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Imbecilidad perpetua

Se trata de populismo a secas. Porque en la práctica no tiene efectos ni siquiera punitivos. No defiende a los niños. Beneficia a los violadores. Favorece la impunidad. Pero suena bien. Y en consecuencia da votos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
27 de junio de 2020

En este país insensible pero sensiblero –y nadie mejor que los politiqueros saben que lo es– no hay más eficaz anzuelo para la pesca de votos, semejante al señuelo para la caza de patos, que los niños. “Nuestros niños”, como los llama con aire de propietario cariñoso el presidente Iván Duque. “Los niños, niñas y adolescentes”, los define en palabras de correctísima corrección político-jurídica la ministra de Justicia, Margarita Cabello. Y con el cebo vivo de los niños (y las niñas y los y las adolescentes) el Gobierno acaba de conseguir lo que considera en dos años su mayor triunfo: que sus mayorías en el Congreso aprueben la pena de cadena perpetua para los violadores de niños, niñas y adolescentes.

Solo falta lo difícil: que los cojan.

Porque según las estadísticas oficiales la inmensa mayoría de los abusos sexuales contra niños y niñas ni siquiera son denunciados, entre otras razones porque suelen ser obra de familiares cercanos de la víctima: hermanos, tíos, padrastros, muchas veces el propio padre. De los casos que se denuncian, sus autores muy rara vez resultan identificados, y menos aún juzgados, y mucho menos castigados. Y cuando sí lo son, digamos uno de cada mil, reciben condenas de cárcel de hasta 60 años, que con las rebajas por trabajo y estudio quedan en 40.

Lo cual es poco, si se considera, por ejemplo, que el castigo por lavado de activos puede ser de 118 años de prisión intramural. Pero ¿algún banquero los ha pagado, o está en el trance de pagarlos? Y los bancos más o menos serios deben de tener más o menos esa edad en Colombia: 118 años. Todos sus dueños deberían estar presos. Presuntamente presos.

Es poco, digo, lo de los 40 años. Pero sería bastante menos todavía si esa pena de 60 reducida a 40 se cambiara, como va a pasar ahora, por la condena llamada de cadena perpetua. Llamada así equivocadamente. De acuerdo con el proyecto legislativo aprobado con entusiasmo por el Senado (77 votos por el sí, y 0 por el no; y 31 abstenciones de los críticos del Gobierno que se retiraron de la votación) la sentencia se debe revisar al cabo de 25 años. Y, si se cambia entonces, quedará en 16 años y medio. Si hay demanda sobre los nueve años restantes pagados por el preso la perderá, como es ya lo habitual, el Estado, que por lo visto solo sabe contratar para su defensa a los más ineptos abogados del país.

En los periódicos han escrito explicando la inutilidad de la cadena perpetua, o su absurdo, los más conocidos penalistas y constitucionalistas, como Yesid Reyes y Rodrigo Uprimny. Ante el Congreso 30 prestigiosos juristas de todas las ramas del derecho criticaron la estupidez de la norma propuesta. La Comisión Asesora de Política Criminal del Gobierno se pronunció en contra. Hasta la Fiscalía –esta Fiscalía del compañero de pupitre del presidente Duque– se permitió dudar de su eficacia. Pero el Senado, después de que lo hubiera hecho la Cámara, la aprobó. ¿Por qué?

Porque Duque necesitaba un triunfo, y lo logró por el lado más cómodo y apetitoso para sus congresistas. Votan ellos a favor de los niños, y los malvados de la oposición votan en contra de los niños. Un voto histórico –como dicen de todo ahora. “Hoy el Congreso de la República ha sacado adelante esa gran reforma que esperaban tantas familias y que esperábamos todos”, dice solemnemente Duque. “Se parte en dos la historia de nuestro país”, dice confiadamente la hija de la difunta impulsora de la estúpida norma. “Para que no vuelvan a violar ni asesinar a un solo niño”, insiste Duque. Si algo merece el nombre de populismo punitivo es eso.

No. De populismo a secas. Porque en la práctica no tiene efectos ni siquiera punitivos. No defiende a los niños. Beneficia a los violadores. Favorece la impunidad. Pero suena bien. Y en consecuencia da votos.

Será rechazada por la Corte Constitucional. Pero no por ser una imbecilidad. Sino por vicio de forma.

De verdad: qué vergüenza provoca nuestro país político.

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