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Íngrid Betancourt: ni Juana de Arco ni Kardashian

Diez años después de la Operación Jaque, Íngrid Betancourt sigue siendo una mujer polémica, controvertida y mediática. No es la heroína que ha creído ser, pero tampoco la hiena abominable que perciben algunos de sus enemigos.

Germán Manga, Germán Manga
3 de julio de 2018

Hoy, diez años después de la Operación Jaque, que puso fin a su terrible secuestro de seis años, en los cuales estuvo -como sus compañeros- atada, encadenada, mal alimentada, sometida a vejámenes y humillaciones por parte de las Farc y en condiciones de tortura y sacrificio peores que en un campo de concentración nazi, Íngrid Betancourt sigue siendo una mujer polémica, controvertida y mediática.

Este año, con su aparición de última hora en la campaña presidencial volvió a encender las luces de los escenarios que más le gustan: las redes sociales, la polémica, los medios, la publicidad, “que hablen, bien o mal pero que hablen” una afición a la que no renuncia, aunque a la hora de los inventarios le haya reportado más dolores que beneficios.

Fue así, llamativa y vistosa, desde sus primeros días en la Cámara de Representantes en 1994, donde selló una alianza con el exguerrillero Carlos Alonso Lucio y con Guillermo Martínez Guerra, un exoficial del ejército, tan excéntrico que dormía en un ataúd. Quisieron ser la zona innovadora y polemista del Legislativo. Con su figura atractiva y su carisma Íngrid construyó una imagen pública y en 1998 llegó al Senado con la mayor votación.

En esos,  sus años venturosos en la política,  escribió el libro La rabia en el corazón  en el cual se presentó a sí misma como una Juana de Arco a la colombiana, protagonista de la lucha anticorrupción en el país, con un papel protagónico en la oposición contra Ernesto Samper, el presidente que se hizo elegir con dineros del narcotráfico, una clara inflación de su propia figura, difícil de sustentar,  lo cual explica por qué el libro nunca tuvo en Colombia la credibilidad ni el éxito que alcanzó en Francia –país de sus ancestros-.

En 2001 renunció al Senado –en sus palabras “un nido de ratas”- y se lanzó a la Presidencia cuando su fuerza electoral ya estaba en declive.  Vino entonces la encrucijada grande del secuestro por las Farc en Caqueta, en el año 2002. Varios de quienes fueron sus escoltas del Das y altos oficiales del Ejército divulgaron con precisión que se trató de una temeridad pues ella misma rompió los cercos de seguridad y quedó en manos de la guerrilla. Se ha dicho que buscaba un efecto publicitario para impulsar su aspiración, irrelevante en las encuestas. Quizás no calibró la gravedad del hecho ni que se convertiría en un rehén con alto valor político y publicitario para las Farc, ni que entraría en un infierno que se prolongó durante más de seis años.

Si fue provocado o no, irresponsable o no, ya es un debate sin importancia, porque como haya ocurrido, no guarda proporción con la magnitud y gravedad del costo que pagó ni con los sacrificios a que se vio sometida en su prisión en la selva. Los numerosos libros que se han publicado sobre el tema relatan que aún en las dificultades extremas en que vivía, fue dejando en esos años la impronta de su personalidad. Creó distancias y situaciones de poder con sus captores y aún con los otros secuestrados. Fue rebelde, altiva, audaz –intentó una fuga-. Pero sobre todo sufrió con intensidad, física y espiritualmente.

En un bello discurso que pronunció en Bogotá en 2016 dijo que “ni las mahiñas, ni las congas, ni la gran bestia, ni la mata blanca, ni los tigres, ni el pito, ni nada, lograron igualar el daño que nos produjo a todos el corazón deshumanizado del ser humano”.  Es el desgarrador testimonio de una mujer expuesta a condiciones inclementes e indecorosas, que salió del infierno con una nueva y enriquecida percepción de la vida, forjada en los dolores, las angustias, las injusticias y la barbarie del secuestro.

Tal vez su principal debilidad es ser un producto de imagen, sin logros ni ejecutorias. Su padre, Gabriel Betancourt fue uno de los mejores ministros de Educación que haya tenido Colombia. Su madre Yolanda Pulecio hizo un perfil público en su vida como política y congresista en torno de la causa de los niños de la calle. No hay ninguna “ley Íngrid”, ninguna iniciativa, ni realización política, económica o social considerable, que sea obra suya. Antes y después del secuestro su fuerza electoral ya estaba reducida. Y en 2010 vino su error capital, el anuncio de que solicitaría una indemnización al Estado colombiano por su secuestro lo cual provocó rechazo y repudio y la alejó del corazón de muchos colombianos.

Su respuesta, inteligente y acertada, ha sido tomar distancia. Sin ser propiamente una Kardashian, los pequeños y grandes hechos de su cotidianidad, de su vida personal y de su vida sentimental, mueven vigilancia y atención. Por su historia y por los perfiles eléctricos de su personalidad, casi toda aparición suya desata especulación, perversidad, canibalismo.

Íngrid Betancourt no era antes ni es ahora la gran heroína nacional que ella ha creído ser, pero tampoco la hiena abominable que perciben algunos de sus enemigos.  Sin reflectores su vida tendría el mismo derrotero de la de cualquier colombiana de la cuadra o del barrio, que ganan y pierden detrás de sus sueños y sus ambiciones, que lloran sus penas y desencantos y viven sus alegrías, bajo la protección cerrada del anonimato. Ahora, como antes, influye poco en nuestra política pero es innegable que la notoriedad que alcanzó su caso fue fundamental para que el mundo entendiera mejor los abominables atropellos de las Farc contra militares y civiles, así como los dolores y las sangres de la violencia en Colombia, algo que sin duda le da sentido a la agonía que terminó hace 10 años para ella y 14 personas más, con los episodios memorables de la Operación Jaque y que la hace merecedora de respeto y reconocimiento.