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Nuevo orden constitucional

La Carta de 1991 pronto sería sustituida por un híbrido del que haría parte el Acuerdo con las Farc

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
24 de marzo de 2017

Para justificar el epígrafe que se acaba de leer, resulta inevitable una breve explicación teórica. Un conjunto de reglas de conducta configura un sistema jurídico por la existencia de una norma superior a la que todas ellas están referidas. Esta adscripción es doble. En primer término, por lo que refiere al modo de su creación, que debe ser el previsto en la norma fundamental; y en segundo, desde la perspectiva de su contenido: la norma ubicada en la cúspide prefigura de manera parcial el contenido de las que expidan las autoridades que ella establece.

Esa regla suprema es, por supuesto, la Constitución, la cual de ordinario se promulga mediante un acto solemne. Sin embargo, cabe preguntar: ¿De dónde deriva la fuerza vinculante de esa declaración cuyos suscriptores denominan “Constitución”? La respuesta puede sorprender: de un hecho político fundante de esa nueva legalidad. Es decir, de un acto revolucionario que el derecho no justifica; por el contrario, la validez del sistema normativo emergente proviene de un evento político que derrumba el anterior para instaurar uno nuevo.

Desde una perspectiva formal se podría decir que una constitución subsiste si se preserva la integridad de sus disposiciones, o, al menos, de las que configuran su núcleo o esencia. Pero desde la óptica política, que es la que me interesa destacar, la estabilidad del sistema depende de la permanencia del acuerdo o alianza que le da soporte.

Ahora bien: la sustitución de un sistema político por otro puede implicar la abrogación plena de una carta política y la adopción de otra enteramente nueva. El triunfo de la revolución acaudillada por Rafael Núñez hizo posible la expedición de la Carta de 1886, la cual declaró que la Constitución precedente –la de 1863– había dejado de “regir por razón de hechos consumados”, o, en otros términos, como consecuencia de una revolución triunfante. Un curso semejante se siguió para demoler, en 1991, la Carta que, luego de numerosas reformas, había durado más de un siglo. La constituyente convocada para introducirle algunos cambios se proclamó “soberana” y sustituyó aquella por la que hoy nos rige.

En uno y otro caso pasó lo mismo: el triunfo de una revolución dio lugar a la expedición de nuevas constituciones.

A veces no ocurre así: la sustitución del orden vigente puede ser presentada como respetuosa de sus normas, para de inmediato advertir la necesidad de algunos “retoques” que, por razones de urgencia, hay que realizar por medios extraconstitucionales; o bien se reafirma el valor de las garantías constitucionales para, a renglón seguido, suspenderlas.

Este fue el modelo que practicó Rafael Reyes (1905-1909). Elegido bajo los preceptos de la Constitución de 1886, pronto convocó una asamblea nacional no prevista por ella, la cual, dócil a sus anhelos, convirtió el Congreso en un organismo ineficaz que sólo se reuniría cada dos años. Así mismo, dispuso que “El período presidencial en curso, y solamente mientras esté a la cabeza del Gobierno el señor general Reyes, durará una década…”

Determinaciones como estas, en realidad, implicaban un golpe de Estado y la fundación de un orden nuevo, a pesar de lo cual se las quiso presentar como anomalías marginales respecto de una constitución que conservaba plena vigencia. Al abandonar Reyes el país en 1909, su alianza revolucionaria quedó reducida a una conjura fallida contra el orden constitucional.

El caso de Rojas Pinilla (1953-1957) es similar. El golpe de Estado en contra del presidente en ejercicio fue anunciado como un paso necesario para restablecer la vigencia de la Constitución. Sin embargo, igual que a comienzos de siglo, se convocó una constituyente, en teoría para preservar la Carta vigente, aunque, en realidad, para abrogarla y dar nacimiento a un pacto político fundacional. Como Rojas fue derrocado en mayo de 1957, en los anales de la República se le considera un usurpador.

Fiel a sus convicciones, el presidente Santos persigue la configuración de un nuevo orden para materializar la alianza con las FARC estipulada en su proceso de paz. Los cambios institucionales profundos que el Acuerdo del Teatro Colón postula culminan en la incorporación del Acuerdo Final a la Constitución de 1991. Se pretende que esta seguirá siendo la misma, propósito sin duda imposible. El Acuerdo tiene dimensiones comparables a las de la Carta de aquel año y altera sus fundamentos políticos de manera sustancial. Lo que fue producto de una asamblea elegida por el voto popular pasaría a ser el resultado de un pacto con alzados en armas; el marco de derechos, deberes e instituciones fundamentales pasaría a ser otro.

No obstante, por todos los medios posibles el Gobierno ha procurado que esta transformación radical sea canalizada por los ductos constitucionales. Cierto es que se firmó ese Acuerdo, a pesar de que el veredicto de las urnas en el plebiscito había sido adverso, con el argumento, respetable a mi juicio, de que se introdujeron cambios de fondo al texto rechazado en las urnas.

No lo es menos que el propio Congreso acotó sus facultades para abrir paso al “fast track”. Y, por último, que, si bien ese mecanismo fue previsto para implementar una decisión popular que no ocurrió, la Corte Constitucional, en decisión válida aunque cuestionable, permitió que fuera utilizado para legalizar los innumerables pactos contenidos en el que se nos presenta como “el Acuerdo de paz más completo del mundo”.

Si en los próximos comicios presidenciales triunfa un candidato comprometido con la estrategia de transformación revolucionaria adelantada por nuestro presidente, se consolidará el nuevo orden político y el híbrido constitucional resultante de yuxtaponer la Carta del 91 y el pacto con las FARC. En caso contrario, se producirán ajustes de fondo encaminados a preservar la reincorporación de las FARC a la vida civil y política de la Nación, pero corrigiendo las concesiones que se consideren excesivas.

Aterrizar, entonces, en una constituyente, con toda la incertidumbre y la inestabilidad que una empresa de esas genera, puede ser una opción más que probable. Vivimos tiempos interesantes, sin duda, pero son malos tiempos.


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