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La humilde boda del procurador

Si Cristo nos enseñó a abrazar al pecador, el procurador es el redentor hecho hombre.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
9 de febrero de 2013

Me dolió que el procurador no me invitara a la fiesta de matrimonio de su hija, no se lo voy a negar a nadie. La verdad es que siempre he admirado al doctor Ordóñez, un hombre que jamás se ha dormido en sus laureanos, y por eso soñaba asistir a la misa vestido con mi atuendo de caballero de la Virgen; sumarme a los cánticos en latín de la homilía; entregar un sobre con dinero ora a los novios, ora a los congresistas invitados, y codearme con el establecimiento en pleno, para sentirme parte de él.


Pero me quedé con las botas y la capa puestas porque nunca me llegó la invitación, pese a que repartieron más de 700. Y tuve que conformarme con observar las fotos que publicaron las revistas de sociedad congestionado por la envidia.

Suponía que la celebración iba a ser diferente, si me dejan confesarlo. Imaginaba que la dirigencia en pleno haría fila frente a un diván dorado en el que, envuelto en una sábana, y coronado por un laurel, con las tetillas rozagantes al aire y un racimo de uvas en la mano, el procurador recibiría las ofrendas que los invitados ponían a sus pies: un becerro de oro, una pata de jamón entera. Unas calzonarias nuevas. Y que todos se retirarían del aposento sin darle la espalda y haciéndole venias. Todos es todos: militares y civiles; políticos y periodistas. Magistrados y gente de bien. 

Pero, para mi sorpresa, nada de eso ocurrió. Inscrita en la más conmovedora austeridad cristiana, la ceremonia era sencilla como el pesebre en que nació Nuestro Señor: quizás no por los fastuosos adornos de oro antigüo, pero sí por la presencia de algunos animales que ayudaban a mantener tibio el ambiente, cargado de paja. Estaban Roy Barreras estrenando sonrisa; Sandra Morelli disfrazada de Paris Hilton; Telésforo Pedraza con un curioso esmoquin a cuadros que recordaba a Marco Aurelio, el de Telebingo. El espectro de Enrique Gómez se hizo presente y tradujo del latín apartes de la ceremonia que él mismo ayudó a redactar en sus años mozos, durante el Concilio de Trento. Y cargado en el antebrazo de su esposa, a modo de cartera, ingresó también José Félix Lafourie.

Fue una fiesta a todo dar. El presidente Santos encabezó la locomotora durante la “hora loca”, porque el procurador autorizó que hubiera “hora loca” como prueba de que respeta la diversidad sexual, y entonces la juerga estalló: al son de la melodía de Cara al sol, los invitados salieron a la pista de baile a azotar baldosa y se armó el desorden: el registrador deglutió tres pasabocas en un solo movimiento; monseñor Ramírez se levantó la sotana; Roy Barreras le pisó la cola al vestido de la novia y Juan Lozano, a su vez, le pisó la cola a Roy Barreras; el fiscal se trepó a un butaco para besar a su esposa. Súbitamente un halo de luz emergió de las nubes, quebró el techo y se posó sobre Amada Rosa Pérez, que en medio de una brisa suave ascendió al cielo bajo una salva de aplausos de los concurrentes.

Pero la fiesta pasará a la historia por su sólida cimentación moral. Si Cristo nos enseñó a abrazar al pecador, entonces el procurador es el redentor hecho hombre. Porque durante toda la gala convivían investigadores e investigados en armonía ejemplar: unos ofrendaban generosos regalos a la hija de su vigilante, y este, a cambio, los atendía con abnegación. ¿Decían infamemente que el doctor Ordóñez discrimina? ¡Es falso testimonio!: en el festejo departían plácidamente Fernando Duque, célebre conciliador de la reforma a la Justicia; Juan José García, condenado penalmente por peculado; Pedro Munar, que presidió la Corte durante unas vacaciones de diciembre y obtuvo pasaporte diplomático; Rodrigo Escobar Gil, exmagistrado que alguna vez se reunió clandestinamente con Jorge 40. Y sobre ninguno de ellos cayó la más mínima segregación por sus pecas judiciales. Porque, como buen cristiano, el procurador los acogió en su corazón; los supo perdonar. Cualquier otro caería en el facilismo de pedir un allanamiento o sugerir, al menos, que el próximo convite se organice en isla Múcura. Pero el dirigente nacional es bondadoso por naturaleza, y no prejuzga: nótese en las fotos de sociales la amabilidad del ministro de Defensa con la bella Piedad Zuccardi, quien parece haber desplazado de sus afectos a los demás ministros: cosas de doña Piedad y su vocación para desplazar. 

Fue una fiesta de valores cristianos: una lección de tolerancia, así fuera entre el dirigente y el malandro; una lección de gratitud, así fuera entre el procurador y la contralora que dio contratos a su yerno. Y fue una forma de gritarle al mundo que aún hay gente inmaculada como Fabio Valencia, que negoció los puestos mismos de cada mesa; o Juan Manuel Corzo, que se ocupó del valet parking, o el mismo Fernando Londoño, que regaló a los novios dos acciones de Invercolsa. El único lunar de la noche fue José Darío Salazar, Cielito Lindo.

La fiesta duró hasta la madrugada, momento en el cual un mesero despertó al ministro Pardo, María Fernanda Cabal se colgó de nuevo a José Félix Lafourie y los invitados abandonaron el Country Club de Bogotá mientras el procurador sonreía con la satisfacción de haber entregado a su hija, sí, pero no a los invitados.

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