman como tarea de domingo llevar a sus hijos al centro comercial, sino al teatro, la biblioteca o al parque y que no crean que la recreación está guardada en los televisores. Eso cada vez es más difícil por la creciente vinculación de la mujer al trabajo y por la sensible disminución en el número de hermanos, primos, tíos y familiares. En términos generales, los niños actuales son más inmaduros emocionalmente: la depresión y los riesgos emocionales son más comunes en las nuevas generaciones, por debilidades en la mediación familiar.
Para resolver estos problemas es insustituible el papel de una buena madre y un buen padre. No se trata de que los docentes vivamos resolviendo los problemas que generan los padres en la formación de sus hijos o que los padres sustituyan a los docentes. Se trata de que aunemos esfuerzos para construir un mundo más seguro, más tolerante, más respetuoso de las diferencias y menos violento en el que todos podamos vivir un poco más tranquilos, felices y en comunidad. Esto será más fácil de alcanzar si los profes nos dedicamos a ser mejores maestros y los padres a ser mejores padres. Las próximas generaciones lo agradecerán.