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Final del juego

Los Juegos Olímpicos de Beijing fueron una radiografía precisa de la época en la que vivimos.

Semana
28 de agosto de 2008

Además de emocionantes —y casi todo el tiempo deslumbrantes— los Juegos Olímpicos de Beijing fueron una radiografía precisa de la época en la que vivimos. Durante las tres semanas que acaban de pasar, quedaron en evidencia los contrastes y desigualdades del mundo actual.

Fue así desde el día de la inauguración. Ahí estaban las delegaciones de los países más ricos del planeta, felices y confiadas: la tranquilidad de los atletas del primer mundo contrastaba un poco con la actitud de los deportistas de África, Oriente Medio y Centroamérica. Aunque felices, ellos llegaron en delegaciones ínfimas y con pocas expectativas. Y con razón: históricamente los países del G8, que representan aproximadamente un 10 por ciento de la población mundial y un 80 por ciento de la riqueza, han ganado el 61 por ciento de las medallas de oro que se han entregado en todos los olímpicos.
 
No estar en ese selecto club, no es entonces un buen presagio. Puede sonar brutal, pero estoy convencido de que algunos atletas africanos viajaron a Beijing más con la esperanza de un buen plato de comida, que de un triunfo.

También quedó claro el lugar que ocupa China en el planeta. El día de la inauguración, su enorme delegación se esparcía por la pista olímpica, como una amenazante mancha roja —por el color de su uniforme, no por otra cosa— que envolvía poco a poco a sus competidores. Su actitud dejaba claro que no estaban ahí para divertirse: los chinos llegaron a demostrar que eran la nueva potencia mundial. Y, a medida que fueron pasando los días y ganando medallas, lo confirmaron sin dejar lugar a dudas.
 
Pero detrás de su éxito hay algo, francamente, perturbador. No sabe uno qué los motiva: si la gloria deportiva o el instinto de supervivencia. Pareciera que los atletas chinos están obligados a ganar por instrucciones —¿amenazas?— de su sistema. Había que ver la cara de preocupación de las niñas gimnastas para confirmarlo. Cada vez que se equivocaban se apoderaba de ellas un rictus de horror.

Así mismo, el héroe de Beijing, el nadador Michael Phelps, es una imagen contundente de la sofisticación que han alcanzado los atletas profesionales del primer mundo. De todo lo que se ha dicho sobre este hombre en los últimos días, dos cosas me han sorprendido. La primera es el régimen casi sobrehumano al que se somete. Phelps entrena siete días a la semana, nada trescientos kilómetros mensuales y se alimenta con una dieta salvaje, que equivale a lo que comen cinco adultos normales. Su disciplina es tal, que ha dejado de entrenar sólo cinco días en toda su carrera profesional, que comenzó a los catorce años.
 
El otro dato impactante son las especulaciones sobre sus capacidades físicas: al parecer Phelps tiene un torso más largo que sus piernas, de tal forma que sus pulmones almacenan más oxígeno y su patada es superior a la de los demás nadadores. También se dice que segrega menos ácido láctico —la sustancia que ataca los músculos y genera la sensación de cansancio— y que sus tobillos se pueden doblar en un ángulo más pronunciado que los de cualquier otro. Es decir: un fenómeno de la naturaleza que sus entrenadores han convertido, hábilmente, en un campeón.

Pero sería ingenuo pensar que sólo los superdotados son los que ganan. Detrás de ellos hay una enorme maquinaria y una inversión considerable. Y la prueba es que Phelps no es el único nadador estadounidense que triunfa. Además de él, hay una docena de profesionales en el equipo de natación de Estados Unidos que rompen récords mundiales y que están entre los mejores del mundo. Es claro que para ganar hoy en día se necesita una infraestructura seria y mucho dinero.

Los latinoamericanos somos el contraejemplo perfecto. Es cierto que existen esfuerzos personales notables —el pesista colombiano, la takwondina mexicana o el velocista panameño— pero las cifras son clarísimas: históricamente, la región sólo ha obtenido el 2,4 por ciento de las medallas de oro que se han entregado. Y Beijing no fue la excepción: sólo Argentina, Brasil, México, Panamá y República Dominicana tuvieron medallas de oro. Y todos los países de la región apenas obtuvieron 54 medallas. Eso sí, en lo que no tienen rival los latinos es en la variedad de excusas. Merecen el oro absoluto a la hora de justificarse, como el marchista mexicano que dijo que había perdido porque la noche anterior había comido unos espaguetis con mucha salsa de tomate, o el takwondín cubano que le partió la cara a un juez por una decisión que no le gustó y luego trató de explicarse.

Los atletas latinoamericanos son erráticos y mal preparados. Pero no es culpa solamente de ellos, claro. Es más bien una mezcla de improvisación y de falta de apoyo de los gobiernos de sus países. En los próximos meses, por supuesto, los gobernantes harán énfasis en los programas de deporte, pero cuando la fiebre olímpica se acabe, de nuevo quedaran en el olvido. Y, de nuevo, darán un pobre espectáculo en los próximos juegos de Londres.

“Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”, decía el escritor francés Albert Camus. Su famosa frase se podría aplicar, en principio, a casi cualquier actividad deportiva. Ya es hora entonces de que algunos se den cuenta de que el deporte no es sólo un juego, es un reflejo profundo de nuestra naturaleza.


*Felipe Restrepo es periodista y editor colombiano.

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