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Indignación y doble moral

Los cartageneros, como siempre, actuamos fieles a nuestra idiosincrasia, a esa doble moral de la que en muchos casos no somos conscientes. Esa antinomia que, a los ojos de muchos, no es ninguna. Empezando porque siendo Cartagena una ciudad construida desde sus bases por hombres negros esclavizados, es una de las urbes más racistas del país.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
22 de noviembre de 2017

Hay hechos divertidos que representan todo lo malo del mundo. “Si un niño se cae, me río. Y si se golpea, más me río”, escribió un joven poeta cartagenero. El gran Emmanuel Kant, cuya obra es una de las más complejas de la filosofía moderna, aseguró que las “antinomias” eran contradicciones inevitables, formales y lógicas, ya que lo contrario sería proclamar la ley de la realidad absurda. La Roma Republicana promulgó la democracia como la entendemos hoy, pero dividía a la sociedad entre patricios (ciudadanos con derechos) y plebe (que carecía de clase). Los romanos eran maestros en lo que el filósofo alemán llamó “ilusión de la razón”. El humor y la diversión son necesarios para el bienestar de la salud, pero cuando se utilizan como estrategia política para adormecer los sentidos y evitar las críticas es perjudicial para el desarrollo de las sociedades.

El circo no hay que entenderlo solo como el grupo de payasos y malabaristas que recorren las ciudades de un país en compañía de un zoológico. El circo, en su sentido más amplio, son todos aquellos hechos que buscan alejarnos de los acontecimientos que producen sufrimiento en un grupo social determinado. El placebo no elimina ni cura la enfermedad, sino que busca darle al cuerpo esa sensación de alivio para que el cerebro envíe las señales de mejoría. El fútbol, si es cierto que es uno de los deportes más aclamados y rentables del mundo, puede funcionar hoy perfectamente como el circo. El Reinado Nacional de la Belleza que se realiza cada año en Cartagena de Indias y las Fiestas de Independencia son dos eventos que podrían remplazar sin problema al coliseo romano.  La distracción le permite al ciudadano común olvidar por unos días sus tragedias personales, aquellas que no terminan el 11 de noviembre con la coronación de las beldades que representarán al país en los concursos internacionales de belleza, sino que, como el licor una vez terminados sus efectos, nos muestras una realidad mucho más dolorosa y grotesca.

Si es cierto que no todas las protestas y paros en el país tienen un origen estomacal, todas buscan el mejoramiento de algo: aumento salarial, arreglo de una arteria vial, inversión en salud y educación o, sencillamente, tapar los baches de una calle. Ninguna revolución se hace para que las cosas sigan igual, sino para alterar la estructura social y proclamar derechos. A mediados de 2017 el centro de Cartagena se paralizó por las protestas de un numeroso grupo de ciudadanos que veía en un evento de la Latin America Adult Business Expo (Lal Expo) una afrenta a las buenas costumbres ciudadanas. El alcalde de entonces, Manuel Vicente Duque, sentó posición y aseguró que no permitiría que en Cartagena se realizará un evento como ese, a pesar de que, el año anterior, ya se había realizado en la ciudad una primera versión. No importó que los productores de cine para adulto explicaran nuevamente sus razones: la actividad no tenía como fin proyectar películas ni buscaba actrices locales para la industria, ni hacer publicidad a este tipo de cine. Solo era una convención  de negocios.

Los cartageneros, como siempre, actuamos fieles a nuestra idiosincrasia, a esa doble moral de la que en muchos casos no somos conscientes. Esa antinomia que, a los ojos de muchos, no es ninguna. Empezando porque siendo Cartagena una ciudad construida desde sus bases por hombres negros esclavizados, es una de las urbes más racistas del país.

No se trata de percepción, como pensarían algunos, sino de una realidad con la cual nos enfrentamos en cualquier espacio público de La Heroica. Sin embargo, nunca la ciudad se ha levantado en masa para protestar por un hecho que vulnera profundamente los Derechos Humanos. Quizá porque ya nos hemos acostumbrado y consideramos que un acontecimiento anormal como ese hace parte del abanico de las normalidades cotidianas, de lo socialmente aceptable.

Cartagena se viene derrumbando de a poquito. Ha venido siendo saqueada como ninguna otra ciudad del país en los últimos 20 años, pero nadie ha salido a protestar ni a rasgarse las vestiduras por unos hechos tan condenables social, política y jurídicamente. Antes, nadie le paraba bolas a eso. Pasar por encima de alguien era solo cuestión de poder. Ahora la gente denuncia, pero no lo suficiente, ya que la mecánica de la política local sigue amarrada a los clanes mafiosos familiares, y el periodismo, encargado de sacar a la luz esos hechos de corrupción, permanece callado para no perder las ventajas que les trae unos pírricos contratos publicitarios que le extiende la misma mano que le da los tijerazos a los dineros públicos.

Decir en un artículo periodístico que Cartagena sigue a la retaguardia del progreso no es, para nada, una afirmación calumniosa. Que la ciudad está “hecha, literalmente, mierda”, no es una ofensa. Que sus administradores, sin excepción, “son una porquería”, no es un acto de injuria. Que las Fiestas de Independencia y el Reinado Nacional de la Belleza tienen una función similar a la del coliseo romano no es del todo una opinión descabellada. Que las festividades novembrinas carecen del brillo que caracteriza a los carnavales de Barranquilla es una verdad que no se puede borrar firmando una nota de protesta. No hay que olvidar que la función del periodismo no es ser alcahuete del presidente, gobernador o alcalde de turno. Su función es informar sobre los hechos que afectan a los ciudadanos y develar las irregularidades y excesos del poder.

En Twitter: @joaquinroblesza

E-mail: robleszabala@gmail.com

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